Gratis habéis recibido, dad gratis. Mateo, 10, 8










sábado, 29 de agosto de 2020

"La Cruz de Cristo, medida del mundo"


Evangelio según san Mateo 16,21-27:

En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.» Jesús se volvió y dijo a Pedro: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas corno los hombres, no como Dios.» Entonces dijo Jesús a sus discípulos: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.»

Cristo crucificado (Velázquez) - Wikipedia, la enciclopedia libre
Cristo Crucificado, Velázquez


                                     Y Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia Mí.

                                                                                                                                     Juan 12, 32

LA CRUZ DE CRISTO, MEDIDA DEL MUNDO San  John Henry Newman 
                                                                                               
Un gran número de hombres viven y mueren sin reflexionar nada acerca de la situación en la que se encuentran. Toman las cosas como vienen, y siguen sus inclinaciones tan lejos como tienen la oportunidad. Se guían principalmente por el placer y el dolor, no por la razón, por los principios o la conciencia; y no intentan interpretar este mundo, determinar qué significa, o reducir lo que ven y sienten a un sistema. Pero cuando las personas, ya sea por previsión de la mente o por la actividad intelectual, comienzan a contemplar el estado visible de cosas en el cual han nacido, inmediatamente lo encuentran un enredo, una perplejidad. Es un enigma que no pueden resolver. Parece lleno de contradicciones y sin sentido. Porqué es, qué puede dar por resultado, cómo es lo que es, cómo llegamos a ser introducidos en él, y cuál es nuestro destino, son todos misterios. 

En esta dificultad, algunos se han formado una filosofía de vida, y otros otra. Ha habido hombres que pensaron haber encontrado la clave con la cual podían leer lo que es tan oscuro. Diez mil cosas llegan ante nosotros unas tras otras en el curso de la vida, y ¿qué pensamos de ellas?, ¿qué color les damos? ¿Miramos todas las cosas de una manera alegre y regocijada, o melancólica?, ¿con desaliento o esperanza? ¿Tomaremos por completo la vida ligeramente o trataremos todo el asunto con seriedad? ¿Daremos poca importancia a las cosas más grandes y gran importancia a las mínimas? ¿Guardamos en la mente lo pasado y lo ido, o miramos el futuro, o estamos absorbidos por lo presente? ¿Cómo miramos las cosas? Esta es la pregunta que todas las personas de observación se hacen a sí mismas, y responden cada uno a su manera. Quieren pensar con orden, por medio de algo dentro de ellas que haga posible armonizar y ajustar lo que está fuera de ellas. Tal es la necesidad sentida por las mentes reflexivas. Ahora, permitidme preguntar: ¿cuál es la clave real, cuál la interpretación cristiana este mundo? ¿Qué se nos ha dado por revelación para estimar y medir este mundo? Es la crucifixión del Hijo de Dios. 

La gran lección para nosotros acerca de cómo pensar y hablar de este mundo, es la muerte del Verbo Eterno de Dios hecho carne. Su Cruz ha puesto el verdadero valor sobre cada cosa que vemos; sobre todas las fortunas, ventajas, rangos, dignidades y placeres; sobre la lujuria de la carne, la lujuria de los ojos y el orgullo de la vida. Le ha puesto un precio a las excitaciones, rivalidades, esperanzas, temores, deseos, esfuerzos y triunfos del hombre mortal. Ha dado un significado al variado y desviado curso de los problemas, tentaciones y sufrimientos de su estado terrenal. Ella ha unido y hecho consistente todo lo que parece discordante y sin objeto. Nos ha enseñado cómo vivir, cómo usar de este mundo, qué esperar, qué desear, en qué confiar. Es el tono en el cual se resuelven finalmente todas las disonancias de la música de este mundo. 

Mira alrededor, y ve lo que el mundo presenta como alto y bajo. Vete a la corte de los príncipes. Mira el tesoro y la destreza de todas las naciones puestos juntos para honrar a un niño del hombre. Observa la postración de los muchos ante unos pocos. Considera la forma y el ceremonial, la pompa, el estado, la circunstancia y la vanagloria. ¿Quieres saber el valor de todo ello? Mira hacia la Cruz de Cristo. 

Ve al mundo político y mira el celo de una nación contra otra, la rivalidad en el comercio, ejércitos y flotas luchando entre sí. Examina los diferentes rangos de la comunidad, sus partes y sus contiendas, las disputas de la ambición, las intrigas del astuto. ¿Cuál es el final de toda esta barahúnda? La sepultura. ¿Cuál es la medida? La Cruz. 

Ve, asimismo, al mundo del intelecto y de la ciencia. Considera los maravillosos descubrimientos que la mente humana está haciendo, la variedad de oficios que surgen de sus descubrimientos, y los casi milagros por los que muestra su poder. Y luego, mira el orgullo y confianza de la razón y la absorbente devoción de pensamiento hacia objetos transitorios, que son su consecuencia. ¿Quisieras formar un recto juicio sobre todo esto? Mira la Cruz. 

Una vez más, observa la miseria, pobreza y privación, mira la opresión y cautividad, ve adonde el alimento es escaso y el alojamiento insalubre. Considera el dolor y el sufrimiento, largas o violentas enfermedades, todo lo que es espantoso y repugnante. ¿Quieres saber cómo apreciar todo esto? Mira fijamente la Cruz. En la Cruz y en Aquél que cuelga de ella, se encuentran todas las cosas, se subordinan a ella, todas la necesitan. Es su centro y su interpretación. Porque El, al ser levantado en ella, pudo atraer a todos los hombres y a todas las cosas hacia Sí. 

Pero se dirá que la visión que nos da la Cruz de Cristo, sobre la vida humana y el mundo, no es la que adoptaríamos si fuera por nosotros, que no es una visión obvia, que si miramos las cosas en su superficie, son muchísimo más claras y risueñas que lo que parecen cuando son vistas a la luz de esta época del año. 

El mundo parece estar hecho para ser gozado, justamente por un ser tal como el hombre, que ha sido puesto dentro. El tiene la capacidad de gozar y el mundo le suministra los medios. ¡Qué natural es esto, qué simple así como grata filosofía, cuán diferente de aquella de la Cruz! Puede decirse que la doctrina de la Cruz, desarregla dos partes de un sistema que parecen hechas la una para la otra. Separa el fruto del que lo come, el goce del gozador. ¿Cómo puede resolver un problema? ¿No está, más bien, creando uno? 

Respondo primero, que cualquiera sea la fuerza que esta objeción pudiera tener, es por cierto, meramente, una repetición de aquella que Eva percibió y que Satanás urgió en el Paraíso. ¿No vio, acaso, la mujer, que el árbol prohibido era “bueno para comer”, y “un árbol apetecible”? (Gen 3,6). Bien, ¿es, luego, maravilloso, que nosotros también, los descendientes de la primera pareja, estemos aún en un mundo donde hay un fruto prohibido y que nuestras desgracias residan en estar dentro para conseguirlo, y nuestra felicidad en abstenemos de él? El mundo, a primera vista, parece hecho para el placer, y la visión de la Cruz de Cristo es un espectáculo solemne y penoso que interfiere con aquella apariencia. Puede ser. Pero, ¿por qué no sería, sin embargo, nuestro deber abstenemos del gozo, aun en el Edén? 

Digo nuevamente, que no es sino una visión superficial de las cosas, decir que esta vida está hecha para el placer y la felicidad. Para aquellos que miran bajo la superficie, la vida les relata un cuento bien diferente. La doctrina de la Cruz, después de todo, no hace sino enseñar, aunque con infinitamente más energía, la mismísima lección que este mundo enseña a aquellos que viven mucho tiempo en él, que tienen mucha experiencia de él, que lo conocen. El mundo es dulce a los labios, pero amargo al paladar. Agrada al principio, pero no al final. Aparece alegre por fuera, pero el mal y la miseria yacen ocultos dentro. Cuando un hombre ha pasado cierto número de años en él, clama como el predicador: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Eccles 1,1). Y no sólo eso, si él no tiene religión como guía, se verá forzado a ir más lejos y decir: “Todo es vanidad y vejación del espíritu”, todo es desilusión, todo es dolor, todo es pesar. Los dolorosos juicios de Dios sobre el pecado están ocultos en el mundo, y fuerzan al hombre a apesadumbrarse, lo quiera o no. De allí que la doctrina de la Cruz de Cristo no hace sino anticiparnos nuestra experiencia del mundo. Es verdad, nos manda dolernos por nuestros pecados en medio de todo lo que sonríe y reluce a nuestro alrededor, pero si no le prestamos atención seremos forzados al final a dolernos por ellos, sufriendo su tremendo castigo. Si no queremos reconocer que este mundo se ha hecho miserable por el pecado, a la vista de Aquel sobre quien fueron cargados nuestros pecados, lo experimentaremos miserable cuando esos pecados se vuelvan contra nosotros mismos. 

Se puede asegurar, luego, que la doctrina de la Cruz no está en la superficie del mundo. La superficialidad de las cosas es sólo brillante, y la Cruz de Cristo es penosa; es una doctrina escondida; yace bajo un velo; a primera vista nos espanta y estamos tentados de revelarnos contra ella. Como San Pedro, clamamos: “¡Lejos de Ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso! (Mt 16,22). No obstante, es doctrina verdadera, pues la verdad no está en la superficie de las cosas, sino en las profundidades. 

Y así como la doctrina de la Cruz, aún siendo la verdadera interpretación de este mundo, no está prominentemente manifestada en él, en la superficie, sino oculta, así también, cuando es recibida en el corazón fiel, habita en él como un principio viviente, pero profundo y escondido a la observación. Los hombres religiosos, en palabras de la Escritura, “viven de la fe en el Hijo de Dios, que los y se entregó por ellos” (Gal 2,20), pero no cuentan esto a todos los hombres; dejan a otros que lo encuentren como puedan. El propio mandamiento de Nuestro Señor a Sus discípulos era que, cuando ayunaran, debían “perfumar su cabeza y lavar su cara” (Mat 6,17). De este modo, no sólo están obligados a no realizar una ostentación, sino a contentarse con aparecer exteriormente diferentes a lo que realmente son internamente. Deben llevar una continencia jovial, y controlar y regular sus sentimientos, de manera que al no ser mostrados externamente, pudieran retirarse en lo profundo de sus corazones y vivir allí. De aquí que “Jesucristo, y éste crucificado” es, como dice el Apóstol, “una sabiduría escondida” (1 Cor 1,23-24), escondida en el mundo, que parece a primera vista hablar un lenguaje bien distinto, y oculta en el alma fiel, quien, para personas a distancia o casuales espectadores, parece estar viviendo una vida ordinaria, mientras realmente está en secreta y permanente comunión con El, que fue “manifestado en carne”, crucificado a través de la debilidad “justificado en el Espíritu, visto por los Ángeles y recibido en lo alto de la Gloria”. 

Siendo así, la grande y terrible doctrina de la Cruz de Cristo, que conmemoramos ahora, puede ser llamada adecuadamente en lenguaje figurado, el corazón de la religión. El corazón puede ser considerado como la sede de la vida. Es el principio del movimiento, calor y actividad. Desde él, la sangre va y viene a las extremidades del cuerpo. Es el que sostiene al hombre en sus fuerzas y facultades. Hace posible al cerebro pensar. Y cuando es tocado, el hombre muere. De manera semejante, la sagrada doctrina del Sacrificio Expiatorio de Cristo es el principio vital desde el cual vive el cristiano, y sin el cual el cristianismo no existe. Sin ella ninguna otra doctrina se puede sostener provechosamente. Creer en la divinidad de Cristo, o en Su humanidad, o en la Santísima Trinidad, o en el Juicio que vendrá, o en la resurrección de la muerte, es una creencia falsa, no es fe cristiana, a menos que recibamos también la doctrina del Sacrificio de Cristo. Por otro lado, recibirla presupone, además, la recepción de otras grandes verdades del Evangelio: implica la fe en la verdadera divinidad de Cristo, en Su verdadera encarnación y en el estado de pecado del hombre por naturaleza, y prepara el camino a la fe en el banquete de la sagrada Eucaristía, en el cual El, que fue una vez crucificado, es siempre dado a nuestras almas y cuerpos, verdaderamente, en su Cuerpo y en Su Sangre. Pero nuevamente, el corazón está escondido a la vista, está cuidadosa y seguramente guardado. No es como el ojo puesto en la frente, que comanda y ve todo. Y así, de manera semejante, la sagrada doctrina del Sacrificio Expiatorio no es algo para hablar de ello, sino para vivirlo. No es para ponerlo a la vista irreverentemente, sino para ser adorado secretamente. No es para ser usado como instrumento necesario en la conversión del impío, o para satisfacción de los razonadores de este mundo, sino para ser descubierto al dócil y obediente, a los niños jóvenes para quienes el mundo no se ha corrompido, al sufrido que necesita consuelo, al sincero y serio que necesita una regla de vida, al inocente que necesita ser avisado, y al religioso que ya lo conoce. 

Haré una observación más y luego concluiré No debe suponerse que porque la doctrina de la Cruz nos da tristeza, se sigue de allí que el Evangelio sea una religión triste. El salmista dice: “Los que siembran entre lágrimas cosecharán con alegría” (Sal 126,5), y Nuestro Señor dice: “Los que lloran serán consolados” (Mt 5,5). Que nadie se vaya con la impresión de que el Evangelio nos hace tener una visión tenebrosa del mundo y de la vida. Nos impide, sí, tener una visión superficial y hallar una alegría vana y transitoria en lo que vemos. Pero nos prohíbe gozar inmediatamente, sólo para garantizar el gozo en la verdad y en plenitud, más adelante. Sólo nos prohíbe comenzar por el gozo. Sólo dice: si tu comienzas con el placer, terminarás en el dolor. Nos manda comenzar con la Cruz de Cristo, y en esa Cruz encontramos pena al principio, pero en un momento, la paz y el consuelo aparecerán a partir de la pena. Esa Cruz nos llevará a la aflicción, al arrepentimiento, a la humillación, a la oración, al ayuno. Nos apenaremos por nuestros pecados, nos afligiremos con los sufrimientos de Cristo, pero todo este dolor resultará beneficioso, más aún, será sufrido en una alegría muchísimo más grande que la que da el mundo, aunque las atolondradas mentes mundanas crean y ridiculicen la idea, porque jamás han gustado de ella y consideran todo una mera cuestión de palabras que las personas religiosas piensan decente y apropiado usar y tratan de creérselo y llevar otros a creerlo, pero que ninguna realmente siente. 

Esto es lo que ellos piensan, pero Nuestro Señor dijo a Sus discípulos: “Ahora estáis tristes Yo os volveré a ver y vuestro corazón se alegrará, y ese gozo nadie os lo podrá quitar...” (Jn 16, 22). “La paz os dejo. Mi paz os doy, pero no como la da el mundo” (Jn 14, 27). Y San Pablo dice: “El hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios, son necedad para él y no puede conocerlas porque son discernibles espiritualmente”. “Ni el ojo vio ni el oído oyó ni han entrado en el corazón del hombre, las cosas que Dios ha preparado para aquellos que le aman” (2 Co 9,14). De aquí que la Cruz de Cristo, hablándonos tanto de nuestra redención como de Sus sufrimientos, nos hiera verdaderamente, pero son llagas tales que también nos curan. 

Por eso, asimismo, todo lo que es luminoso y bello, aun en la superficie de este mundo, aunque no tenga substancia y no pueda ser gozado apropiadamente por sí mismo, es, sin embargo, figura y promesa de aquel verdadero gozo que brota de la Expiación. Es una promesa de antemano, de lo que está por ser, una sombra que engendra esperanza porque la substancia viene después, pero no para ser tomada irreflexivamente en lugar de la substancia. Y es el modo usual que tiene Dios de tratarnos, enviándonos misericordiosamente la sombra antes que la substancia, para que podamos ser confortados en lo que vendrá, antes que llegue. De aquí que Nuestro Señor, antes de Su Pasión, entró a Jerusalén montado en triunfo, con las multitudes clamando Hosanna y sembrando su camino con palmas y vestimentas. Este fue un espectáculo vano y hueco, que no dio gozo al Señor. Era una sombra que no duraría, que pasaría rápidamente. No podía ser más que una sombra, pues la Pasión no había sido sufrida aún, y de ella resultaría Su verdadero triunfo. No podía entrar en Su Gloria antes de haber sufrido primero. No podía gozar en semejanza tal, sabiendo que era irreal. Aunque aquel primer triunfo sombrío era el agüero y el presagio de la verdadera victoria que vendría, cuando venciera la agudez de la muerte. Y nosotros conmemoramos este triunfo figurativo en el último domingo de Cuaresma, para alentarnos en el dolor de la semana siguiente, y recordar el verdadero gozo que viene con el Día de Pascua. Y también lo hacemos como consideración de este mundo, con todas sus alegrías y desilusiones No confiemos en él, no le demos nuestros corazones, no comencemos por él. Séanos permitido comenzar por la fe, comenzar con Cristo, comenzar con Su Cruz y la humillación hacia la que nos guía. Permítasenos primero ser atraídos hacia El, que es elevado, para que pueda, junto con El mismo, darnos libremente todas las cosas. Que podamos “buscar primero el Reino de Dios y su justicia” y luego todas aquellas cosas de este mundo “nos serán añadidas” (Mt 6,33). 

Sólo les será posible gozar verdaderamente de este mundo a aquellos que comiencen por el mundo invisible. Sólo podrán gozarlo quienes primero se hayan abstenido de él. Sólo podrán festejar verdaderamente el banquete los que primero hubieren ayunado. Sólo son capaces de usar de este mundo quienes han aprendido a no abusar de él. Sólo lo heredan lo que lo han tomado como una sombra del mundo venidero, y quienes por ese mundo venidero lo ceden.  

sábado, 22 de agosto de 2020

¿Quién decimos que es Él?



Evangelio según san Mateo 16, 13-20

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?» Ellos contestaron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.» Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.» Jesús le respondió: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.» Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías.



Si alguien pudiera demostrarme que la verdad está fuera de Cristo y que realmente Cristo está fuera de la verdad, preferiría estar con Cristo antes que con la verdad. 
                                                                                     Dostoievski


La trascendencia de lo que Jesús está preguntando se anuncia ya en el inicio de la escena, narrada por los tres evangelistas sinópticos. No se trata de una conversación como cualquier otra. En Lucas, Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos. La cuestión surge de la oración, de la comunión con el Padre, y se dirige al corazón de los discípulos, a nuestro corazón. En Mateo y Marcos van de camino, se dirigen a Cesarea de Filipo, que no es un lugar cualquiera. Jesús ha escogido bien el tiempo y el lugar de la Revelación que hoy nos ofrece, porque es "hoy" cuando quiere que le digamos Quién es Él para cada uno de nosotros. 

Los apóstoles ya le habían reconocido como Mesías, después de que manifestara Su poder contra los elementos, al apaciguar la tempestad. Pero la doble pregunta es planteada en un momento crítico, pues muchos discípulos han decidido no seguir, porque el camino les resulta demasiado duro e incomprensible. Son los que no han sido capaces de ver que solo Él tiene palabras de vida eterna. Además, han empezado a recrudecerse las hostilidades contra un Mesías incómodo para tantos. 

Cesarea de Filipo se encuentra a los pies del monte Hermón. Un lugar hermoso, refrescante, con ciervos, como canta el Salmo 42: “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo vendré, y me presentaré delante de Dios?”. Todo habla del Mesías anhelado, si estamos atentos a estas claves. Cesarea de Filipo está también muy cerca del Mar de Galilea En Isaías 9:1, leemos: “Mas no habrá siempre oscuridad para la que está ahora en angustia, tal como la aflicción que le vino en el tiempo que livianamente tocaron la primera vez a la tierra de Zabulón y a la tierra de Neftalí; pues al fin llenará de gloria el camino del mar, de aquel lado del Jordán, en Galilea de los gentiles.”

Después de que Pedro responda con espontaneidad y contundencia, en nombre de los doce, Jesús les pide que no lo digan, que guarden silencio para que sigan ahondando en sus corazones hasta llegar al sentido último de esta respuesta, y también para que asimilen el nuevo anuncio de la pasión y las condiciones para ser verdadero discípulo. Ahora, callad para que todo se cumpla; luego, hablad para que el mundo lo sepa. Los anuncios de su pasión y muerte son siempre privados, en la intimidad del grupo más cercano. 

Pedro ha manifestado el sentimiento de los apóstoles, madurado en esa íntima cercanía con el Maestro, pero solo después de la Pasión y de la venida del Paráclito, tendrán un conocimiento total y profundo de Quién es Él. www.viaamoris.blogspot.com

Jesús nos lleva a ahondar en nuestro propio corazón porque la experiencia del encuentro con Él es personal; de ahí que la pregunta vaya de lo exterior a lo interior. De la respuesta que demos, depende cómo sigamos el camino de discípulo, con qué entusiasmo, con qué compromiso. En la segunda parte de este Evangelio, pone todas las cartas sobre la mesa para que el que decida seguirle sepa a qué se enfrenta.

Él no deja de interpelarnos: ¿Quién decís que soy? ¿Permanecéis en mí y mis palabras en vosotros? (Juan 15, 7) ¿Os sentís tan unidos a mí que vuestra tristeza se convierte en alegría? (Juan 16, 20) ¿Lográis recordar, en las luchas, que Yo he vencido al mundo? (Juan 16, 33).

Mirar a Jesucristo, contemplar su vida, escuchar su enseñanza, asistir a su sacrificio supremo, es la mejor vía para llegar a comprender qué es el reino de los cielos en la tierra. Porque en Él confluyen todos los caminos que hasta su nacimiento querían llegar hasta Dios. Y ya no es que Él sea un atajo, bien claro lo dijo: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Lo anterior a Jesucristo es promesa, anuncio; lo posterior es incorporación, unión con Él. Y el que se une a Cristo, se consagra a su seguimiento, vive ya en al reino de los cielos. Siendo uno con Él, lo que Él realizó nos pertenece, forma parte de nuestra nueva naturaleza. 

Poco después, como respuesta a la confesión de fe de Pedro en nombre de todos los apóstoles, tres de ellos: el mismo Pedro, Juan y Santiago, serán testigos de la gloria de Jesús en el Tabor, que prefigura la luz pascual de la Resurrección.


                                          Ven, Señor, Jesús, Hermana Glenda


RESPONDE EL CORAZÓN

La gente dice que eres un gran profeta, como Juan el Bautista, como Elías, como los más grandes de la antigüedad. Algunos creen que eres un avatar, como Buda o Mahoma, o como Zaratustra. Hay quien afirma que eres el mismo Moisés retornado a la vida. Un hombre bueno, el mejor, dicen los solidarios. Un sabio, los que ni siquiera se acercan a tu Palabra de Verdad y Vida. Otros opinan que eres un terapeuta, un mago, un hechicero. Un chamán, por lo del barro y la saliva, dicen los naturistas. El primer socialista, el verdadero. Un loco, un exaltado, un chivo expiatorio, un pobre fracasado. Un arquetipo, un símbolo sublime, un ideal. Alguno hasta sostiene que vienes de un planeta de seres avanzados. Y se agotan sus libros, va por veinte ediciones, en las librerías-best seller de los hipermercados. Un maestro ascendido, para los seguidores de la nueva era de Acuario, que está por suceder a la de Piscis. Un revolucionario incomprendido, un gran líder, al final desencantado. Un hombre, en definitiva, más íntegro y sincero, eso sí, pero solo uno más, con lo mismo de hombre y lo mismo de Dios que tiene cada hijo de vecino. Un predicador que arriesgó demasiado, porque era bueno y generoso. 

Y nosotros, ¿quién decimos que eres? Dejadme hablar a mí en nombre de todos, compañeros, dejadme hablar a mí, aunque todos sepamos la respuesta que hemos de manifestar para que el corazón la vaya haciendo carne y sangre, cruz y luz para los doce. Dejadme, hermanos, ser el más decidido esta vez, para que cuando toque ser cobarde no me muera de pena. Dejadme abrir el corazón en público para la posteridad; este corazón apasionado, que sabe y siente lo mismo que vosotros, porque nos alimentamos de la misma Luz y del mismo Pan: Aquel cuya Palabra basta para sanarnos, la fuente del amor. 

Tú lo sabes todo, pero para los nuevos y para los escépticos, diremos en voz alta que Tú eres el Mesías, el Cristo, el Hijo de Dios vivo. El Verbo, que vino a su casa y los suyos no lo recibieron. El rostro de Yahvé sobre la tierra, el resplandor más cierto de Su luz. Sol de Justicia, Rey de reyes, Príncipe de la Paz, fuerza para seguir amando hasta el final. Verdadero Dios y verdadero Hombre. Nuestro padre (Jn 13, 33), nuestro hermano (Jn 20, 17), y nuestro esposo (Mt 9, 15). Alfa y omega, principio y fin (Ap 21,6). Piedra angular (Ef 2, 20), nuestro juez (Jn 5, 22) y nuestro abogado (1 Jn 2, 1). Sol invicto, la misericordiosa mirada del Padre en los ojos del hombre, para que nos miremos en Ti y un día, Dios lo quiera, Tú lo quieras, nos veamos en Ti. El hijo de David y el Señor de David, sublime paradoja, como todas las Tuyas, para que comprendamos. El que nos acompaña cada día; Camino, Verdad, y Vida. El Nombre que quisiera que pronuncien mis labios cuando llegue la hora. El amor derramado por un Dios que es amor, el nuevo Adán para levantarnos: amor crucificado por amor, amor resucitado por amor. Aquel que en un sepulcro nuevo y prestado fue estrenando, durante apenas tres días, todas las sepulturas que por Ti serán solo refugio pasajero, antes de la vida eterna que nos has regalado. Porque Tú eres el que era, el que es, el que viene (Ap 1, 8), el que sentado en el trono dice: “He aquí que hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5).


                                                   

viernes, 14 de agosto de 2020

La Asunción de María, nuestra esperanza

 

Evangelio según san Lucas 1, 39-56

En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.» María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. El hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia –como lo había prometido a nuestros padres– en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.» María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.

La Asunción de la Virgen María, Murillo


Aunque las estrellas del cielo se convirtiesen en lenguas, y las arenas del mar en palabras, no se llegaría nunca a expresar por completo la dignidad de María.
                                                                                                        Santo Tomás de Villanueva

Celebramos la Asunción de la Santísima Virgen María a los Cielos, en cuerpo y alma: la primera vez que llega la Divina Voluntad triunfante al Cielo en una criatura. Jesús hizo el camino descendente al vientre de mujer. La mujer hace el camino ascendente al seno del Padre, al Cielo, a la Vida. Es por eso, como le explica Jesús a Luisa Piccarreta, la gran Fiesta de la Divina Voluntad. Tan importante para nuestra esperanza como la Pascua de Resurrección, o más... Asunción: hacia (a) el sol (sun). Hacia el Sol de Sion, que es Cristo, el Cielo de Su Humanidad, previo al Cielo de la Divinidad, donde Dios será todo en todos. 

La alegría de la Asunción nace de sentirnos habitados por el Señor. Más que habitados, fundidos con Él, que nos va transfigurando, aligerando, elevando. Porque la grandeza de María consiste en que ha dejado que Dios sea grande en ella. Dios nos ha dado la victoria sobre la muerte por Jesucristo, para liberarnos y para que vivamos ya vida de resucitados. Porque también quiere ser grande en nosotros. 

“Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”. Bienaventurados, dichosos, benditos si miramos y escuchamos al Verbo, si nos abrimos a Él hasta el punto de que sea Él quien viva en cada uno. Contemplamos la Asunción, la Pascua de María, su paso del estado de vida terrena a la vida en Dios. Es el culmen de la liberación y nos permite intuir la obra de reunificación interior, que Dios quiere hacer en cada criatura para devolverle la coherencia y fundirla con la Verdad y el Amor. 

María Santísima es hija, madre, esposa de la Verdad y del Amor, y quiere que lo seamos también. Dejemos de caminar cabizbajos, arrastrando los pies, encorvándonos hacia la tierra. Dejémonos elevar con María, unificados en la Vida de Dios que es nuestra Vida.

No tienes que salvar tu alma, eso ya lo hizo Cristo por ti. Tienes que pisar la cabeza de la serpiente con la Virgen-Madre, para, como ella, elevarte y ascender. Ella, que aparentemente no hizo nada más que decir sí, contemplar y acompañar, lo hizo todo, porque se dejó hacer desde el inicio hasta el final, que es el verdadero comienzo. Cuando en la película de tu vida esté próximo el “The End”, recuerda que es el anuncio de la Vida verdadera.

Antes de que llegue ese momento, vivamos ya aquí vida de Cielo. Sal de ti mismo; como Abraham, deja tu “tierra”, ponte en camino, con ligereza, despegándote poco a poco del suelo, ascendiendo ya, elevándote de amor y disponibilidad. 

El Magnificat expresa por qué María fue asunta al Cielo: humilde y valiente, desapegada, confiada, pura alabanza a Dios. Se anuló, no cargó con ningún peso, ningún lastre, solo miraba a Dios y, por Él, a las necesidades de los demás. “No les queda vino”; no veía sus propias carencias, no pedía nada para sí. “Haced lo que él os diga”; se une a la Palabra y la Palabra hace en ella todo y la eleva.  www.viaamoris.blogspot.com  

El Magnificat expresa esa recapitulación que está en el centro del Plan de Dios, de su obra sobre nuestro barro: la glorificación del ser humano. Dejemos la miseria, la angustia, las limitaciones en manos de Dios, para mirarle solo a Él. Lo que sobra, lo que no puede ser asumido en Él, irá cayendo, como hojarasca que el viento barre. 

Sal de tu casa y de tu tierra, porque tu Señor quiere darte otra casa y otra tierra, tu herencia, tu fortuna. Como Abraham, lo doy todo, hasta lo más querido, y Jesús me hace ver que Él ya se ha sacrificado por mí y, a cambio de mi entrega, me promete Su victoria.

                                     Diálogos Divinos, La Fiesta de la Divina Voluntad