Gratis habéis recibido, dad gratis. Mateo, 10, 8










sábado, 16 de mayo de 2015

Ascensión. El triunfo de la libertad


Evangelio de Marcos 16, 15-20

En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán los demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, tomarán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos. El Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos fueron y proclamaron el evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban.

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La Ascensión de Jesucristo, Giotto

                                         
Gozamos ya de la resurrección como seres de la nueva creación, habiendo pisoteado con y por Cristo la muerte y el pecado.
Matta el Meskin


Con la Ascensión, Jesucristo cumple el ciclo de ida y vuelta al Padre. La cortina de la carne ya no le aprisiona; ha vencido los condicionamientos materiales.

Él ha prometido no dejarnos solos y enviarnos el Espíritu. Falta nos hace, porque ahora nos toca caminar sin verle ni escucharle con los ojos y los oídos del cuerpo. Es la fe la que nos da la certeza de que sigue a nuestro lado, invisible aunque realmente presente.

           ¿Cómo no creer que se ha quedado con nosotros para siempre, sacramentalmente y en nuestros corazones, Aquel que por amor se convirtió en el “gusano” de Dios (Is 41, 14; Sal 22, 7), y bajó a los infiernos para liberarnos del pecado y abrirnos las puertas de la eternidad?

           “Eclipse de Dios”, preciosa metáfora de Benedicto XVI; así son nuestras vidas casi siempre. Y así debió de ser, infinitamente más profundo y desgarrador, el eclipse de Dios que vivió Jesús, para que con el nuevo sol llegara la luz a todos los confines del universo.

Él ya nos atrajo hacia Sí cuando fue elevado sobre la tierra (Jn 12, 32), por eso nuestro destino es ascender. Para seguirlo en la ascensión, tenemos que recorrer primero el camino de humildad que Él recorrió durante su vida terrenal.

Cristo nos atrae hacia Sí, no ya desde la Ascensión, sino desde el mismo momento en que esta comienza, que es en la Cruz.

           La ascensión a la que Él nos llama es el triunfo de la libertad. Por eso, para elevarnos hacia Él, tenemos que desprendernos del lastre, de todo lo que encadena y tira hacia abajo: las pasiones, los apegos, el egoísmo…, ir acostumbrándonos a ese Reino de lo sutil donde todo es perfecto en su transparencia, en su vertical ligereza, en ese anhelo de seguir ascendiendo hacia planos cada vez más sublimes de conciencia, de comunión con Cristo.

La plenitud de la gloria no acompañó a Jesús antes de la Pasión, pues su condición humana le mantuvo en un cierto alejamiento temporal del Padre, aunque nunca dejó de ser Uno con Él, gracias a su naturaleza divina. ¿Cómo, entonces, podríamos nosotros, pobres criaturas limitadas, ser ya pura luz, puro Ser, pura gloria, como algunos pretenden?

Cabodevilla nos ayuda a adentrarnos en estos Misterios: “Cristo llegó a ser centro del mundo solo después de haber terminado su sacrificio, “pacificando por la sangre de su cruz todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo.” (Col 1, 20). Ahora bien, este sacrificio suyo lo llevó a cabo en carne humana mortal. Mientras no lo hubo consumado, hallábase abatido por debajo de los ángeles (Heb. 2,7), capaz de ser consolado por ellos (Lc 22, 43); solo después de resucitar “fue constituido mayor que los ángeles.” (Heb. 1, 4)”

           Porque por nosotros mismos no podemos elevarnos. Jesucristo, que en el momento de su muerte portaba en su carne a la humanidad entera, al ascender se lleva como “trofeo” la carne humana glorificada.

Eso es lo que ganó para nosotros con su Muerte–Resurrección–Ascensión. Así lo resume San Ambrosio: “Bajó Dios, subió hombre”. Y San Zenón: “Bajó purus del cielo, entra en el cielo carnatus.” Se lleva el cuerpo, la carne humana que recibió de María, más que transfigurada e incorruptible, plenamente glorificada. Y llevándose su cuerpo, prefigura la elevación de los nuestros, llamados a la incorruptibilidad.

El pasaje que hoy contemplamos de Mateo es mucho más sobrio al mencionar la ascensión que el relato de Hechos de los Apóstoles 1, 1-11, que también leemos hoy y que es una escenificación que elabora Lucas para que entendamos. También en su Evangelio, Lucas 24, 46-53, como en otras muchas escenas del Nuevo Testamento, se incluyen símbolos y alegorías, formas de expresar o de intentar explicar lo inexplicable. Lo esencial no es la forma en la que sucedió la Ascensión, el regreso de Jesucristo al Padre, sino su realidad ontológica.

Y es que Jesús, que nunca perteneció a este mundo, después de resucitar está libre de los condicionamientos de la carne y ya no vive en las coordenadas espacio-temporales que conocemos. Si con la encarnación descendió, humillándose, con la resurrección asciende, es glorificado.

San Bernardo señala tres niveles en el descendimiento: la encarnación, la cruz y la muerte; y tres en el regreso al Padre: resurrección, ascensión y asentamiento a la derecha del Padre (Mc 16, 19). Nuevo símbolo, pues el Padre no tiene derecha ni izquierda.

En su vida terrena Jesús era verdadero Dios, además de verdadero hombre, pero el velo de la carne con sus limitaciones le mantenía en cierto modo alejado de su verdadera gloria. Y en su glorificación definitiva, Jesucristo nos otorga el don supremo, nos abre las puertas a nuestra propia glorificación, pues, ascendiendo como verdadero Dios y verdadero hombre, ensalza la naturaleza humana y hace posible la promesa de nuestra inmortalidad.

El Hijo se une al Padre y, a la vez, maravilla del Misterio, se queda con nosotros como prometió. Hace de nuestros corazones su morada, si queremos hospedar a tan adorable Huésped. No se va, se queda con nosotros, presencia invisible, en la Eucaristía y en nuestro interior.

Está en el Padre, está en la Eucaristía, está en mi corazón… Es ahora cuando el verbo “estar” sobra o, mejor dicho, se queda corto. ¡Es en el Padre, y en la Eucaristía, y en mi corazón! Ya no tenemos que mirar alelados el cielo por el que lo hemos visto alejarse o nos han dicho que se ha alejado. Hagamos caso a los ángeles y reanudemos el camino con alegría, porque Él no se ha ido, no se ha alejado, sigue siendo plenamente, en el Padre, en la Eucaristía, en ti, en mí.

Puede ser difícil vivir estas verdades si no se comprende, y se interioriza, que hay dos formas de existencia.

La del mundo, del que, por Cristo, ya no somos, que es la que nos resulta familiar. Está condicionada por el espacio, con sus tres dimensiones, limitadas y concretas, y el tiempo, con su discurrir inexorable, ante el que nos sentimos indefensos, vencidos de antemano. Me refiero al tiempo cronológico, pues hay muchas otras dimensiones del tiempo que no nos encarcelan –al contrario– y de las que hablaremos otro día.

La segunda forma de existencia, el nuevo mundo al que estamos llamados, en el que ya somos, aunque no nos demos cuenta, es la verdadera realidad, la dimensión eterna que nos corresponde, a la que Cristo asciende, ya en plenitud, sin por ello dejarnos. Porque es una realidad que se trenza con la otra, la de lo aparente, lo material, y lo sublima, espíritu y materia, trascendencia e inmanencia, Unidad, al fin.

Unidos a Él, ya estamos en el cielo, en la gloria, en el siglo venidero, aunque aún no nos hayamos despojado de los velos, a veces tan tupidos, de la carne. .

El viejo hombre y el viejo mundo han pasado; la nueva creación nos reclama. Vivamos ya la nueva vida de resucitados; hombres nuevos, capaces de ser testigos de Jesucristo y de llevar a cabo la misión que Él mismo nos ha encomendado: guardar, enseñar, compartir Su Palabra. Porque Aquel que tiene pleno poder en el cielo y en la tierra está con nosotros y Es en nosotros, todos los días hasta el fin del mundo.       

 
                                                    Ascensión, Oratorio, J. S. Bach


sábado, 9 de mayo de 2015

La alegría de volver

 
Evangelio de Juan 15, 9-17
 
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a la plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros”.
 
 
jesus sonriente en pelicula pasion
                                               Fotograma de La Pasión, de Mel Gibson
 
 
        La alegría es una necesidad y una fuerza para nosotros, también psíquicamente. Una hermana que cultiva el espíritu de alegría siente menos la fatiga y está cada día dispuesta a hacer el bien. Una hermana rebosante de alegría predica sin predicar. Una hermana alegre es como el rayo de sol del amor de Dios, la esperanza de la alegría eterna, la llama de un amor ardiente.
        La alegría es una de las mejores garantías contra la tentación. El diablo es portador de temor y barro, toda ocasión para lanzárnoslo es buena para él. Un corazón alegre sabe cómo se ha de proteger.
                                                                                                             Teresa de Calcuta



         Según la cronología hinduista, estamos en Kali Yuga, era de luchas e hipocresía, era de perdición, lo más alejado a la Edad de Oro.

          En cambio, en la Perspectiva universal del desdoblamiento de los tiempos y la Lógica global convergente, que tanto me inspiran y cito a menudo, estamos en el cierre de una apertura temporal, donde queda en evidencia como nunca el camino estrecho, el ojo de aguja, la única opción posible que es volver a Casa, hijos pródigos que somos.
 
         Es lo que se conoce como "los últimos tiempos", en los que los cristianos esperamos la segunda venida de Nuestro Señor. Aunque Él no deja de venir cada día, en cada circunstancia, cada encuentro, cada instante si estamos despiertos, esas venidas intermedias que dan sentido a nuestra vida y nos sostienen. Porque Él sigue estando con nosotros, fiel a su promesa.
 
          El planeta nos avisa con desastres naturales de que hemos ido demasiado lejos por ambición y soberbia. La sociedad está llegando a límites nunca conocidos de crispación y egoísmo. El sistema económico se hunde. Hay cada vez más zombis y menos hombres y mujeres íntegros. Los mensajes apocalípticos se propagan por doquier.... Son los efectos del sueño dentro del Sueño.

          Pero nada es bueno mi malo, todo tiene sentido a la luz de esa elección que es regresar a lo que somos, la esencia original de Hijos que Jesús nos restauró.
 
          Nunca como hoy hemos de ser valientes y decididos, coherentes, despiertos, reales. Pero esta actitud no debe llevarnos a vivir con miedo o aprensión. Como dice la Beata Teresa de Calcuta, es el diablo el que nos envía barro, temor y amenazas, para separarnos de la alegría de los hijos de Dios. Y es que la esencia del diablo es la separación.

           Un verdadero cristiano, que ha experimentado en su corazón la comunión con Jesucristo, no puede someterse al miedo ni dejarse amedrentar. El cristiano vive alegre y confiado, sin dejar de velar, pues no sabemos el día ni la hora. Velar, vigilar, estar atentos, sin temer ni cerrarse ni esconderse, sin dejar de amar. Donde hay amor no hay miedo. Valientes, decididos y seguros, avanzando juntos en el camino de regreso.
          
          Que nada ni nadie nos arrebate nuestra alegría, la que Jesús nos confió; porque nada ni nadie, como dice San Pablo, puede separarnos de Él, que es también nuestro amor, nuestra libertad, nuestra esperanza, el único capaz de hacerlo todo nuevo y guiarnos de regreso a la Casa del Padre.

          "Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni otras fuerzas sobrenaturales, ni lo presente, ni lo futuro, ni poderes de cualquier clase, ni lo de arriba, ni lo de abajo, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro." (Rom, 8, 38-39)


                                          
                                           ¿Quién te separará de mí? Hermana Glenda
 

sábado, 2 de mayo de 2015

Ser Uno

 
Evangelio de Juan 15, 1-8

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo poda para que dé más fruto. Vosotros estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí, lo tiran fuera, como al sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseéis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.
 

Domingo V de Pascua. (La Vid y los sarmientos". Seminario latino Beit Jalade de Jerusalén (s. XX))
 

 
La perfección se llama Jesucristo; el camino de la perfección es Jesucristo; la fuerza para seguir este camino es Jesucristo. Singular unidad, innombrable multiplicidad, sueño inconcebible, realidad indestructible. He aquí el objetivo del Universo, he ahí el propósito de mi existencia.
           Paul Sédir
 
 
El cristianismo es una Persona, un hombre que también es Dios y quiere que nos unamos a Él. En Jesús hallamos la perfecta expresión de esa unidad a la que estamos llamados, ya que, al hacernos miembros del Cuerpo Místico de Cristo, podemos participar de la unión divina.
 
Por nuestra incorporación a Cristo, alcanzamos nuestra verdadera esencia e identidad en Aquel que se ha hecho uno de nosotros para que nosotros seamos uno con Él y con el Padre. Porque la vocación original y definitiva del hombre es la unidad con el Único.
 
Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios, dice San Atanasio. Él ya nos atrajo hacia Sí, por eso nuestro destino es ascender, como Él ascendió. De ahí la flaqueza de que se gloría S. Pablo (2 Cor 12, 10). Aunque sin Jesucristo no podemos nada, con Él lo podemos todo. A través de Él, vamos llegando a niveles más sutiles de comunión con Dios, trascendiendo formas, nombres e impresiones sensoriales.
 
Jesús es nuestro guía hacia la más íntima fusión con la propia esencia de la divinidad. De Su mano, sin perder Su presencia serena y protectora; junto a Él, enamorado de cada alma individual, hacia la Unidad.
 
Qué diferente el cristianismo de esas religiones en las que la meta es la disolución en lo Absoluto. Hubo un tiempo en que anhelé ese destino: disolverme, acabar, fundirme en el Todo, dejar de ser… Hasta que me enamoré definitivamente de Jesucristo y descubrí que con Él no nos disolvemos ni desaparecemos, no perdemos la individualidad que Él ama y con la que Le amamos; solo abandonamos el hombre y la mujer viejos, incapaces de amar, que ya no somos, para ser de verdad y amar de verdad.
 
Con Él y por Él puedo llegar al centro mismo del Ser, sin disolverme, sin perdernos el uno al otro ni desaparecer. No se trata de un apego a la propia individualidad, que sería más fruto del ego que del amor, sino, precisamente, de la voluntad de seguir amando de Aquel que salió de Sí para encontrarse conmigo, y contigo.

Por eso podemos escuchar a Jesús hablar de “Su mano” y de “la mano” del Padre (Jn 10, 27-30), sin que nos parezca una contradicción con esa meta de Unidad inefable a la que nos dirigimos. Alguno puede pensar, tal vez con cierta condescendencia, que eso quiere decir que aún nos aferramos a los niveles de comprensión inferiores, que necesitan dar forma humana al Padre para asimilarlo a nuestros parámetros mentales. Sí y no. Sí y más, mucho más. Porque en Jesucristo cabe todo, vertical e infinito, lo limitado y lo ilimitado, lo material y lo espiritual, lo denso y lo sutil, la multiplicidad y la unidad, lo personal y lo transpersonal, todo, ascendido y trascendido, glorificado en Él y con Él.
 
El verdadero no-dualismo, el que no cae en un dualismo más limitador, no rechaza ni pretende superar nada, porque integra todo, es todo. Los niveles más elementales de comprensión quedan así incluidos en los más elevados niveles de conciencia. El Niño Jesús del pesebre es compatible con el Verbo increado; realidad histórica y, a la vez, símbolo y realidad metafísica.
 
Solo en este conocimiento esencial que nos brinda el corazón, pasando por encima de la mente y sus límites, podemos asumir los Misterios, inalcanzables por el intelecto, como el de la Santísima Trinidad: tres Personas y un solo Dios.
 
De la mano de Jesucristo, estamos llamados a ser Uno con el Único Ser divino, sin dejar de ser individuos. Ola y mar, gota y océano, Vid y sarmiento, Luz de Luz y luz individualizada (de in-diviso). Estaremos, estamos, en Dios, sin dejar de ser nosotros.
 
Jesús, que está a la derecha del Padre, está también en el corazón del hombre, porque ha querido acompañarnos hasta el fin de los tiempos. Dios habita en nosotros para ser Uno con cada hombre, con cada mujer, en un abrazo universal que no excluye a nadie. Ya no se trata de pertenecer o no al pueblo escogido, ni siquiera se trata de ser "buenos", sino de vivir esta Presencia interior inefable, conscientes de cómo nos va transformando, hasta que nos incorporemos –qué preciosa palabra, in-corpore-mos– totalmente en Él. 
 
Él se encarnó por nosotros, pero ya antes era y, después de subir al Padre, siguió siendo. Nos llama a nosotros a esa vida de plenitud luminosa que integra las otras, las de las formas, los nombres y la temporalidad. Pero si nos quedamos en lo temporal, bloqueados en ello, no llegaremos a lo más sutil, lo más sublime, lo absolutamente perfecto.
 
“Yo y mi Padre somos uno” (Jn 10, 30); es todo lo que hemos de comprender y también lo que hemos de experimentar en esta “gran tribulación” donde nos vamos acrisolando. Para poder decir, sentir, vivir que el Padre es uno con nosotros, tenemos antes que soltar todo lo que no somos, y esto no suele resultar tan fácil como puede parecer. A veces cuesta sangre, sudor y lágrimas; esas lágrimas que Él enjugará, cuando alcancemos las fuentes de agua viva a las que nos guía (Ap. 7, 9, 17).
 
 

                                              Permaneceremos en Ti, Salomé Arricibita
 

Hace un año, mientras reflexionaba sobre este fragmento del Evangelio de Juan, buscando un apunte en mi agenda, encontré unas líneas que escribí una mañana, nada más despertar. Y así lo compartí en www.viaamoris.blogspot.com

OTRO DON

Esta noche he tenido un sueño que me ha hecho comprender de forma viviente lo que es el Pan de Vida y también el Cuerpo de Cristo. Me he sentido totalmente parte de Él, una con Él y con el resto de Sus miembros. Respirando Su aire, alimentándome de una misma sangre que se me representaba transparente, como una savia muy sutil. ¡Y estaba dando flores! Unas flores raras, con pétalos blancos y azules, alguno violeta. El gozo que sentía, la paz que me embargaba, la confianza que se respiraba en aquel no-lugar idílico no los había sentido nunca. Tuve la certeza de estar donde debía estar, por siempre y para siempre; donde, en realidad, ya estoy, ya estamos si queremos. Y también sé que puedo revivir esos momentos de Comunión absoluta, de plenitud y alegría. Cada vez que me sienta desfallecer en este mundo del que no soy, conectaré con la verdadera realidad, a la que pertenezco, volveré a alimentarme de Vida eterna y sentiré cómo, a través de mí, se alimentan y vivifican todos los que han hecho posible que yo esté aquí, firmemente injertada en el Cuerpo de Cristo, dando flores y frutos en sazón.