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sábado, 30 de abril de 2016

Un Único Cristo


Evangelio de Juan 14, 23-29

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado; pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz es doy; no os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.”



                                         Descenso de Cristo a los infiernos, Theófanes de Creta
                                                   

   Que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos
              y tú en mí, para que sean completamente uno.
                                                                                                                                                                                                                            Juan, 17, 22-23


                                                                 Habrá un único Cristo amándose a Sí mismo.

                                                                                                                  San Agustín

     En tan pocas líneas, la esencia de la enseñanza de Jesús. Parecería que al conocer lo cercano de Su Hora no quisiera que los apóstoles olviden nada y les deja un testamento, una síntesis que sirva de recordatorio para ellos y para nosotros.

     ¿Cómo no amar a un Dios que quiere morar en el corazón del hombre? Buscamos casas, lugares, refugios donde nos aislamos, que suelen convertirse en madrigueras de conejos asustados o, muchas veces, en guaridas de ladrones, pues guarecerse, aislarse, separarse del hermano es robar a la creación. Cuánto tiempo, esfuerzo, dinero (esa energía sagrada, fruto del trabajo de los hombres, que hemos corrompido) malgastamos en hacernos con casas que ni siquiera son hogares. Esos metros cuadrados de privacidad, seguridad, egoísmo y necedad, donde cada uno guarda sus cosas, su tranquilidad, tan alejada de la Paz de Cristo, su silencio, tan alejado del silencio esencial de los pobres de espíritu.
     Cuándo descubriremos que, en lugar de esforzarnos por tener una casa segura y confortable, con bonitos muebles y lo último en tecnología, el camino del cristiano consiste en convertirnos, cada uno, en morada de Dios.

     El Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, maravilla inexplicable del Dios trinitario, están deseando vivir en ti, en mí… ¿Cómo asimilar tal don? Con el corazón de carne que Él nos ha dado a cambio del corazón de piedra, inútil lastre para el que ya sabe que no pertenece al mundo (Jn 15, 19; 17, 14).

     El Padre está en Jesucristo; en Él Lo encontramos. Por eso la paz de Jesús se mantiene intacta en la tribulación; en los momentos aciagos revela especialmente su esencia divina. Paz dentro del corazón, en lo eterno que somos, en el Ser real, para que desde allí se extienda en abrazo universal, pues la paz es fruto del Amor. Si no hay amor, no hay paz, sino un simulacro mediocre y transitorio: tranquilidad, estabilidad, seguridad, siempre efímeras.
     La paz de Jesucristo no es la del mundo egoísta y separado, sino la del reino del amor. No hablamos, claro, de un amor dulzón o sensiblero. ¿Cómo va a ser así el amor de Aquel que ha venido a traer la espada? (Mt 10, 34). Su paz es la del amor que llena todo y no se altera ni se agota, inmanente y trascendente a la vez, actual y eterno. Por eso la paz que nos da, para que la vivamos y custodiemos, crece y fructifica en lo agitado e inestable, en las tormentas cotidianas.
     Porque la paz que deja a los apóstoles es la de la espada y no la de la tranquilidad y la seguridad, es por lo que les pide valentía y entereza, inmediatamente después. 

     El viejo mundo arde y pasa, queramos verlo o no, y el nuevo mundo que hemos de habitar supera nuestros conceptos y categorías mentales, porque Él lo hace todo nuevo con Su vida, Su muerte y Su resurrección.
     Bendita Cruz, entonces, ese patíbulo que a tantos molesta y quisieran olvidar para hacerse un Jesús a su medida, sin sufrimiento, previsible y llevadero, que ofenda menos la sensibilidad de los seguidores, a veces disfrazados de cristianos, de la nueva era y corrientes afines.
        Y es que el amor y la paz de Dios se manifiestan de modo privilegiado en esa Cruz, que hace posible que cicatrice lo que Cabodevilla expresa como “la llaga que es la vida”. Pues llaga, herida irremediablemente abierta, infectada y dolorosa, es la vida sin Su paz y sin Su amor.

          ¿Somos dignos de esos dones, o nos dejamos llevar por la inercia de rutinas, costumbres y comodidades?
          Podemos sentir, escuchar, permanecer unidos a Cristo cada día, cada hora, siempre. Con los sacramentos (no concibo unión más grande en este mundo, que la que nos ofrece continuamente la Eucaristía), con la oración y con la lectura constante de Su Palabra. En el Evangelio escuchamos, real y actualmente, a Jesucristo. Ya no es la idea que uno pueda tener de Dios, sino Palabra viviente y eficaz.
          Quien acude conscientemente a los sacramentos, ora como Él nos enseñó y lee el Evangelio recibe la gracia que permite cumplir Su Palabra, y es capaz de encontrar y reconocer al Señor en todos y cada uno de los hermanos, porque el mismo Jesús vive en su corazón, lo llena y rebosa.

Siendo habitados por Dios, qué valiosa y potente es la oración de intercesión. No hace falta ni siquiera evocar nombres o imágenes de personas concretas, aunque es una hermosa forma de amar, tal vez la mejor, poner rostro y nombre a esa oración. Basta confiar y amordazar el ego, para ser cauce o canal que difunde la misericordia de Dios a cuantos la necesitan.
Me recuerda la oración del amor y la compasión de raíz budista que practiqué hace muchos años. Con una gran diferencia: no son mi amor o mi compasión de criatura, tan pobres y limitados, los que extiendo y reparto, sino los de Cristo en mí, el Hijo de Dios en mí, puro amor incondicional, pura misericordia, capaz de sanar todo, restaurar todo, renovar con su Espíritu la faz de la tierra.

     El cristianismo es Jesucristo: un hombre que también es Dios; un Dios que se ha hecho hombre. ¡Qué vértigo de gratitud y asombro! Y, además, bendita locura de amor, Él quiere integrarnos en esa unidad, hacernos uno con Él. Cuando se vislumbra la inmensidad de este Misterio, no tiene sentido perderse en disquisiciones teóricas que nos hagan sentirnos más Dios y menos criaturas. ¿Quién querría dejar de ser hijo o hija amados de tal Padre, por defender un no-dualismo que no pasa de ser una idea, una abstracción, si no ha sido realmente vivido y encarnado?
     Aprendamos una vez más de Jesús, tan libre que supera todas las aparentes contradicciones. Por eso puede hablar del Padre, como de ese Tú, ese Otro, al que se dirige para orar, para encomendarse y encomendarnos; y también puede afirmar que quien Lo ve a Él ve al Padre, que Él y el Padre son uno y que estamos destinados a ser uno con ellos.      
     Cuando seamos capaces de vibrar en Su frecuencia de amor, paz y libertad, ya no habrá necesidad de espada, ni de hacernos violencia para conquistar el reino (Mt 11, 12), pues el mismo Espíritu que nos guía y nos habita nos habrá transformado. Entonces, mirando a Dios cara a cara, sentiremos, sabremos que por Su amor somos en Él; semejanza al fin recuperada.


                                                        Estoy a la puerta y llamo, Jesed



Ahora somos hijos de Dios, aunque
aún no se ha manifestado lo que hemos de ser.
Sabemos que, cuando se manifieste, seremos
semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es.

                                                                                            1 Juan 3, 2

sábado, 23 de abril de 2016

El Amor no se enseña


Evangelio de Juan 13, 31-33a.34-35

Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará. Hijitos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.



                                                               La última cena, Rubens

                        El amor no se enseña.

                            San Basilio Magno


                   Amo porque amo. Amo para amar.

                                                   San Bernardo

El Mandamiento del Amor no calcula ni mide, no contemporiza, no negocia. Te lleva a la Verdad, te sitúa en el mismo nivel del Amado y te concede su capacidad de hacer posible lo imposible, de crear y recrear, de hacer, con Él y en Él, nuevas todas las cosas (Ap 21, 5), porque ya has sido regenerado por la Palabra que vibra en ti, resuena en ti, se pronuncia en ti y te atrae hacia Sí.
Lo esencial es volver la mirada hacia Cristo, cada día, cada momento; porque su acción salvadora es incesante, y así han de ser nuestra atención, nuestra gratitud y nuestro reconocimiento, inagotables; pues la nueva creación se realiza desde aquel Sacrificio único, una y otra vez hacia el infinito.
Nunca tan perdida en el mundo, nunca tan encontrada en el Reino, por Aquel que me guía y me conforta. Solo Él puede hablar con verdadera autoridad de la alegría del Amor (amoris laetitia), porque, para alcanzar esa alegría, atravesó el sufrimiento infinito por amor, en Su Sacrificio supremo.
Para nosotros, pobres siervos, alcanzar la alegría del amor pasa por seguirle y aprender a amar como Él nos ha amado, hasta el extremo, sin condiciones. Con Él logramos, además, como vemos en www.viaamoris.blogspot.com , eso tan difícil para este mundo de justificaciones, ambigüedades y matices: decir sí cuando es sí y no cuando es no (Mt 5, 37). Hay tanta palabrería vana, tanta dispersión dialéctica alrededor y dentro, que a veces parece incluso hacernos olvidar hacia dónde caminamos. Lo peligroso es cuando lo olvidan, enredados en esa verborrea, los que deberían guiarnos, o mejor, visto lo visto, limitarse a indicar a Quién hemos de seguir.
Jesús, el nuevo Moisés, nos presenta un nuevo nivel de mandamientos y un nuevo nivel de cumplimiento, porque Él hace nuevas todas las cosas. Nada de medias tintas: radicalidad, perfección, pero no como la del mundo, sino como la del Reino, basada en la coherencia, la intención y la pureza de corazón. Porque es en el corazón donde nace todo: lo bueno, lo malo, lo que mancha, lo que limpia... Se acabaron las mediocridades y la hipocresía; la religión del amor no es menos exigente o más “sensiblera”; es impecable, como Aquel que la inicia.
De ahí lo de no saltarse ni una letra ni una tilde. Se nos pide un cumplimiento total, pero no en la forma, vacía tantas veces de contenido, sino en el fondo, donde brota la fuente del amor. Por eso ya no son necesarias las justificaciones, y nos basta decir sí o no. Todo lo demás viene del maligno, del embaucador, del mentiroso, del separador…
El Verbo se encarnó por nosotros, pero ya antes era y, después de subir al Padre, siguió siendo. Somos llamados a esa vida de plenitud, pero si nos conformamos con lo inmediato y efímero, aunque sea bueno, si nos justificamos en lo mediocre, si no nos atrevemos a ir más allá, siguiendo Sus huellas, no llegaremos a lo más sutil, lo sublime, el amor absoluto.


                                                                 Testify to love, Avalon


Este es el amor que nos renueva, y nos hace ser hombres nuevos, herederos del nuevo Testamento, intérpretes de un cántico nuevo. Este amor, hermanos queridos, renovó ya a los antiguos justos, a los patriarcas y a los profetas, y luego a los bienaventurados apóstoles; ahora renueva a los gentiles, y hace de todo el género humano, extendido por el universo entero, un único pueblo nuevo, el cuerpo de la nueva esposa del Hijo de Dios, de la que se dice en el Cantar de los cantares: ¿Quién es esa que sube del desierto vestida de blanco? Sí, vestida de blanco, porque ha sido renovada; ¿y qué es lo que la ha renovado sino el mandamiento nuevo?

Porque, en la Iglesia, los miembros se preocupan unos de otros; y si padece uno de ellos, se compadecen todos los demás, y si uno de ellos se ve glorificado, todos los otros se congratulan. La Iglesia, en verdad, escucha y guarda estas palabras: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. No como se aman quienes viven en la corrupción de la carne, ni como se aman los hombres simplemente porque son hombres; sino como se quieren todos los que se tienen por dioses e hijos del Altísimo, y llegan a ser hermanos de su único Hijo, amándose unos a otros con aquel mismo amor con que él los amó, para conducirlos a todos a aquel fin que les satisfaga, donde su anhelo de bienes encuentre su saciedad. Porque no quedará ningún anhelo por saciar cuando Dios lo sea todo en todos.

Este amor nos lo otorga el mismo que dijo: Como yo os he amado, amaos también entre vosotros. Pues para esto nos amó precisamente, para que nos amemos los unos a los otros; y con su amor hizo posible que nos ligáramos estrechamente, y como miembros unidos por tan dulce vínculo, formemos el cuerpo de tan espléndida cabeza.
                                                                                                          San Agustín
                                                                                    (del Tratado El mandamiento nuevo)


¡Ay de los que llaman al mal bien y al bien mal,

que tienen las tinieblas por luz y a la luz por tinieblas,

que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!


                                                                                              Isaías 5, 20

sábado, 16 de abril de 2016

Ser de los Suyos


Evangelio de Juan 10, 1-10


En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos: “Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A este le abre el guarda y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz; a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños”. Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús: “Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos, pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante”.


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                                                        El Buen Pastor, Anónimo, s. III


Para que nosotros, seres relativos, podamos volver al Absoluto, es preciso que el Absoluto descienda y nos tome. Ese descenso es justamente la encarnación del Verbo; ese tomarnos es Jesucristo, el Hijo único de Dios. He aquí el evangelio.
Paul Sédir


Hoy celebramos el "Domingo del Buen Pastor". Jesucristo, el Cordero de Dios, es el Buen Pastor, otra luminosa paradoja con la que lo inefable se nos acerca, para que comprendamos que lo Absoluto se nos hace concreto por amor. Buen Pastor, Cordero, Piedra angular, Camino, Verdad y Vida, Resurrección y Vida…  Todos los nombres, todos los colores, todos los matices, todos los silencios están contenidos en el nombre de Jesús. En las Escrituras Sagradas vamos encontrando, si estamos atentos, esos nombres, esa plenitud de significados que solo es posible en Aquel que es verdadero Dios y verdadero hombre, en Aquel que es todo.


Simeón, el Nuevo Teólogo, distingue entre el Hijo, que es la puerta (Jn 10, 7.9), el Espíritu Santo, la llave de la puerta (Jn 20, 22-23) y el Padre, la casa (Jn 14, 2). Pero estos son solo tres de los infinitos símbolos, de las innumerables metáforas que pueden ayudarnos a intuir el Misterio.

José María Cabodevilla hace una síntesis de todos los nombres, facetas y colores que están en Jesucristo y que se encuentran repartidos en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Entre decenas de apelativos y atributos, que leemos más abajo, se encuentran también los que hoy contemplamos a la luz de Evangelio: “Es pasto y pastor, y puerta del redil y cordero. Cordero pastor: "el Cordero, que está en medio del trono, los apacentará.” (Ap 7, 17)”.
Jesús es monte grande por su divinidad y monte pequeño por su humanidad desvalida; es piedrecilla que se hace monte (Dan 2, 44-45). Es estrella (Núm 24, 17) que se hace sol (Ap 21, 23). Es el fuerte (Is 9, 6) y el degollado (Ap 5, 9). Es un cedro frondoso (Ez 17, 23) y una humilde raíz de tierra seca (Is 53, 2). Es nuestro padre (Jn 13, 33), y nuestro hermano (Jn 20, 17), y nuestro esposo (Mt 9, 15). Es Padre del siglo futuro (Is 9, 6) y a la vez fue engendrado desde el principio (Miq 5, 2-4). Alfa y omega de la eternidad, alfa de un tiempo y omega de otro, circunferencia y centro. Vino, viene, vendrá y no se mueve. Es piedra de tropiezo (I Pe 2, 6) y piedra angular de la casa (Ef 2, 20). Es Señor de los ejércitos (Jer 2, 16) y es nuestra paz (Ef 2, 14). Es león (Is 31, 4) y cordero (Jn 1, 29). Es nuestro juez (Jn 5, 22) y nuestro abogado (1 Jn 2, 1).

Cristo lo es todo. Es el nuevo Noé que sobrevivió al diluvio y ha sido constituido padre de una nueva humanidad; es el arca donde hallamos refugio, es el pez de los anagramas, es el agua que quita toda sed. Es agua y vino que engendra vírgenes. Es el vino que santamente embriaga, es la uva pisada en el lagar del Calvario, es la cepa que vivifica los sarmientos, es la viña fértil que nunca da agraces, es el viñador que arranca las ramas secas y poda las fecundas. Es pasto y pastor, y puerta del redil y cordero. Cordero pastor: "el Cordero, que está en medio del trono, los apacentará.” (Ap 7, 17) Es camino a recorrer, es nuestro guía para todo el camino, es el viático para el camino, es la patria adonde el camino conduce. Es la luz que veremos y la luz mediante la cual veremos la luz. Es el sembrador que arroja la simiente en nuestros pechos, y es la semilla que murió y produjo lozana espiga, y es la única tierra donde germina lo santo. Es el alimento y nuestro comensal. Es el templo y el que mora en el templo. Es el ungido y el óleo. Es el esposo y el vestido de bodas. Es el legislador y la ley. Es el que premia y el único premio que se goza. Es el que mide y es la medida de todo. Es el médico y la medicina. Es el maestro y la verdad. Es el rey y el reino. Es el sacerdote y la hostia.

Es la piedra preciosa que vale más que todas las haciendas y es la piedra blanca en que está escrito el nombre nuevo (Ap 2, 17). Y este nombre es Jesús.

Bartolomé E. Murillo. el Buen Pastor (Madrid, Museo del Prado). 1660.
El Buen Pastor Niño, Murillo

Desde otro "instante sagrado", más allá del tiempo y del espacio, el poeta José Miguel Ibáñez Langlois canta con precisión y belleza la esencia del camino del cristiano: que Jesucristo no es un maestro más ni un avatar, que Él es la Fuente de la Vida, el Camino, la Luz, el Hijo de Dios que viene a liberarnos.

Él no es un iluminado porque Él es la Luz.
Él no ha buscado la verdad porque es la Verdad.
No es un héroe del verbo porque es el Verbo.
Él no se ha descubierto ni a sí mismo.
Jesús de Nazaret, qué diantres,
con la voz de la infinita humildad, simplemente susurra antes de morir:
yo soy la resurrección y la vida,
yo soy la luz del mundo,
Yo Soy El Que Soy,
Yo Soy.

No tenemos que hacer un duro trabajo interior, solos, con pocas esperanzas y una meta lejana e incierta… Cristo ha hecho el trabajo por nosotros. Solo nos queda reconocerlo, creyendo en Él, y aceptar agradecidos tan alto don. Entonces, el cristiano actúa en consecuencia y, si es sincero, no teme nada porque el Buen Pastor, fiel a Su promesa, está con él todos los días hasta el fin del mundo. El cristiano no tiene que lograr un alma porque Él nos la ha rescatado para la eternidad. El cristiano solo tiene que aceptar ese Amor y corresponder, glorificando a Dios con su vida.

Es el sentido de la pobreza de espíritu, la infancia espiritual consciente y libre. Hacerse como niños es ser capaces de lo que no logró el joven rico: renunciar a todo y seguir al Maestro, con la confianza del que se sabe guiado por el Buen Pastor, siempre atento y vigilante para que ninguno de los Suyos se pierda.

Domingo del Buen Pastor y Jornada de Oración por las Vocaciones. Nuestra vocación común como cristianos es ser fieles discípulos, de los Suyos, que nadie puede arrebatar de Su mano. ¿Somos de los Suyos? ¿Queremos serlo? Yo sí quiero serlo, con toda mi alma, hasta el punto de decir con Dostoievski: si alguien pudiera demostrarme que la verdad está fuera de Cristo y que realmente Cristo está fuera de la verdad, preferiría estar con Cristo antes que con la verdad. 



                                                Permaneceremos en ti, Salomé Arricibita

sábado, 9 de abril de 2016

Juan se ha quedado


Evangelio de Juan 21, 20-25

Pedro, volviéndose, vio que lo seguía el discípulo al que Jesús amaba, el mismo que durante la Cena se había reclinado sobre Jesús y le había preguntado: "Señor, ¿quién es el que te va a entregar?" Cuando Pedro lo vio, preguntó a Jesús: "Señor, ¿y qué será de éste?" Jesús le respondió: "Si yo quiero que él quede hasta mi venida, ¿qué te importa? Tú sígueme". Entonces se divulgó entre los hermanos el rumor de que aquel discípulo no moriría, pero Jesús no había dicho a Pedro: "Él no morirá", sino: "Si yo quiero que él quede hasta mi venida, ¿qué te importa?" Este mismo discípulo es el que da testimonio de estas cosas y el que las ha escrito, y sabemos que su testimonio es verdadero. Jesús hizo también muchas otras cosas. Si se las relatara detalladamente, pienso que no bastaría todo el mundo para contener los libros que se escribirían.

                                  Aparición de Jesús en el lago de Tiberíades, Sebastiano Ricci

En el Evangelio que la Liturgia propone para hoy (Juan 21, 1-19), y que contemplamos en www.viaamoris.blogspot.com , aparece la triple pregunta que Jesús le hace a Pedro para darle la oportunidad de transformar su triple negación, manifestando por tres veces su amor. Tres veces, totalidad, amor completo, necesario para recibir la Misión. A Juan no le hace esta pregunta; su unión con el Maestro es tan íntima como la que, una vez descubierta, hizo a San Agustín exclamar: intimior intimo meo (más íntimo a mí que yo mismo).

Estamos llamados a ser discípulos amados y vivir esa intimidad total con el Señor. Le reconocemos y damos testimonio para que todos se acerquen a Él. Nos avala la fe, la confianza, la fidelidad. Podemos escribir como dijo el papa Francisco en la homilía de Pascua lo que le falta a los Evangelios. El propio Juan nos invita a ello, al reconocer que no todo está escrito.

Unidos a Él, escuchando el latido de Su Corazón, somos capaces de continuar el Evangelio y vencer cualquier obstáculo de este mundo, esta vida virtual que no es la definitiva, porque Él ya ha vencido al mundo. Cuando somos conscientes de ello, no solo con la mente, sino con el corazón, el alma y el espíritu, no nos defendemos, no nos revolvemos frente a las dificultades, porque tenemos una fe que es motor y guía, y, como recordábamos el domingo pasado, creyente es el que no teme y creer es ser valiente.

Juan es el discípulo amado, no porque Jesús ame más a unos que a otros, sino porque fue vaso vacío, disponible para ser llenado, le cabía más amor que a los demás. Por eso entendió como ninguno de los doce la profundidad del mensaje del Maestro, y se quedó, vivió para contárnoslo. Su Evangelio recoge el Discurso de la Cena, muy diferente del sermón del Monte. Dice Cabodevilla que, si pudiéramos compararlos, diríamos que este es "más compacto y más divagante, más íntimo y más oscuro, dicho en voz muy baja y con resonancia en el Reino de los Cielos.” Tiene este discurso sabor de despedida y de amor, hacia el Padre y hacia sus amigos, que están a punto de traicionarle, negarle y desertar.

Todos tenemos un vacío en el corazón que sólo Dios puede llenar con Su amor. Hay quienes se acercan a la religión con miedo o aprensión, buscando salvarse, y hay quienes se acercan con amor, buscando la unión íntima con Él.

Cuántas veces somos como Pedro, que negó conocer al Maestro, como Tomás, incapaz de creer sin ver, como todos los que no se atrevieron a acompañarle hasta el Gólgota. Seamos como Juan, que abrió su corazón adolescente, virgen, es decir, disponible, al amor infinito del Dios hecho hombre.

El discípulo amado no es temeroso, mediocre o pusilánime. No busca salvarse por miedo al infierno, ni busca salvarse para gozar del paraíso. El discípulo amado ama con el Amor que recibe de la Fuente inagotable. Todo lo demás viene por añadidura, pero ni siquiera lo piensa, ni siquiera pierde, imaginando las venturas por venir, un instante de tiempo, ni una brizna de la energía que necesita para seguir amando.

Dios no se conforma con un corazón dividido y condicionado, como solemos amar en el mundo. Él espera que le ofrezcamos nuestro corazón entero y de una vez. No se trata de vivir con la esperanza puesta en las moradas celestiales, sino de experimentar ya esa plenitud de amor e ir haciendo real esa morada aquí, porque, como afirma Baalschem: Si amo a Dios, ¿para qué necesito un mundo venidero? Pero es que, además, por la generosidad de Su gracia, el mundo venidero existe y nos espera, para seguir amando.

Porque el Amor con que Dios nos ama y nos enseña a amar nunca puede ser limitado, es un abrazo total, incondicionado, hasta el extremo, y aunque aún no seamos capaces de percibirlo, de sentirlo así siempre, nos miramos en Él, somos en Él un solo Amor, el único camino hacia la plenitud de la alegría, hacia la Vida.



No te preocupes de Juan, Pedro, no le preguntes más al Maestro por su destino, no envidies el dulce misterio que lo envuelve y lo protege, ni su victoria sobre la muerte, al poder quedarse hasta que Él venga.
Tú sigue al Señor y deja a Juan, Pedro. Para él no habrá cruz física, como tú la tendrás, porque compartió la de Jesucristo, uno ya con Él por el amor. Por eso fue el primero en compartir también a Su Madre.
No te incomode esa especial sintonía con Jesús de alguien que parece no esforzarse nada ni sufrir nada. Esa unión plena e indisoluble está también a tu alcance, porque es fruto de la entrega total, del amor rebosante. Es ese amor el que le hace comprender la verdad y escribirla con imágenes poéticas que pocos comprenderán. El amor, el que inspiró el cuarto Evangelio, el más profundo, y esa maravilla de lirismo revelador: el Apocalipsis, solo para iniciados en la ciencia del corazón, que siempre llega mucho más lejos que la mente.

Juan se ha quedado, como quiso el Maestro; vive en todos y cada uno de los pobres de espíritu que se atreven, porque ya están preparados, a apoyar su cabeza en el pecho del Señor, para fundir su latido de criaturas amadas con el Suyo, divino y poderoso, capaz de transmutar y renovar todo.


                                                               Enamórame, Abel Zavala