Los libros son amigos que nunca
decepcionan.
Thomas Carlyle
Hay libros necesarios, libros útiles,
libros entretenidos, libros donde encuentras alguna clave y no los vuelves a coger. Y hay
libros compañeros, que ya no puedes olvidar, y a los que regresas una y otra
vez.
No me refiero hoy a los libros
sagrados, que, más que libros, son expresiones escogidas por la Verdad para llegar a los hombres: Biblia, Corán,
Tao Te King, Bhagavad Gita, Dhammapada,
Vedas…
Ahora estoy evocando libros que
escribieron autores como Shakespeare, Epicteto, Dickens, Marco Aurelio, Jack
London, San Juan de la Cruz, Cervantes, Santa Teresa de Jesús y su “discípula” Edith
Stein, Antonio Machado, Saint Exúpery, Bécquer, Hildegarda de
Bingen, Tolstói, Khalil Gibran, Chesterton, Rumi…
Y, en el género epistolar, real o
figurado, que es el del libro que ha suscitado este post: C. S. Lewis, Cartas del diablo a su sobrino; Rilke, Cartas a un joven poeta y Cartas del vivir, Louis Cattiaux, Florilegio epistolar…
Ya puedo afirmar que Cartas a un buscador de sí mismo de Henry David Thoreau, que ha editado Errata Naturae, con las cartas inéditas a Harrison G. O. Blake, y que acabo de leer, va a ser uno de mis libros compañeros.
Todos los autores mencionados tienen algo en común: la sinceridad y la coherencia. Saben (aunque tal vez no todos saben que saben) que la auténtica obra son ellos mismos y escriben y viven en consecuencia. Recuerdo el halago que hizo Jesucristo de Natanael, para decir que son escritores de verdad, en los que no hay engaño (Juan 1, 47).
Son mis libros esenciales, referentes, amigos, compañeros. Cuántas veces me he propuesto reunirlos en una estantería o en un mueble especial, para tenerlos cerca, siempre disponibles. Ahora me alegro de no haberlo hecho, por pereza o tal vez por inspiración. Prefiero que estén desperdigados por mi indómita biblioteca y seguir comprobando cómo, cada vez que necesito el consejo o la compañía de uno de ellos, siempre viene a mí, solícito y fiel, sin apenas necesitar buscarlo. Prefiero que sigan libres, sueltos, en aparente caos, para ser consciente de que lo importante no es el libro físico, sino su mensaje atemporal, y dejar que vaya calando, transformando, haciendo su espacio en el corazón, donde la tinta es indeleble.
H. D. Thoreau. Un hombre libre.
Algunos fragmentos de Cartas a un buscador de sí mismo, de Thoreau:
Lo que puede
expresarse con palabras puede expresarse con nuestra vida. P. 18
No permita que nada se interponga
entre usted y la luz. Respete a los hombres solo como hermanos. Cuando emprenda
viaje a la Ciudad Celestial, no porte carta de recomendación alguna. Cuando
llame, pida ver a Dios, y nunca a los sirvientes. En aquello que más le
importe, no piense que dispone de compañeros de viaje. Dese cuenta de que está
solo en el mundo. P. 19
Dejemos
tranquilo a Dios, si es necesario. Creo que si lo amara más, debería mantenerlo
–o mejor, debería mantenerme yo– a una distancia más apropiada. No es cuando me
acerco a Él, sino cuando me doy la vuelta y lo dejo solo, cuando descubro que
Dios es. Digo Dios. Aunque no estoy seguro de que sea ese el nombre. Ya sabrá a
quién me refiero. P. 34
Si
por un instante conseguimos apartar nuestro insignificante yo, no desear ningún
mal, no temer ningún mal, comportándonos solo como el cristal que refleja un
rayo, ¡qué no seremos capaces de reflejar! ¡Qué gran universo aparecerá
cristalizado y radiante a nuestro alrededor! P. 34
Haga
lo que nadie más puede hacer por usted. No haga otra cosa. P. 42
El
objeto del amor se expande y crece ante nosotros hacia la eternidad, hasta que
abarca todo lo que es dable amar, y llegamos a ser todo lo que se puede amar.
P. 56
No
debe tener oídos para palabras dulces y plácidas, sino para puras y renovadoras
verdades. Debe bañarse cada día en la verdad fría como el agua de un manantial,
y no recalentada por la solidaridad de los amigos. P. 58
Qué rápido nos disponemos a
calmar el hambre y la sed de nuestros cuerpos. ¡Y cómo nos demoramos en calmar
el hambre y la sed de nuestra alma! De hecho, nuestra mentalidad práctica no
nos permite utilizar esta palabra sin ruborizarnos por culpa de nuestra
infidelidad, porque la hemos dejado en la inanición hasta convertirla en una
sombra. P. 66
Estamos poco menos que ahogados
bajo nuestros funestos abrigos, que no llegan a quedarnos bien en ningún
momento de nuestra vida. Piense en la capa con la que nos cubre nuestro trabajo
o posición, qué pocas veces los hombres se tratan los unos a los otros de forma
desnuda y teniendo en cuenta lo que realmente son; cómo utilizamos y toleramos
la pretensión; cómo se le viste al juez con una dignidad que no le pertenece, y
al testigo con una humildad que no le pertenece, y al criminal, quizá, con una
vergüenza y una insolencia que ya no le pertenece. No importa el estilo de la
capa con la que tapamos esas capas. Cambie las capas: ponga la del juez en la
jaula del criminal, y la del criminal en el tribunal, y entonces tendrá motivos
para pensar que ha cambiado a los hombres. P. 87
Hay un vecino más cercano dentro
de cada uno de nosotros que constantemente nos dice cómo deberíamos
comportarnos. Sin embargo, esperamos al vecino exterior con la esperanza de que
nos señale un camino erróneo, pero más sencillo. P. 95
Aquí disponen de un censo en el
que registran el número de enfermos mentales. ¿De verdad cree que los enumeran
a todos? Pues bien, en cada una de estas casas hay al menos un hombre luchando
o discutiendo gran parte de su tiempo con una decena de pequeños demonios a los
que él mismo ha criado y alimentado, que implacablemente roen sus partes vitales;
y si por un casual resuelve al fin luchar contra ellos, dice: “¡Ay, ay, me
ocuparé de vosotros después de la cena!”; y cuando ese momento llega, concluye
que está preparado para otra etapa, ¡y lee una columna o dos sobre la Guerra de
Crimea! P. 95
Condense toda la savia que la primavera hace fluir en su interior. No se quede en el almíbar, llegue hasta el azúcar, aunque dé al mundo un único cristal, un cristal que no se ha obtenido de los árboles de su jardín, sino de la nueva vida que se agita en sus poros. P. 109
Me siento agradecido por todo lo que tengo y todo lo que soy. Mi agradecimiento es perpetuo. Es sorprendente lo satisfecho que puede uno llegar a sentirse sin nada definido, tan solo con el sentir de la existencia. P. 119
¡Qué locos están quienes piensan que su El Dorado se encuentra en cualquier parte excepto allí donde viven! P. 141
Para el hombre sentado más hacia el Este, la vida es solo cansancio, rutina, polvo y cenizas, ocupado como está en ahogar sus preocupaciones imaginarias en un vaso de agua. Sin embargo, para el hombre sentado más al Oeste, contemporáneo suyo, es un campo destinado a los más nobles propósitos, un elíseo, la morada de héroes y semidioses. El primero se queja de los miles de asuntos de los que ha de ocuparse, pero no se da cuenta de que sus asuntos (aunque sean miles) y él son una misma cosa. P. 151
Dadme la bondad que ha olvidado sus propias acciones; la que Dios ha hecho para ser buena, y dejadme ser. P. 159
La sencilla tumba de Thoreau en los bosques que amó.
Henry David Thoreau muere a los 44 años, el 6 de mayo de1862. Harrison Blake, el
buscador de sí mismo, fiel compañero de camino, acudió al entierro. Emerson también estuvo y, después de leer un conmovedor elogio fúnebre, mientras se alejaba de la fosa donde había quedado el cuerpo de su amigo, alguién le oyó decir: "Tenía un alma maravillosa, tenía un alma maravillosa".
Que alguien pueda decir, o pensar, o sentir, algo parecido de cada uno de nosotros cuando llegue el día.