El arzobispo Teófilo, de santa memoria, decía al aproximarse a la
muerte: Eres un hombre feliz, abad Arsenio, porque has tenido siempre esta hora
ante tus ojos.
Thomas
Merton
La
sabiduría del desierto
Tenía catorce años cuando
soñé con mi propio funeral, de cuerpo presente. Yo estaba ante la muerta, que
era yo misma, en el centro de la capilla del colegio. Y lloraba junto al
cadáver, que yacía hermoso en un ataúd blanco y abierto; entre las manos, una
rosa, también blanca. Me recordó a Aurora, la protagonista de mi cuento favorito: La bella durmiente.
Creo que por
primera vez fui consciente –pude experimentarlo– de que hay algo en nosotros,
de otra calidad y otro nivel, inefables e inalcanzables por la mente, que no va a morir, porque el verdadero Ser que
somos es inmortal.
La que lloraba
a la muerta con una tristeza serena, casi alegre, estaba más allá de la muerta;
la trascendía. Aquella
noche intuí –hoy lo sé– que se puede morir sin morir.
Desde entonces camino hacia esa
meta sin miedo y sin deseo, con la muerte trascendida, puerta blanca, ventana siempre abierta, como aliada.