El
centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo:
“Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”.
Marcos
15, 39
Apenas nadie acompaña a este hombre.
¿No decían que es el Mesías? ¿Dónde están sus seguidores, si solo veo un diminuto
grupo de mujeres llorosas y un joven pálido como la leche… Una de ellas llora distinto, como si toda ella fuera un puro llanto y no
necesitara ya llorar con lágrimas ni ruidos ni aspavientos. Otra mujer algo más
mayor, casi anciana, sostiene a esta, que es el silencio dolorido. Podría
ser mi madre por edad, pero aparece tan joven en su palidez
bajo ese velo negro, de luto ya, de noche inmensa…
Otra mujer, con la cabeza
descubierta y el largo cabello revuelto, llora desesperada y se refugia a veces
en el regazo de la que se ha transformado en llanto silencioso. Y cómo la
acoge ella sin apenas moverse, con qué ternura de madre recibe su cabeza de melena
enloquecida y polvorienta. Qué imagen estas dos mujeres, tan hermosas en
su drama compartido. Una es el llanto sublime de quien sabe llorar como los
ángeles o como los dioses. La otra es el llanto desconsolado de todas las
mujeres que aman y han perdido todo.
Las dos mujeres abrazadas atraen mi mirada y
me conmueven, pero no son ellas quienes me han hecho doblar las rodillas. Es el
objeto de su sufrimiento, ese reo destrozado, el que me ha hecho postrarme a
sus pies, rendido de asombro y de temor. Él ha pedido a su padre el perdón para
sus ejecutores. Lacerado e impotente en el dolor atroz de los crucificados, que
nadie ha visto tan cerca como yo. Ese dolor que a otros arranca gritos y
blasfemias, a este le ha inspirado un deseo tan generoso e inexplicable que me
ha erizado el vello y me ha llenado el pecho de un calor extraño, que casi duele. Lo ha dicho mirando a lo alto y
como no veo ningún hombre adulto en el grupo que le llora, intuyo que ese padre
al que se dirige es su Dios.
Y estoy a sus pies como ellas, como
el joven pálido que, tan frágil, parece protegerlas en su infinita indefensión.
A sus pies sigo, de rodillas, aunque haya muerto, pues no ha vuelto a mover un
músculo desde que Gayo Casio le atravesara el costado. Agua y sangre han
brotado y Casio debe de haber enloquecido, pues dice que ahora ve bien. ¿Es que
antes no veía? O acaso veía sucio, o acaso veía sombras, o acaso veía la
mentira de un mundo que parece haber terminado.
Porque se ha hecho de noche de
repente, y mientras la oscuridad nos envuelve con su frío manto, una luz que no
es de este mundo me ilumina por dentro.
Se ha oído un estruendo atrás, en la
ciudad que ha condenado a este justo que no puedo dejar de mirar. Un estruendo ronco y
seco. Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios.
Antes de inclinar la cabeza, ¡dónde
está su rostro, que quiero seguir mirándolo! ha hablado con el asesino que
tenía a su derecha. ¿Qué le habrá dicho para hacer que ese pobre condenado
muriera con tanta paz en el rostro? Apenas pronunció una o dos frases y el otro
le miró, antes de abandonarse a su cruz para morir como quien duerme.
Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios.
Quién tuviera en la muerte a alguien
al lado que consolara así o que borrara así todo lo malo, para morir en paz
como este hombre que ha muerto como quien se dirige a un lugar maravilloso.
Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios.
Nadie que hubiese estado aquí lo negaría. Nadie hará que lo olvide.
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