La segunda
venida de Cristo puede ocurrir de dos maneras: con el
final de los
tiempos (sólo Dios sabe cuándo) o por nuestro acceso
a la dimensión
eterna dentro de nosotros.
Thomas Keating
Cristo nace misteriosamente sin cesar, encarnándose a través de aquellos a los que salva, y hace del alma que le da a luz, una nueva madre virgen.
Máximo el Confesor
Historia de
dos ciudades (1935), de Jack Conway, con Ronald Colman y Elisabeth Allan, maravillosa película,
basada en una de mis novelas favoritas, la homónima de Dickens.
Las escenas evocan (más adelante se comprende en plenitud) el Misterio de la Navidad,
siempre actualizada en las almas que se abren al Gran Milagro.
El que no la
haya visto o no haya leído la novela, que se salte el siguiente párrafo. Le
aseguro que, si se asoma a esta historia por cualquiera de las dos “ventanas”,
va a vivir una experiencia única, con un gran poder transformador, como todo lo inspirado por los Evangelios.
Sydney Carton,
el abogado alcohólico y tarambana, enamorado en secreto de Lucía Manette. Ella encendió
una vela por él en una Nochebuena de luz y de sombras. Meses después, él tuvo
que soportar que su amada se casara con Charles Darney, pero supo trascender sus sentimientos, hasta ser capaz de dar su vida por sus amigos, como hizo el mismo Jesucristo.
Su amor le redime y le permite salvar a Darney de la guillotina, muriendo en su
lugar, sereno y libre como jamás había imaginado. Encontró un amor más puro, grande y duradero que cualquier amor terrenal,
y muere amando, infundiendo valor y esperanza en la inocente, angelical costurera, también condenada a muerte.
Una de las
pocas películas que me han hecho comprender…, no, intuir…, no, ¡saber! que el
tiempo no existe en las dimensiones de lo Real. Rodada en 1935, recreando
momentos históricos en torno a 1789, y evocandoaquellos otros, sublimes, de hace dos milenios…
Para muchos de
los que volvimos a Jesucristo después de un tiempo más o menos largo
aparentemente alejados de Él, el punto de inflexión fue desencadenado por una
casualidad que hoy se revela como causalidad, una llamada de la Providencia. Un encuentro, un recuerdo, una
lectura, un amor, un desamor, el silencio encendido de una iglesia vacía, en la que
entramos sin pensarlo mucho, una cruz repitiéndose de mil formas ante los
ojos del cuerpo y los del corazón…
Qué regreso
gozoso, con la fe fortalecida y aquilatada por los rigores del “destierro”. Qué voluntad firme
y resuelta de seguirle por siempre, imitándole para seguir amando
hasta el final.
De eso
se trata, de seguirle, imitarle para configurarnos con Él, transformarnos
hasta lograr que Cristo encarne en nosotros. Navidad eterna, plena
y actualizada.
Cada uno sabe, o va sabiendo, cuáles son los obstáculos que
existen en su alma, todo ese lastre que le impide ser capaz de encarnar y dar a
luz a Cristo en su interior.
Nunca es tarde para el gran encuentro. A veces la tardanza, los años transcurridos en la aridez solitaria del desierto, maduran el alma y hacen que pueda dar fruto abundante y en sazón.
Lo "canta" en sus Confesiones San Agustín, con una explosión jubilosa, gozo desbordante de los sentidos sutiles:
¡Tarde te amé, belleza siempre antigua y
siempre nueva! Tarde te amé. Tú estabas dentro de mí, pero yo andaba fuera de
mí mismo, y allá afuera te andaba buscando.Me lanzaba todo deforme entre la hermosura que tú creaste. Tú estabas
conmigo, pero yo no estaba contigo; me retenían lejos de ti cosas que no
existirían si no existieran en ti. Pero tú me llamaste, y más tarde me
gritaste, hasta romper finalmente mi sordera. Con tu fulgor espléndido pusiste
en fuga mi ceguera. Tu fragancia penetró en mi respiración y ahora suspiro por
ti. Gusté tu sabor y por eso ahora tengo más hambre y más sed de ese gusto. Me
tocaste, y con tu tacto me encendiste en tu paz.
En esa raza de víboras que son –o, si no lo
son, muchos se acaban transformando en ello– la mayoría de los políticos, muy de vez
en cuando, surge alguien digno, honesto y coherente, como José Mújica,
presidente de Uruguay, que da ejemplo de lo que dice con su forma de vivir y
con su trayectoria. Buena ocasión el Adviento para volver a escuchar su voz, que parece clamar
en el desierto.
Es el discurso
que pronunció en Río de Janeiro, el 20 de junio de 2012, en la Conferencia sobre desarrollo
sostenible, también conocida como Río +20, por celebrarse en la misma ciudad, veinte
años después de la Cumbre de La Tierra del 92.
Las palabras de Mújica, como las de Nelson Mandela, brotan
de un espíritu insobornable, que se ha mantenido fiel a sus principios.
Incluyo el discurso en dos vídeos diferentes, porque para gustos están los colores. En el primero han añadido música y canto de pájaros, han modulado la voz hasta lograr el efecto deseado y han sustituido las imágenes de Mújica por otras de nuestro planeta captadas por satélite. Es, quizá, más fácilmente conmovedor.
Prefiero el segundo, donde vemos al hombre, un hombre de verdad, en el que no hay engaño, y en él, para el que tiene ojos que ven y oídos que oyen, están todas las músicas, todos los planetas, el sol, la luna y las estrellas. No hace falta adornar la verdad cuando es tan clara y evidente. Escuchémosle.
Me recuerda
este mensaje, más plegaria que discurso, al del Jefe Seattle, o Jefe Seathl,
Noah Seattle desde que, al morir uno de sus hijos, se convirtió al cristianismo.
Otro texto
impactante, que sigue vigente un siglo y cuarto después, sobreponiéndose a
la leyenda y a las tergiversaciones de las palabras del noble indio suwamish, recogidas al dictado y
traducidas del chinook (a esta
lengua, a su vez, del lushootseed) al
inglés por Henry Smith. La versión original, publicada en el Seattle Sunday Star, el 29 de octubre de 1887, fue
transformada y enfatizada en los años 70 por Ted Perry, profesor de teatro,
para la película Home.
Si todos los
que dicen conocer esta carta, en alguna de sus versiones, la hubieran interiorizado
de verdad, tal vez la voz de José Mújica no clamaría
en el desierto.
En 1985, Style Council (Paul Weller, de The Jam, y Mick Talbot) grabó Walls come tumbling down, una llamada a la insurrección, para un cambio de sistema desde su
propia raíz. Ellos apuntaban mucho más allá de la mera indignación de hoy, que a veces me
suena al tibio mejorar algo para que el resto siga igual, que denunciaba
Lampedusa en el Gattopardo.
El vídeo es del concierto Live Aid, en el Estadio Wembley, aquel intento alegre y entusiasta de crear conciencia con la música. Inolvidables las actuaciones de U2 y Queen.
A pesar de la sórdida historia sobre el destino de los fondos recaudados (macabramente malversados por los gobernantes de Etiopía), la intención era generosa, limpia y solidaria, y una semilla fue plantada.
Pero nada relevante sucedió tampoco
en los 80, aquellos días de vino y rosas, de sueños de libertad y fraternidad. Volvió a quedarse
en agua de borrajas porque, como siempre, como en todo, la transformación ha de
empezar dentro. Si no es así, cualquier cambio social, político o económico sería
un parche, sustituir una camada de víboras, por otra.
Si Mújica
habla como habla y exhorta a la justicia, la responsabilidad, el reparto equitativo de los bienes, la
conciencia individual y social, la paz y la felicidad para todos, es porque en su corazón y en sus venas de ex
guerrillero palpitan esos valores.
Allanar los senderos, elevar los valles,
enderezar lo torcido… Ha de ser dentro y fuera, como es arriba es abajo. Para que se forme la cruz que salva, que une y
hace posible la felicidad humana que defiende Mújica, es necesaria la intersección de lo vertical con lo horizontal.
Porque no
se puede aspirar a lo trascendente si pisoteamos o masacramos lo inmanente, si no
somos capaces de compartir, amar y respetar a los que nos rodean, al planeta que nos alberga, la tierra que nos alimenta, a pesar de que los hayamos esquilmado
sin conciencia ni compasión.
En la FNAC, un chico alto, moreno, con expresión tímida y amable, me para y me
pregunta si me acuerdo de él. Le respondo
que no (casi le digo que ya me gustaría). Dice que nos examinamos juntos del carnet de conducir en un Golf
blanco, bastante viejo, que los cuatro del grupo suspendimos, que el profe se
llamaba Víctor y era un cascarrabias, que uno de los compañeros llevaba unos
calzoncillos de Mickey Mouse para que le dieran suerte...
Han
pasado veinte años y apenas me acuerdo. Lo lamento, no solo por no
poder charlar un rato más con él –esto es remediable, hemos intercambiado teléfonos y mails– sino porque tengo la sensación de haber
perdido un trozo de mi pasado, y eso sí parece irremediable.
De vuelta a casa, me doy cuenta de que no es que
no me acuerde, sino que mi memoria de aquellos tiempos es abstracta, general,
muy poco detallada, más emocional que intelectual, y mucho más que física. Recuerdo vívidamente las emociones, los nervios, el ambiente
distendido después del varapalo, el fastidio por el fracaso conjunto y la
armonía que reinó en un grupo de desconocidos, unidos por una circunstancia tan
prosaica.
Recuerdo
bien las emociones y los sentimientos, si ya podía hablarse deauténticos sentimientos, pero no recordaba
las anécdotas, los rostros ni los colores; estaban aletargados en un rincón
de mi conciencia hasta que Juan, ese es su nombre, los despertó. Mis centros
–instintivo, motor, mental, emocional (de los centros superiores, mejor ni hablar)– trabajaban entonces cada uno a su aire, sin contar con los otros, y por
eso me queda una memoria fragmentaria o anestesiada.
Buen hallazgo para
seguir viviendo con los centros alineados y la atención despierta, capaz de
inmortalizar instantes, con su luz y sus colores, sus aromas y sabores, con sus formas y miradas tal
como son, en su maravillosa, efímera apariencia.