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sábado, 27 de mayo de 2023

Pascua de Pentecostés

 

Evangelio según san Juan 20, 19-23

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.

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                                               Pentecostés, Fray Juan Bautista Maíno

El Espíritu no tiene rostro ni voz, pero es la luz y el sonido de unos sentidos espirituales nuevos, que hacen ver y oír el misterio al hombre llegado a la plena madurez de Cristo.
                                                                        Simeón, el Nuevo Teólogo

Cuando se concentra en sí, el alma, mediante este olvido y recogimiento de todas las cosas, está preparada para ser movida del Espíritu Santo y enseñada por Él. 
                                                                                                    San Juan de la Cruz

Jesucristo nos infunde el Espíritu Santo. Para poder recibirlo, hay que estar vacíos de todo lo que es ajeno a Su gracia, ese fuego gozoso y vivificante que todo lo enciende e ilumina. Él es Quien nos vacía para después llenarnos; nosotros solo tenemos que poner a Su disposición el recipiente que somos, esa vasija de barro destinada a portar el mayor de los tesoros (2 Corintios 4, 7).

No se trata de hacer, sino dejarse hacer, permitir que ese Amor invisible que nos habita sea, crezca en nosotros hasta rebosar. Ese Amor que no siempre podemos sentir, solo cuando callamos, nos detenemos, dejamos de prestar atención a lo ilusorio, lo perecedero, para centrarnos en lo Real, que solo captan los sentidos sutiles del alma, lo que no puede dejar de existir.

Aliento que insufla vida, fuego de amor puro, torrentes de agua viva, voz interior que habla en el silencio, guía constante del corazón despierto. El Espíritu Santo no es el gran desconocido, esa abstracción que se les ha resistido a los teólogos, en su afán por definir y clasificar con los conceptos limitados de la mente. 

    Podemos vivir, de hecho vivimos ya, aunque aún no seamos plenamente conscientes de ello, un Pentecostés eterno, porque el Espíritu Santo es Dios mismo habitando en el corazón del hombre, en el centro de su propia esencia inmortal. Dios no está lejos, no está fuera para el alma que consiente y se abre a la Gracia. No es necesario buscarle en templos de piedra o ladrillo.

      El Espíritu sopla donde quiere (Juan 3, 8), y el templo definitivo es uno mismo; tú, yo, cada uno de nosotros, para adorar en espíritu y en verdad (Juan 4, 24). Esa es la maravilla, el don que tanto cuesta reconocer: Dios nos habita.

     Como los apóstoles reunidos en el cenáculo, al recibir el Espíritu, perdieron el miedo así nosotros nos hacemos valientes y decididos cuando somos conscientes de ese hálito de vida, ese fuego que renueva la faz de la tierra (Salmo 104, 30).

      El Espíritu abre los corazones cerrados y los prepara para la Unidad a la que estamos llamados, que somos en el fondo. Él nos da la energía, la confianza y la sabiduría necesarias para salir de la prisión del egoísmo y reconocer en los otros el Misterio de Amor que nos transforma. Es el fin de Babel, del no entendimiento, de la división; y el inicio de la sintonía que permite comprender, acoger e integrar.

Siempre es Pentecostés, siempre estamos recibiendo la llama que enciende el corazón de amor puro, el aliento divino que renueva y transforma, que nos prepara para habitar un mundo nuevo, nuevo cielo, nueva tierra (Apocalipsis 21, 1), a nuestro alcance ya, cuando somos capaces de mirar con ojos que ven y escuchar con oídos que oyen, sin tiempo ni espacio, sin miedo ni muerte, sin separación.

Jesucristo es el amor visible del Padre. El Espíritu Santo es el amor invisible del Padre y del Hijo, entre ellos y hacia nosotros. Por eso, cuando pedimos en la oración: “Señor, aviva en mi corazón el fuego de Tu amor”, estamos pidiendo ese Amor, uno y trino, que sostiene, mueve y restaura todo. Como decía Dante: “El amor mueve el sol y las estrellas”.

La inhabitación divina, que es el centro de la vida espiritual, alimentada por el silencio y la oración, ha de manifestarse exteriormente y lo hace de forma natural cuando reconocemos y aceptamos la Presencia interior, hasta arraigarnos en esa Realidad viva, que nos crea y nos recrea sin cesar.

                                                               Veni Creator Spiritus
           
            Estamos fundidos con Jesucristo, somos Uno en Su Cuerpo místico, pero para vivirlo con todo nuestro ser, necesitamos la santificación. Escuchar Su palabra y cumplirla, como hemos recordado  a lo largo de la Pascua nos predispone a la santificación que el Espíritu de Dios obra en nosotros. Él lo hace todo, solo necesitamos estar disponibles, anhelando, pidiendo, esperando Su venida.

          La vida en Cristo es Pascua y la venida del Espíritu Santo la lleva a su plenitud, como vemos en www.viaamoris.blogspot.com. Así lo expresa San Ireneo de Lyon:

            “El Espíritu prometido por los profetas descendió sobre el Hijo de Dios hecho Hijo del hombre para acostumbrarse a habitar con él en el género humano, a descansar en los hombres y a morar en la criatura de Dios, obrando en ella la voluntad del Padre y renovándola en Cristo. Este Espíritu es el que David pidió para el género humano, diciendo: confírmame en el Espíritu generoso. De él mismo dice Lucas que descendió en Pentecostés sobre los apóstoles, con potestad sobre todas las naciones para conducirlas a la vida y hacerles comprender el Nuevo Testamento; por eso, provenientes de todas las lenguas alababan a Dios, pues el Espíritu reunía en una sola unidad a las tribus distantes y ofrecía al Padre las primicias de todas las naciones. El Señor prometió que enviaría al Paráclito que nos acercase a Dios porque así como de trigo seco no puede hacerse ni una sola masa ni un solo pan sin agua, así tampoco nosotros, siendo muchos, podíamos hacernos uno en Cristo Jesús sin el agua que proviene del cielo. Y así como la tierra árida no fructifica si no llueve, así tampoco nosotros, siendo un leño seco, daríamos fruto para la Vida si no se nos enviase de los cielos la lluvia gratuita. Nuestros cuerpos recibieron la unidad por medio de la purificación bautismal para la incorrupción y nuestras almas la recibieron por el Espíritu.”

                                  37 Diálogos Divinos, Gemidos del Espíritu Santo I

sábado, 20 de mayo de 2023

Ascensión

 

Evangelio según san Mateo 28, 16-20

En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: “Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.  Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.

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Ascensión, William Blake

Gozamos ya de la resurrección como seres de la nueva creación, habiendo pisoteado con y por Cristo la muerte y el pecado.
                       Matta el Meskin

A veces necesitamos encontrar formas de explicar lo inexplicable, expresar los vislumbres que el corazón capta, aunque la mente se quede a las puertas. Gracias a las reflexiones sobre la Ascensión, van apareciendo ideas, figuras, intuiciones acerca del cuerpo interior, el que perdura, la carne glorificada, la vida eterna... 

Dice el monje copto Matta el Meskin que Jesús, en el momento de su muerte, portaba en su carne a la humanidad entera. Confirma así las palabras de San Pablo en la Segunda Carta a los Corintios: “Nos apremia el amor de Cristo, al pensar que, si uno ha muerto por todos, todos por consiguiente han muerto.”

Él nos lleva consigo, en su muerte, en su resurrección, en su ascensión. Pero nosotros también lo llevamos dentro, porque Él ha querido quedarse con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Somos teóforos: portadores de Dios.

Por lo que estamos intuyendo al contemplar la Ascensión, la muerte es realmente un paso a otra forma de existencia. Adquiere pleno sentido la metáfora de San Agustín sobre ese tránsito como paso a “la habitación de al lado”. La Comunión de los Santos no es así una esperanza lejana, sino una realidad viva, porque para Dios no hay tiempo. Lo que vemos está entretejido con lo que no vemos, y todo Es ya, aquí, luminoso y eterno, a pesar de la apariencia de entropía.

Porque Cristo ha vencido a la muerte y, unidos a Él, también la hemos vencido y vivimos las primicias de la eternidad. Esa es “la habitación de al lado”; todos los que parecieron irse están muy cerca, con nosotros, porque los planos de realidad se superponen y a veces, si estamos atentos, podemos sentirlo.

La muerte no nos separa de aquellos que amamos, al contrario, nos une de una forma más íntima y real, por fin duradera. Porque el Reino de los Cielos ya está aquí, y también, ay, el infierno y el purgatorio…Lo hemos escuchado y leído a menudo, pero no siempre lo hemos comprendido en profundidad. Un día lo percibí con una claridad inédita. Cuando pude asimilarlo, apunté esto en mi cuaderno asombrado:

“El Cielo, el infierno y el purgatorio están en la tierra, aquí, entre nosotros. Un hombre sin piernas en una silla de ruedas empujada por una anciana con ojos de ceniza. Un enfermo de sida escuálido, solo huesos y sonrisa transparente, que mendiga en la calle junto a un cartel de tinta temblorosa y mira a su perro con ternura. Bajar una escalera en penumbra para una gestión del implacable César. El Metro, esos otros tramos de escaleras que, multidimensionales, a veces conectan con lo Real. Subir y bajar y subir de nuevo, bucear taladrando los velos del sueño. Y mañana y ayer, siempre, escalar una montaña con los sentidos sutiles despiertos, porque nuestro destino es ascender, y elevar a cuantos han hecho posible que estemos, que seamos, en este mundo, diabólico y celestial, según lo mires o lo sueñes o lo imagines o lo recrees… El “más allá” no es “más allá”, porque se encuentra aquí.”www.viaamoris.blogspot.com  

Voy comprendiendo también que se puede “rehacer” la propia vida si se vive en unión con Cristo. En Él podemos encontrar, actualizada, toda nuestra vida pasada. Jesucristo, ascendido y glorificado es el verdadero “Original” de los seres virtuales que somos cuando vivimos en la Matrix de inconsciencia. Él nos devolverá -nos devuelve ya- nuestra vida, para que la revivamos a la luz eterna del más allá–más acá, pero con una claridad distinta, con una densidad diferente, la materia glorificada.

Ascendemos a nuestro Yo real y eterno, el que Dios soñó para cada uno. ¿Quién asciende?, ¿cómo asciende?, ¿en qué se asciende? Esencia, centro, corazón, alma inmortal, suelto al fin lo viejo y lo caduco... Ascendemos con nuestra apariencia eterna, la de nuestra verdadera juventud, que es nuestro ser más profundo, el impulso de todo aquello que el Señor nos ha dado y hemos aceptado, incorporado y asumido….

Como dice Henri Boulad: “Quienes integran su pasado en el momento actual y lo concentran en él, están constituidos no sólo de la naturaleza humana que es visible en un momento concreto, sino de mucho más: encarnan al mismo tiempo todo el impulso interno de su pasado. Hay un arte de vivir en un estado de síntesis, en un estado de totalidad.” 

Dice también que solo hay una humanidad: “un único ser humano que se perpetúa a través de los milenios de la historia, y ese ser humano soy yo, ese ser humano somos nosotros. (…) En nuestro espíritu, nuestro cuerpo, nuestro corazón, nuestra conciencia y nuestro subconsciente, experimentamos el impulso irresistible de todas las generaciones pasadas, que esperan de nosotros el fruto que tienen derecho a esperar, que será la humanidad nueva que ha de nacer de nosotros algún día, cuando llegue la consumación de los tiempos, cuando el hombre haya alcanzado su pleno desarrollo, su estatura perfecta.” El “Cielo” sería así: “ese instante eterno de recuerdo reiterado de todo lo que hemos sido, de todo lo que hemos vivido en el presente de Dios.”

Que así sea, porque Es.

Luisa Piccarreta. Giro 24.
Jesús Después de la Resurrección y la Ascensión

Ha subido al cielo; pero el cielo no es únicamente la desierta convexidad donde aparecen y desaparecen, veloces y tumultuosas como los imperios, las nubes de los temporales, y resplandecen en silencio, como las almas de los santos, las estrellas. El Hijo del Hombre, que subió a las montañas para estar más próximo al cielo, que fue todo luz en la luz del cielo, que murió, levantado del suelo, en la oscuridad del cielo, y volvió para elevarse en la suavidad de la noche al cielo, y volverá de nuevo un día sobre las nubes del cielo, está todavía entre nosotros, presente en el mundo que ha querido libertar, atento a nuestras súplicas si verdaderamente proceden de lo hondo del alma; a nuestras lágrimas, si en verdad fueron lágrimas de sangre en el corazón antes de ser gotas saladas en los ojos; huésped invisible y benévolo que no nos desamparará nunca, porque la tierra, por voluntad suya, ha de ser como una anticipación del reino celestial, y, en cierto sentido, forma desde hoy parte del cielo. Esta rústica nodriza de los hombres que es la Tierra, esta esfera que es un punto en el infinito, y, con todo, contiene la esperanza del infinito, Cristo la ha tomado para sí, como perpetua propiedad suya, y hoy está más ligado a nosotros que cuando comía el pan de nuestros campos. Ninguna promesa divina puede ser cancelada; todos los átomos de la nube de mayo que lo escondió están todavía aquí abajo, y nosotros elevamos todos los días nuestros ojos cansados y mortales a aquel mismo cielo del que volverá a descender con el fulgor terrible de su gloria.
                                                                                                               Giovanni Papini

                                                              Holy, Avalon

sábado, 13 de mayo de 2023

Una Misma Vida

 

Evangelio según san Juan 14, 15-21 

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis porque mora con vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis, y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él”.

  Qué es la inhabitación trinitaria? | Radio Pentecostés RD

¿Por qué he de preocuparme? No es asunto mío pensar en mí. Asunto mío es pensar en Dios. Es cosa de Dios pensar en mí.
                                                                                                                                 Simone Weil

Releo una y otra vez este precioso pasaje del Evangelio, que expresa el Misterio de la Santísima Trinidad. Reflexiono sobre él, y no logro alcanzarlo con la mente racional, ni siquiera intuirlo. Vuelvo a contemplarlo, ya con el corazón, intento concebir ese prodigioso intercambio de amor, y empiezo a vislumbrar el destino trinitario de cada ser humano. No lo entiendo, pero lo siento, lo experimento con el anhelo del corazón.

Ya no pienso en este Misterio inefable; ya no lo pienso, tampoco lo siento..., porque por un momento lo vivo, y sé que la Trinidad Es en mí. El Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, en mí. Porque para Dios no hay nada imposible y Él quiere morar en cada ser humano. Más difícil resulta convencer a la mente de que puedo fundirme con la Santísima Trinidad, que es mucho más que estar habitado por Ella.

Creo que no hay que tener aprensión a reflexionar sobre estos Misterios sin ser teólogos, si se renuncia a clasificarlos y entenderlos con la razón. A los que hemos tenido una formación quizá demasiado intelectual, nos atrae hacerlo.

Me aburren los debates políticos, casi nunca entiendo un chiste a la primera, suelo sentirme fuera de lugar en conversaciones “normales”, del mundo y sus afanes… Y en cambio, me gusta reflexionar, saborear, empaparme y dejarme llevar por conceptos llenos de sugerencias como perichoresis, hipóstasis, circumincessio, menein… Son conceptos y son más, infinitamente más, pues designan realidades trascendentes e inmanentes a la vez, que transforman y liberan, y tendremos ocasión de recordar, y revivir, los próximos domingos.

La clave es que la mente no estorbe, que reconozca sus límites y acepte de antemano que no va a llegar a rozar, ni por asomo, la esencia del Misterio. Gracias a Dios, no es una mente retorcida, suele ser un instrumento bastante limpio y simple, capaz de verlo todo por primera vez, con la inocencia y la capacidad de asombro de los niños. Y eso impulsa y eleva, porque hay que hacerse como niños para poder vislumbrar esa inmensidad de amor amándose, recreando el universo sin cesar.

¿Podría Dios querer ser solo Dios, solo Luz, solo Ser, sin formas ni figuras, sin nombres, sin individuos, un Mar sin olas? Claro, cómo no iba a poder, si Él lo puede todo… Lo que importa y nos llena de alegría es que no es esa Su Voluntad. Es Luz, es Ser y quiere Ser en todos y cada uno de nosotros, hoy y para siempre; lo sabemos por las promesas del Hijo, en quien está el Padre de un modo completo. Lo ha expresado de tantas formas:

En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. (Jn 14, 2)

No volveré a beber el fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios. (Mc 14, 25)

No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos. (Lc 20, 38)

El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá y el que vive y cree en mí no morirá para siempre (Jn 11, 25-26)

Venid vosotros, benditos de mi Padre… (Mt 25, 35)
  
Hoy estarás conmigo en el Paraíso. (Lc, 23, 43)

Reconocer a Dios en Su Hijo es la sublimación y el perfeccionamiento del recuerdo de Sí, al que aluden tantas tradiciones, que lleva implícito el olvido de sí. Con Jesucristo, algo nuevo ha surgido; ya no nos sirven los viejos parámetros; todo es nuevo y todo se ordena en torno a Él. Por eso los verdaderos discípulos han de hacer de Jesús el centro, la base y el objetivo de sus vidas, el Compañero fiel en un camino en el que ya no estamos solos.           

Uniéndonos a Cristo, somos Uno con Él. Estando en Él, que es la consciencia atemporal, podemos vivir atentos, despiertos, reales. Porque somos Uno en Su Cuerpo Místico, Él se encarga de vivificarnos, completarnos, recrearnos, para que la obra de Su redención llegue a plenitud y seamos perfectos como Él, como el Padre, en unión del Amor del Espíritu Santo.

Es el amor verdadero, incondicional y definitivo. Amor que es Unidad, que es Verdad y Vida y por eso nos hace ser libres, nos hace Ser. www.viaamoris.blogspot.com 

Creer en Él, abandonarse en Él es lo único que se nos pide. Lo voy comprendiendo en un nivel más profundo. Parece sencillo, y lo es, pero, a la vez, es tarea delicada, para “hilar fino” y crecer en fidelidad. No es fácil decidir creer en Él contra viento y marea en estos tiempos, y menos ser consecuente con esa decisión, porque a veces el mundo, el demonio y la carne se disfrazan de enseñanzas sutiles o amores efímeros que quieren durar y no pueden.        

Apostemos fuerte, vayamos “a por todas”, recordando que nos jugamos la Vida eterna. Vivamos desde ahora unidos a este Amor infinito, sabiendo que, incluso cuando atraviesas la noche oscura de la desolación o cuando Le olvidas, Él nunca se olvida de ti y sigue a tu lado, esperando que vuelvas a prestarle atención y ames como Él nos ha amado, totalmente, sin condiciones ni medida.

Esta es nuestra vocación, para tantos como nosotros tardía y felizmente descubierta: recorrer lo que resta de camino conscientes de su presencia, que es fuente de amor, a nuestro lado y dentro, muy dentro de todos y de cada uno (intimior intimo meo et superior summo meo).

Con palabras de San Agustín, volvamos a meditarlo, agradecerlo, hacernos conscientes de tal don, consagrarnos y comprometernos, con una decisión alegre y definitiva que nos mantenga unidos para siempre al amor del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo:
¡Tarde te amé, belleza siempre antigua y siempre nueva! Tarde te amé. Tú estabas dentro de mí, pero yo andaba fuera de mí mismo, y allá afuera te andaba buscando. Me lanzaba todo deforme entre la hermosura que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo; me retenían lejos de ti cosas que no existirían si no existieran en ti. Pero tú me llamaste, y más tarde me gritaste, hasta romper finalmente mi sordera. Con tu fulgor espléndido pusiste en fuga mi ceguera. Tu fragancia penetró en mi respiración y ahora suspiro por ti. Gusté tu sabor y por eso ahora tengo más hambre y más sed de ese gusto. Me tocaste, y con tu tacto me encendiste en tu paz.

Tarde de amé, Pablo Martínez