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jueves, 24 de marzo de 2016

Crucificados con Cristo


Tomaron a Jesús, y cargando él mismo con la cruz, salió al sitio llamado "de la Calavera" (que en hebreo se dice Gólgota), donde lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado, y en medio, Jesús. Y Pilato escribió un letrero y lo puso encima de la cruz; en él estaba escrito: "Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos".
                                                                                                           Juan 19, 16-19



                             Crucifixión de Jesucristo, El Greco


Pues por la ley yo he muerto a la ley, viviendo para Dios. Estoy crucificado con Cristo. Y vivo, ya no yo, sino que Cristo vive en mí.
                                                                                                    Gálatas 2, 19-20



Jesús estará en la agonía hasta el fin del mundo: no cabe dormir durante todo este tiempo.    
                                                                                                       Blaise Pascal


           "Mirad el Árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la Salvación del mundo. ¡Venid a adorarlo!" Es la antífona que se repite hoy. Nos invita a contemplar de nuevo la unión de cielo y tierra, arriba y abajo, interior y exterior; todas las antinomias, dualidades y distorsiones asumidas y resueltas en la Cruz, donde se gesta el triunfo de la Resurrección.
            Porque Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios, que se inmola a Sí mismo a través de Su Hijo en un Sacrificio irrepetible, donde Él es a la vez víctima inocente e inmortal, sacerdote todopoderoso, altar perpetuo y fuego puro.
            Si miramos el Misterio del Gólgota y la Resurrección con los ojos del corazón, descubrimos que el Reino de Dios es Jesucristo. Dice Ivo Le Loup que el único modo de poder imaginar lo que puede llegar a ser la vida en ese Reino es mirar lo que Él ha hecho aquí abajo.
            Si la Encarnación es ya un acto de amor infinito de Dios hacia el hombre, su Sacrificio y su Resurrección son la plenitud de ese amor, algo tan inconcebible que la mente se rinde y se retira.


POR LA CRUZ A LA LUZ

En ese cuerpo muerto está la Vida,
y no es una metáfora o un símbolo.
Figura y símbolo era la serpiente
de bronce, salud para el que la miraba.
Y aquí no hay curación, hay mucho más;
un infinito más: la Salvación,
Luz inmortal, corriendo por sus venas  
eternamente nuevas, Luz de Luz.

Mira a Cristo en la cruz, es lo que toca
representar ahora en este drama
que hemos creado desde la caída
en el sueño del sueño. Qué estridente
despertador hemos necesitado. Él lo sabía
y vino a hacerse hermano,
a hacerse tú, a hacerse yo,
en un vientre escogido de doncella inmaculada.

Pero ahora toca sombra, cadáver vertical
de Dios suspendido en un madero,
abrazo mudo y sordo al universo,
con esos brazos yertos,
con ese rigor mortis divino que ha cubierto
la tierra de tiniebla, el alma
de miedo, desamparo y soledad…

Es lo que toca...
Si te quieres creer que el tiempo puede
vencer la eternidad, que el tiempo vence
con su estela de muerte y destrucción,
mira el cadáver, quédate en ese rostro inexpresivo,
rígido, seco, máscara
de silencio endurecido,
con el nunca jamás en cada rasgo,
con el nunca jamás
de todos los que han muerto y morirán.

Pero acaso has conocido de este drama
lo que sé, lo que tantos van sabiendo,
pues nos lo han enseñado desde arriba.
Tal vez has visto o intuido la tramoya,
y miras el cadáver y sabes que es tan solo
lo que toca que veas, lo que cambia
mirada y universo, los transforma
desde la raíz, y el nunca más se desvanece,
como sombra que es, ante la luz.

Que el muerto está a la vez resucitado,
que su cuerpo glorioso está debajo
del cadáver sombrío, de la mueca
de fúnebre agonía que tienen los cadáveres
en este valle de lágrimas,
valle de crear almas, que decía el poeta.

Porque hay otras lágrimas, las buenas,
que manan de la Fuente
y se deslizan suaves, dando Vida.
Hay otras lágrimas que no deforman
el rostro en gesto de dolor,
lo expanden, comunión
de las aguas, y unen lo que el drama
de la vida fingió separar, simulacro de ausencias,
sombras mudas moviéndose indecisas,
autómatas sin alma, olvido de la Esencia,
la cueva de Platón.

Pero la cruz… hermosa o tremenda…
¿Es muerte o gloria?
¿Es patíbulo o es trono?
¿Tiniebla o resplandor?
Dime qué miro,
qué he de mirar en ella,
que es lo que Tú quieres que vea.

Mira al Resucitado en el cadáver,
contempla ya su gloria en ese cuerpo
inmóvil y callado.
Verás que en ese muerto está la Vida
y esa cruz ensangrentada es más bella
que los cedros del Líbano,
más hermoso su perfil de sombra 
que los árboles de oro de las Hespérides.

El que vino a mostrarnos el regreso
al Árbol de la Vida muere en un árbol falso,
dos maderos en cruz para hacerse patíbulo.
El que vino a salvarnos de la muerte
cuelga muerto, con la expresión tremenda
de todos los cadáveres,
en un árbol de una sola rama
de donde cae, gota a gota,
hasta la tierra, la sangre
del Único fruto,
la sangre
de Dios,
gota
a
g
o
t
a
.

Qué espantoso final, qué asombroso comienzo...
Que al principio era el Verbo,
y el Verbo es anterior y posterior,
el Verbo es todo,
siempre,
y más que siempre,
eternidad,
inmune a la muerte y sus secuaces.

Mira otra vez la escena con los ojos
que han creado los ojos,
mírala bien, hasta que veas
sobre la cruz, la Cruz de Luz.

Mensaje recibido,
me quedo en la mirada vertical,
ese centro de vida donde Soy.
Se acabaron los “qué”, comienza el “cómo”.

Ni lo que veo, ni lo que quieres que vea,
es cómo veo, si mira la Luz
donde nace la Cruz, con su peso de estrella,
rayo de Amor en vertical descenso,
el Árbol de la Vida
gravitando y suspendido,
inspirando cuando baja,
aspirando en la subida al mismo tiempo,
gloria desdibujando lo fatal,
hermosura antigua y nueva
devolviendo la tersura
a este viejo secarral de confusión y miedo.

Por la cruz a la Luz, 
en espiral de Amor. 
Dios muerto, Dios resucitado,
dibujando el retorno
con signo de infinito vertical.
Torsión bendita, camino de vuelta,
borrando distorsiones,
uniendo los extremos
en un lazo sagrado.
Tor–Sión, volvemos a Sión.


                                        La Pasión según San Mateo, J. S. Bach. Coro final

sábado, 12 de marzo de 2016

Palabras en la arena


Evangelio de Juan 8, 1-11

En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La Ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?” Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?” Ella contestó: “Ninguno, Señor”. Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”. 


Imagen relacionada
Jesús y la adúltera, Rocco Marconi


PONDRÉ MI LEY EN SU INTERIOR Y LA ESCRIBIRÉ EN SU CORAZÓN. Jer 31, 32

Si una joven, desposada con un hombre, es hallada en la ciudad cuando yace con otro hombre, los llevaréis a los dos a las puertas de la ciudad y los apedrearéis hasta matarlos: a la joven, por no haber gritado; al hombre por haber deshonrado a la mujer de su prójimo.
Dt 22, 23-24

Uno solo es el legislador y el juez, que puede salvar y perder. Pero tú, ¿quién eres para juzgar a tu prójimo? 
Sant 4, 12

¿Qué ha sucedido entre estas dos citas, la primera, del Deuteronomio, Antiguo Testamento, y, la segunda, de la carta de Santiago, Nuevo Testamento? Ha sucedido todo: Jesús, el Hijo de Dios, treinta y tres años en el mundo y eternamente en lo Real, desde antes de los tiempos y para siempre.

            Los escribas y fariseos, mezquinos y capciosos, intentan una vez más una encerrona dialéctica contra Jesús. Se apoyan en las leyes judías, que condenan a la mujer y salvan al hombre, cuando el pecado es el mismo. El hombre casado no podía tener relaciones con mujeres casadas, pero sí con solteras y viudas. La mujer casada sorprendida en adulterio era siempre condenada a muerte, lo hiciera con un casado o con un soltero o viudo.
Jesús no tiene que contradecir a Moisés para hacer triunfar la verdadera justicia, basada en el perdón y la misericordia. Es su presencia la que convierte a los acusadores en acusados. No le hace falta un discurso elocuente y prolijo al que es la Palabra. Una mirada, un gesto, una palabra suya sana, regenera, restaura, recrea, como lo supo reconocer el centurión (Mt 8, 8).

El que quisiera tirar la primera piedra, el que tantas veces la tira, es siempre aquel que está más corrompido por dentro. En cambio, el que es consciente de que estamos hechos de barro y ha tenido el valor de observarse y reconocer sus propias miserias, trata al otro con misericordia. En la propia palabra misericordia, vemos cómo se integra y se transforma simbólicamente la miseria humana, en el corazón que ama (miseri–cordia; cor/cordis, corazón), para crear una nueva realidad de compasión y perdón.
¿Qué sabe el que juzga y acusa de aquel al que está deseando condenar? Recordemos que al diablo también se le conoce como “el acusador”. Ni conoce al otro ni se conoce a sí mismo. Si hubiera visto sus propios abismos y miserias, sus sombras interiores, se le habrían quitado las ganas de juzgar, acusar o condenar a nadie. 

Jesús no aprueba el adulterio, pero aprueba mucho menos a aquellos que pretenden erigirse en jueces de los demás y hacen de la condena un arma “legítima”. Nos enseña la única actitud válida: detestar el pecado, pero amar al pecador.
Cuando los acusadores se alejan, quedan frente a frente la mujer y el Inocente, el único capaz de juzgar, que es también el único capaz de perdonar y transformar, porque todo lo hace bien, todo lo hace nuevo (Ap 21, 5). Los mandamientos del Decálogo, necesarios para los que aún no han llegado al Amor, se inclinan ante el Mandamiento Nuevo, que les da sentido y los completa.

Si queremos interiorizar este Mandamiento del Amor y parecernos a Jesús, el camino pasa por la oración. Él oraba siempre, y en el evangelio de hoy se nos recuerda: por el día enseñaba, por la noche oraba. Si la oración era necesaria para el Santo de Dios, cuánto más lo ha de ser para nosotros, que llevamos un tesoro en vasos de barro (2 Co 4, 7).
A eso ha venido Jesús a mostrarnos el Camino de la salvación. Y el Camino es Él, el mismo que escribe en la tierra palabras de vida eterna, porque ha querido escribirse en nuestro barro, en nuestra carne, para hacerlo todo nuevo.




PALABRAS EN LA ARENA

           Era mi final, no había salida, y casi me alegraba. Estaba cansada de una vida falsa, amores clandestinos, siempre tibios y fugaces. Recordaba aquellos tiempos de pureza e ilusión... Natán, mi primer y único amor verdadero, mi esperanza, mi alegría, un día dejó de venir a encontrarse conmigo. No dijo por qué, ni siquiera me miraba cuando nos cruzábamos. Luego supe el motivo: había sido prometido a la hija de un pariente rico. Después de Natán, solo hubo tristeza y una búsqueda desesperada de algo que se pareciera a aquel amor por el que hubiera dado la vida. Pero todo había acabado, me casaron con un desconocido que me trataba con desprecio; y yo necesitaba a veces que alguien me abrazara y me dijera palabras bonitas, me hiciera sentir digna de ser amada. Era mi final y me importaba poco. Si acaso, temía el dolor y el tiempo que tardaría en morir. No imaginaba que lo que pensé que era el final iba a ser el principio de una vida verdadera.   
                     
                                                                  ***

            ¿Quién es ese hombre ante el que me llevan? No parece un juez, no parece ni siquiera importante. ¿O sí? Tiene en el porte y el perfil una dignidad que nunca he visto. Aunque su túnica es sencilla, humilde, de trabajador o acaso de profeta.
            Pero ¿qué hace escribiendo con el dedo en el suelo? Le acaban de decir lo que he hecho, me acusan de algo terrible y él no hace caso, se ha puesto a escribir como si no fuera con él. Y es que no va con él, va conmigo, con mi vida de pecado, con mi alma desgarrada, con mi enorme mentira. No va con él…, o sí.
            Le están acosando a preguntas, quieren que me condene. Sea pues, que dicte mi sentencia este hombre que no se parece a ningún hombre. Que dé la orden para que esta desgraciada deje de existir.
Se ha levantado, está mirando a los que quieren verme muerta para que se cumpla la ley. Ha dicho con voz clara: el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Pero, ¿quién está libre de pecado en toda Judea?
Ahora vuelve a inclinarse para seguir escribiendo. Qué extraño, qué loco…, o qué sabio, qué seguro de una justicia nueva.
Y empiezan a irse…, primero los más viejos. Ninguno se atreve a tirar la primera piedra; todos se saben pecadores. Este hombre misterioso ha tocado sus corazones; con otro no se habrían mostrado tan sinceros; con otro habría más de uno capaz de tirar la piedra. Pero este hombre, que sigue escribiendo mientras los demás se van alejando, ha hecho que se miren dentro y se vean tal cual son.
Ahora se levanta y me mira con los ojos más profundos y transparentes que he visto. Si su voz ha hecho que los otros se reconozcan pecadores, su mirada está haciendo que yo, pecadora desde hace años, tan infiel, tan merecedora de castigo, esté sintiéndome poco a poco más limpia, más digna, casi pura ante este derroche de luz que me empapa desde sus ojos, desde su alma, acaso volcada sobre mí.
Jamás un hombre me trató con tanto respeto. Ha dicho mujer, y con esta palabra, hasta hoy vulgar, casi humillante, me ha devuelto la dignidad. Qué hermosa palabra para siempre…, mujer, libre, salvada por un hombre que ha mirado mi corazón y lo ha sanado. Ahora coge mi mano y me levanta. Oh, Natán, si pudieras verme, cara a cara con la misma Luz. Ya empiezo a olvidar que un día fui abandonada, que busqué consuelo en otros brazos, otros cuerpos, siempre fríos, tan distantes.
Yo tampoco te condeno, ha dicho, y ha sido como si dijera: yo te perdono. Me había perdonado solo con mirarme, y ahora, al decir no te condeno, es como si me estuviera regenerando, devolviéndome la inocencia de la niña que fui, que por él vuelvo a ser.

                                                               ***
Ese hombre misterioso, que me sigue mirando aunque de aquel momento hayan pasado años (¿o acaso siglos?), me levantó y me despertó a una vida nueva. Si Yavéh nos creó de barro, él me recreó de arena. Nadie sabe lo que escribía inclinado sobre el suelo. Yo sí lo sé: era mi nombre, no el que me pusieron mis padres, sino mi nombre verdadero, y escribía también el nombre de todos los que oyendo o leyendo esta historia se vean reflejados en mí, la adúltera, la pecadora para el mundo de sombras, juicios y condenas, renacida por el amor de Aquel que escribe nuestros nombres interiores, los que animan nuestro ser, sobre la arena.



No juzgues, Hermana Glenda


       REFLEJOS

                                                                                         El amor es la plenitud de la Ley.

                                                                                                                          Romanos 13, 10
           
                 Y vuelves a juzgar;                 
¿ha sido en vano aquel
feliz hallazgo?
Recuerda que en el otro
te estás juzgando a ti.
Recuerda que es el otro
tu imagen fiel, la cara
que el espejo no muestra,
ni la foto, ni el papel
donde a veces escribes
de espaldas al mundo,
creyendo que te escribes,
y a ti mismo te juzgas,
te absuelves o condenas.
Mira hacia afuera
con la mirada limpia,
sin ojos si es preciso.
Si tu ojo es ocasión de pecado...,
ya te vas acordando.
Mira a tu prójimo,
sabiendo que es amigo
que ha venido a mostrarte
tus faltas, tus errores,
tu viga traicionera
o solo tu ignorancia.
Luego vuelve a sentarte
con la pluma serena en el silencio,
distingue entre las voces
del otro, de los otros,
el prójimo, el hermano,
entre las voces una,
su voz, tu voz, y escribe,
libre el corazón,
la mano, la garganta.

sábado, 5 de marzo de 2016

Volver


Evangelio de Lucas 15, 1-3. 11-32

En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo esta parábola: “Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.”  El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a su campo a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. El se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. El padre le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado”.”


Regreso del hijo pródigo
                                                           El hijo pródigo, Murillo


El primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo hombre fue del cielo. Como es el terreno, tales son los terrenos; como es el celestial, tales son los celestiales.
1 Cor 15, 47-48


Todas las lecturas de hoy nos hacen reflexionar sobre el alimento. ¿De qué me alimento? ¿Cuáles son los apetitos que me mueven? ¿Me conformo con los frutos de la tierra o añoro el maná que alimenta el espíritu, además del cuerpo? ¿Soy consciente de que la Eucaristía es más que el maná, pues transforma al que comulga en Aquel que se ha hecho Pan por amor? ¿Tengo hambre, verdadera hambre de ese Pan? Casi siempre nuestros apetitos son del mundo y para el mundo: seguridad, amores condicionados, reconocimiento, placeres, poder, comodidades… No recordamos el Pan que sacia para siempre.

El hambre del sueño es saciado en el sueño. Pero hay un hambre y una sed que solo  puede calmar el verdadero Alimento, que no crea materia corruptible para el sepulcro sino Vida eterna.

Dice San Agustín en Las Confesiones: "Lo que yo temo no es la impureza de los manjares, sino la impureza de mis apetitos". Esos apetitos llevaron al hijo pródigo a dilapidar su riqueza y desperdiciar su vida lejos de su padre. Benditos desengaños, los que permiten descubrir lo que no llena el vacío del corazón. Porque solo descubrir a Dios en nuestro interior logra colmar ese vacío, más angustioso que el hambre o la sed del cuerpo.
El Pan verdadero es Jesucristo; solo Él tiene palabras de vida eterna y nos muestra con rostro humano la Misericordia del Padre. Él es el Tercer Hijo de la parábola del Hijo Pródigo, como volvemos a descubrir en www.viaamoris.blogspot.com. Misericordia, miseri cordis: el Corazón para los pobres, los humildes. Misericordia que llena la tierra, como dicen los salmos. Si la experimentas, puedes ser misericordioso. Recíbela para poder darla, compartirla, vivirla. Que tu meta sea ser otro Cristo, alter Christus, para acoger y repartir la misericordia de Dios. Hoy es el día en el que actúa el Señor en ti, si le dejas, si decides regresar, para ser uno con Él, hijo en el Hijo.

Es hora de emprender definitivamente el camino de vuelta a Casa. No queda mucho tiempo, ya no, tenemos un día de gracia, un instante de consciencia plena, donde somos capaces de anhelar el regreso y decidimos, elegimos con alegría y coherencia, porque vemos que no hay otra opción. O, si las hay, son para el polvo y para el viento, para seguir entre cerdos, mendigando comida de cerdos.

Solo es preciso recordar quiénes somos, soltar lastre, ver la tramoya de este teatro que es el mundo y regresar porque el espectáculo termina. La representación que acaba es la del hijo que ha olvidado Quién es su Padre y cuál es su hogar.
Volvemos a Casa con la alegría y la confianza del que sabe que hay Alguien que completa, restaura, perfecciona todo, toma las faltas, las distorsiones e incoherencias del pasado y las transforma en coherencia (co-herencia, herencia común) y propósito lleno de sentido. 



                                                              Can't live a day, Avalon


Paul Sédir (pseudónimo de Yvon Le Loup), cuya trayectoria hasta volver a Jesucristo me recuerda tanto a la mía, me brinda una de las muchas formas de explicar por qué escogimos dejar todo para regresar al único Maestro, al único Camino, al Único. Solo pueden entender plenamente estas reflexiones los que se hayan sentido alguna vez hijos pródigos (todos lo somos, de un modo otro). Los demás, los que no han experimentado el desgarro de la separación, que miren y escuchen, si quieren, a estos pobres trabajadores de la hora undécima (Mt 20, 1-16).
“Entre el lector de las parábolas y Jesús existe una larga distancia, un espacio muy vasto que no es un desierto, sino un mundo, varios mundos, poblados de luces, de sustancias, de fuerzas, de habitantes, y todo eso puede desviar el rayo de luz y deformar el sonido y la palabra divina. (…) De todas formas, hay que saber también que, en cuanto el oyente hace lo que hace falta, Jesús suprime la distancia, la disminuye incluso, en la medida en la que nos inclinamos bajo su dulce ley. Las vistas intuitivas están muy bien, pero ¿hasta dónde llegan? No es trabajo pequeño hacer que nuestras intuiciones se vuelvan tan puras, tan espirituales, tan vigorosas, que vayan a dar con la verdad allí donde esta se encuentra, es decir, en el centro de nosotros mismos, allí donde brilla la chispa del Verbo. Si los románticos, si los monistas, si nuestros jóvenes surrealistas hubieran comprendido que existe lo Creado y lo Increado, no hubieran hecho del hombre un dios omnisciente. No se imaginaban que el súmmum del arte o del pensamiento sea ponerse en estado receptivo, esperar y anotar las imágenes que pasan. Sin duda el verdadero místico se sitúa delante de Dios en estado receptivo, pero antes trabaja constantemente para hacer que todos sus órganos físicos y psíquicos sean capaces de recibir a Dios. El adepto oriental sigue esta disciplina según un sistema de conocimiento tradicional, y en ello se equivoca, puesto que todo sistema de conocimiento es provisional. Mientras que el servidor de Cristo, que olvida su propio perfeccionamiento para pensar únicamente en obedecer en el trabajo, ese, al dejar a su Maestro actuar en su lugar, no se equivoca en nada y llega al objetivo.
(…) La gente está inquieta o dormida. Ven mal o no ven. No han aceptado la palabra divina que el Verbo les murmura, no la quieren. Quiero decir que por el momento tienen miedo de ella, se resisten contra ella, más tarde la aceptarán, pero después de cuántas batallas. Sin embargo, podrían ser felices inmediatamente. Pero la materia, el mundo, y la razón les fascinan. Ya ves, somos una elipse. El adepto busca convertirse en un círculo, quiere que los dos focos sean uno solo, pero Cristo enseña que, por el contrario, es necesario abrir la elipse, proyectando uno de sus focos hasta el infinito.”