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jueves, 2 de abril de 2015

La Verónica. La Pasión; personajes secundarios IV


                                                        Verónica: Vero Icono. Imagen verdadera.
                                               
              
                                                 La Verónica con la Santa Faz, El Greco


No volví a encontrar entre los hombres ningún rostro que me conmoviera como aquel que cubrí con mi lienzo. Si digo que me conmovió, no me refiero a que me diera lástima. Me hizo sufrir mirarme en su dolor, pero aquel hombre tenía demasiada dignidad en sus padecimientos como para inspirar lástima. Más que mover a lástima, movía a amor. Sentías que aquel sufrimiento, que a algunos les parecería absurdo, no podía tener más origen ni más razón, más motivo que el amor.
 
Cómo vivir después de ser testigo de ese amor. Cómo afrontar el resto de tu vida cuando tienes en un lienzo la belleza sufriente, el retrato fiel del más puro amor. Amándole a Él primero y amando su vida y su enseñanza, que no tardé en conocer. Y a través de su recuerdo, que más que recuerdo es una presencia constante, aprendí también a amar a los demás como él, sin pedir nada a cambio.

            Vienen desde muy lejos a contemplar el lienzo donde quedó grabado su rostro ensangrentado. Yo apenas lo miro porque estoy continuamente viendo, contemplando, admirando el retrato que él grabó en mi alma al mirarme y verme.
 
            Me basta su recuerdo, cada vez más vívido, más real que lo que antes parecía real. En las noches de verano, cuando cuesta conciliar el sueño, salgo a los caminos y miro el cielo donde siempre encuentro esa estrella nueva que empecé a ver después de que Él dejara su rostro grabado en mí para siempre.


                                                             La Santa Faz, El Greco
 
 
            Dicen que el Nazareno me volvió loca, que nunca debí acercarme a Él ni por compasión ni por caridad.
           Me volvió loca..., sí, pero de amor, un amor que no se parece en nada al de este mundo… O sí se parece a los amores buenos de este mundo y los supera, los abarca, los eleva a la altura de esa estrella que me mira y me dice cada noche: “no temas, sigo estando aquí, siempre estaré aquí.”
            Qué puede importarme la soledad, la incomprensíón, el sufrimiento, incluso la muerte, si sé que todo me lleva hacia esa imagen que mi corazón guarda.
 
            Ese rostro dibujado con sangre, que ya apenas miro porque lo llevo dibujado con luz en mi alma. Jesús, mi hermano, mi padre, mi hijo, mi esposo, mi Dios de rodillas, mi Dios malherido, mi Dios tan cercano que siempre lo veo si cierro los ojos y lo miro dentro.
 
            La gente ve sangre en el paño; sangre dibujando un rostro. Yo veo mucho más; es Él, que ha quedado impregnado en el paño, en mis manos, mi casa y mi alma. Es su esencia transparente, su Luz pura y viva, derramándose en todo por siempre, desde aquel día en que dolía hasta la luz.
 
 

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