Gratis habéis recibido, dad gratis. Mateo, 10, 8










miércoles, 21 de julio de 2021

La discípula

 

Evangelio según san Juan 20, 11-18

Fuera, junto al sepulcro, estaba María, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, del lugar donde había estado el cuerpo de Jesús. Ellos le preguntan: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Ella les contesta: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Dicho esto, da media vuelta y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dice: “Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?”. Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré”. Jesús le dice: “¡María!”. Ella se vuelve y le dice: “¡Raboní!”, que significa: “¡Maestro!”. Jesús le dice: “Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”.” María Magdalena fue y anunció a los discípulos: “He visto al Señor y ha dicho esto”. que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras.


                                        Noli me tangere, Fra Angelico

 

LA DISCÍPULA

                                                                             El ser humano es lo que es a los ojos de Dios.

                                                                                                                           Francisco de Asís

Muchos creerán que fui una prostituta a la que él perdonó los pecados y aceptó entre sus discípulos. Ignoran la fuerza que despertó en mí, la que me puso en disposición de seguirle para siempre. Por eso fui la primera en verle después de aquel terrible y memorable día. No habría podido ver su cuerpo glorioso, vencedor de la muerte, si él no me hubiera preparado para ello, mostrándome lo que hace falta para llegar a ser una discípula, con ojos que ven y oídos que oyen. No se puede ser discípulo suyo si no se renuncia. Soy María de Magdala, pecadora arrepentida, prostituta durante años, aunque no como el mundo cree, pero soy, sobre todo, María, la discípula. Una frase sencilla y directa y mi corazón se dispuso a abandonar un mundo de lujos y belleza aparente, de halagos hipócritas y poder mundano. Bastó oír su voz para empezar a romper las cadenas que yo misma había forjado.    

Ya creía saber de él; otro profeta, pensé, acaso más atractivo y enigmático. Recuerdo cuando le oí decir: el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Me pareció hermoso y sugerente, pero hacía falta algo más para que sus palabras poderosas empezaran a resonar y dar fruto en mi interior. Hacía falta tiempo, afrontar miedos y dudas, prejuicios, ideas falsas, resistencias, orgullo, egoísmo.

Yo había oído hablar de él, y él también había oído hablar de mí. Ahora sé que al verme ya me conocía mejor que nadie, mejor sin duda que yo misma. Por eso dijo: María, yo te amo, los demás no te aman. Y supe que no se refería a lo que confundimos con amor. Me amaba por mí, como un hermano, un padre, un hijo, un amigo fiel, y más, mucho más, infinitamente más, porque él está más allá de lo que limita y condiciona a los hombres. El me amaba, me ama, con su naturaleza divina e inmortal.

Él dijo: María, yo te amo, los demás no te aman, y todo se transformó dentro y fuera de mí. Ya no podía entregarme a ningún hombre, porque había comprendido que yo no era un cuerpo, una mente, una posición de privilegio en un mundo de ciegos y sordos. Empezaron a decir de mí que era una prostituta; aquellos a quienes antes ofrecía mis favores, sintiéndome aceptada y valorada, no pudieron soportar mi indiferencia. Fue el inicio de la leyenda que me acompaña desde entonces. Pero yo solo me había entregado a ellos a cambio de una ilusión, la ilusión de amar y ser amada. Y él me hizo ver que aquella ilusión era una trampa que me estaba robando la vida.

María, yo te amo, los demás no te aman, bastaron estas palabras en su voz profunda para que despertara y me viera a mí misma por vez primera. Fue duro aceptar la vida que había llevado, pero él había encendido una esperanza inmensa, y seguirle fue desde entonces mi destino. Si antes todo era ilusión, vanidad, mentira, en adelante, sería verdad y coherencia. Junto a él fui despojándome de lo accesorio, aquella personalidad que se había manejado con soltura en un mundo de sombras y artificios y se reveló como un lastre, un disfraz incómodo y estrecho. Él hizo nacer en mí una mujer nueva, libre y consciente. Una conciencia que a su lado fue creciendo y expandiéndose. Llegué a sentirme tan unida a él, tan entregada a su obra y su misión, que hasta sus silencios eran enseñanza. Mi alma se iba empapando de una sabiduría que la mente por sí sola es incapaz de concebir. Él hizo vibrar en mí, en perfecta armonía, cuerdas que nunca se habían oído.

Había conocido hombres notables, inteligentes, eruditos, sabios algunos, pensaba. Pero solo él era la fuente de toda sabiduría, por eso atravesó dudas y reservas y llegó hasta mi tristeza, alumbrando los rincones más oscuros. María, yo te amo, los demás no te aman. Era cuanto necesitaba para seguirle: el camino, la verdad, la vida auténtica a mi alcance, la llave de mi libertad.

Nunca dejé de mirarle y escucharle. Mirarle mirar fue una de las experiencias más reveladoras que recuerdo. Verle mirar a un niño, como si lo estuviera concibiendo en el vientre de un mundo nuevo. Mirarle mirar a su madre, iluminando su existencia, haciendo que en esa mirada confluyeran todas las madres, todos los hijos, la madre, el hijo. Verle mirarme, reconocerme en su mirada, el único espejo donde quiero reflejarme eternamente. Y contemplarle también cuando no sabía que le miraba, o eso parecía. Su pelo ondulado, movido por el viento, su belleza esencial, la fuerza hermanada con lo vulnerable, su caminar, tranquilo. 

Al principio me preguntaba cómo era posible que un hombre con una responsabilidad como la suya fuera capaz de expresar con su cuerpo tanta paz. Me sorprendió más porque yo estaba tensa incluso cuando aparentemente descansaba. Desde niña me acostumbré al cuello rígido, los puños cerrados, la mandíbula apretada como si me defendiera. Y empecé a pensar que alguien que tiene fe en Dios no puede mostrarse crispado, sería una contradicción, y fui entendiendo que creer en Dios y creer en él es lo mismo. Mi cuerpo empezó a hacerse flexible, mis puños se abrieron y en mi rostro fue apareciendo una expresión confiada. Por eso dicen que él me liberó de siete demonios, los demonios del miedo, la tristeza, la ira, el desencanto, el egoísmo, el orgullo, la impaciencia.

María, yo te amo, los demás no te aman… La primera cadena que se rompió fue la de necesitar ser nada para nadie. ¿Cómo desear ser nada para nadie cuando has logrado ser tanto para el que es todo? Qué absurdos aquellos afanes, qué triste aquella sed angustiosa y febril que nada podía saciar...

Pero las cadenas por romper y las prisiones por derribar eran muchas. Llegué a comprender, a un nivel al que el lenguaje no llega, que la salvación que prometía era para mí, para los que habían hecho posible mi nacimiento y para muchos más, para todo aquel que le abriera el corazón. Porque creer en él salva de un largo y doloroso aprendizaje. Son sus méritos los que, al aceptarlos, nos salvan y liberan definitivamente. En eso consiste el esfuerzo, en acoger, en dejar de resistir. Qué esfuerzo para algunos llegar a ese abandono total, esa pasividad aparente, donde todo se realiza.

Él lo dijo con claridad: Yo Soy la resurrección y la vida... Y dijo también: Yo Soy el camino, la verdad y la vida. Pero el hombre aún no está preparado para las palabras sencillas, está demasiado cómodo con su esclavitud, parece no querer liberarse de esa condena ancestral a la que ya se ha acostumbrado.

Él lo dijo con la transparencia del agua, pero advirtió también que no todos tienen oídos para oír. No está el hombre acostumbrado a la claridad... Son demasiados años, demasiados siglos engañándonos a nosotros mismos.

Le seguí hasta el final, hasta donde solo su madre y Juan le siguieron, hasta ese tremendo final que tres días después se transformó en un maravilloso principio del que fui primer testigo.

Y él se ha quedado, fiel a su promesa, junto a nosotros. No me hace falta verle para percibir su presencia, ni me hace falta escuchar su voz para saber que me ama con ese amor único que despierta y transforma, que salva y libera. Sigue diciéndome María, yo te amo, los demás no te aman. Una sola vez mis oídos lo oyeron, pero fue un momento decisivo, que hace que esas palabras perduren y sean pronunciadas también ahora, siempre.

Trabajamos, nos esforzamos, seguimos caminando mientras es de día, pero es un afán sereno, porque en el fondo ya hay poco que hacer en el mundo. Solo mirarle, escucharle, seguirle, hacer lo que nos dice: amar, perdonar, pero sobre todo, permitir que sea él quien ame, perdone, viva en nosotros. Lo demás viene, como él nos recuerda cada día, por añadidura.

Y tú, que me sueñas y evocas, sabes bien a qué me refiero, por eso te miras en mí. Al principio también surgió en mí cierta rebeldía. Yo ya "sabía" mucho, creía en realidad saber, porque conocía a los sabios persas y los filósofos griegos. ¿Quién era ese hombre que me hacía sentir como si nada de lo que hubiera estudiado o vivido tuviera algún valor? ¿Cómo se atrevía a cuestionar mi pasado y mi persona? Pero no tardé en aceptar que solo él podía cuestionarme o poner mi vida del revés, porque era cierto que solo él me amaba. Él tenía toda la autoridad, porque él es el amor. El amor que era, que es, que viene siempre.

María, yo te amo, los demás no te aman. Llevé esas palabras conmigo durante años. Las medité, evoqué la voz al pronunciarlas, me alimenté de ellas. Eran mucho más que una declaración. No despreciaban ni excluían el amor que puedan tener los demás, al contrario, lo engrandecían y dignificaban. Era una manera sencilla y directa de decir que su amor no es de este mundo de formas y apariencias, de nombres y egoísmos, sino de ese otro mundo, real y eterno, cuya puerta es su voz y sus silencios, sus ojos y sus manos, su vida, su muerte, su resurrección.

Solo él enciende el fuego que eleva y transforma, la llama de amor viva que ha de ser avivada, para que siga purificándonos, liberándonos de lo que no somos, ensanchando más y más nuestro horizonte.

A veces volvía a evocar su voz sin proponérmelo, María, yo te amo, los demás no te aman, como una invitación a contemplar ese misterio de amor, inagotable en su sencillez, atravesando los velos que solo aparentemente nos separan.

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                                         Consumación en el Amor desde la Divina Voluntad

viernes, 16 de julio de 2021

Stabat Mater


Evangelio de Juan 19, 25-27

Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.


                                                   Ntra. Sra. del Carmen. Juan Carreño


El otro ladrón, el de la derecha, y que casi a sus pies tiene a María a quien mira más que a Jesús, que hace unos cuantos momentos ha estado diciendo en voz baja: “La madre”, añade: “Cállate. ¿No temes a Dios ni siquiera ahora que sufres esto? ¿Por qué insultas a quien es bueno? Está en un suplicio mayor que el nuestro. Él no ha hecho nada malo”. (…)

Los judíos arrojados más allá de la plazoleta, no dejan de insultar, y el ladrón impenitente se hace eco. El otro, que mira con mayor compasión a la Virgen, llora y le reprocha duramente cuando oye que también ella es insultada. “Cállate. Acuérdate que naciste de mujer. Piensa que nuestras madres han llorado por nosotros. Y fueron lágrimas que la vergüenza les arrancó… porque somos unos criminales. Nuestras madres ya murieron… Quisiera pedirle perdón… ¿Lo podré? ¡Era una santa!… la maté con los dolores que le produje… Soy un pecador… ¿Quién me perdona? Madre, en nombre de tu Hijo que agoniza, ruega por mí”.

María levanta por un momento su rostro desgarrado, mira a este malvado que, a través del recuerdo de su madre, y de verla a Ella, se encamina hacia el arrepentimiento, y parece como si lo acariciara con su mirada de paloma. Dimas llora recio, lo que provoca mucho más las befas de la plebe y de su compañero. Aquellos aúllan gritando: “¡Bravo, bravo! Tómatela por Madre. ¡Así tiene dos hijos criminales!” El otro por su parte: Te ama porque eres un retrato de su amado”. Jesús habla por primera vez: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Esta súplica vence los temores que le quedaban a Dimas. Se atreve a mirar a Jesús y le dice: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. Es justo que yo sufra. Compadécete de mí y dame la paz en la otra vida. Te oí hablar una vez; y, necio, rechacé tus palabras. Ahora me arrepiento de ello, de mis pecados delante de Ti, Hijo del Altísimo. Creo que has venido de parte de Dios. Creo en tu poder. En tu misericordia. Jesús, perdóname en nombre de tu Madre y de tu Padre Santísimo”.

Jesús se vuelve y lo mira con gran compasión. Una sonrisa bellísima se dibuja en su pobre boca. Responde: “Te digo esto: Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

El ladrón arrepentido se tranquiliza; y, habiendo olvidado las plegarias que había aprendido, se pone a repetir como jaculatoria: “Jesús Nazareno, rey de los judíos, ten piedad de mí; Jesús Nazareno, rey de los judíos, espero en Ti; Jesús Nazareno, rey de los judíos, creo en tu Divinidad”.

                                                                                    María Valtorta, El Hombre Dios


Finalmente lo seguí al Calvario, donde en medio de penas inauditas y espasmos horribles fue crucificado y levantado en la cruz, y sólo entonces me fue concedido quedarme a los pies de la cruz, para recibir de sus labios agonizantes el don de todos mis hijos y el derecho y sello de mi maternidad sobre todas las criaturas. Y poco después, entre espasmos inauditos expiró. Toda la naturaleza se vistió de luto y lloró la muerte de su Creador. Lloró el sol, obscureciéndose y retirándose horrorizado de la faz de la tierra. Lloró la tierra con un fuerte temblor, desgarrándose en varios puntos por el dolor de la muerte de su Creador. Todos lloraron, las sepulturas abriéndose, los muertos resucitando, y también el velo del templo lloró de dolor rompiéndose. Todos perdieron el ánimo y sintieron terror y espanto. Hija mía, y tu Mamá está petrificada por el dolor, esperándolo en mis brazos para ponerlo en el sepulcro.

Ahora escúchame, en mi intenso dolor quiero hablarte con las penas de mi Hijo de los graves males de tu voluntad humana. Míralo en mis brazos dolientes, cómo está desfigurado, es el verdadero retrato de los males que el querer humano hace a las pobres criaturas, y mi querido Hijo quiso sufrir tantas penas para levantar nuevamente esta voluntad caída en lo bajo de todas las miserias, y en cada pena de Jesús y en cada dolor mío la llamaban a resurgir en la Voluntad Divina. Fue tanto nuestro amor, que para poner al seguro esta voluntad humana la llenamos de nuestras penas, hasta ahogarla, y la encerramos dentro de los mares inmensos de mis dolores y de los de mi amado Hijo. Por eso, en este día de dolores para tu Madre dolorosa, y todo por ti, dame por correspondencia en mis manos tu voluntad, para que la encierre en las llagas sangrantes de Jesús, como la más bella victoria de su pasión y muerte, y como triunfo de mis acerbísimos dolores.

                                                                                         Luisa Piccarreta, Reina del Cielo

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sábado, 10 de julio de 2021

Nos llama y nos envía de dos en dos


Evangelio según san Marcos 6, 7-13 

En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto. Y añadió: «Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa.» Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.



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San Marcos y San Lucas, Navarrete, el Mudo

Justo antes de que Jesucristo ascienda al Padre, otorgará poderes mucho más elevados de los que reciben en el evangelio de hoy los Doce (o los setenta y dos en Lucas 10, 1-9), que fueron enviados con una detallada lista de recomendaciones y preceptos. La misión que Jesús encomienda es aún limitada, con instrucciones concretas, como también vemos en Mateo 10, 5-15. En el momento de la Ascensión, recibirán poderes y consignas de orden espiritual; es Su muerte y Su resurrección lo que marca la “frontera” divisoria entre una misión y otra.

Jesús puede transmitir facultades a sus elegidos, porque Él es dueño y Señor de estas potencias y virtudes. Pero esos poderes no son lo esencial ni son duraderos, pues se ejercen en el mundo que pasará. Solo Sus Palabras no pasarán (Mateo 24, 35); por eso, nada del mundo es comparable a vivir Su Palabra y ser Sus testigos. Todo lo demás es anecdótico, incluso vencer a los demonios.

Doce es número de perfección y setenta y dos, el número que escoge Lucas para narrar esta escena es seis veces doce. Cuando comenté el envío de los setenta y dos, se me ocurrió que algo le “faltaba” a esa misión para significar totalidad, plenitud, perfección. Le “faltaría”, en el terreno de lo simbólico, una séptima docena, pues siete es también número de perfección. 

Nosotros somos esa "docena": los nuevos doce apóstoles que se renuevan generación tras generación, en una Misión que ya es completa, porque, después de la Resurrección de Jesucristo, el envío se universaliza, como vemos en Marcos 16, 15 o Mateo 28, 19. También nosotros somos enviados “de dos en dos”, porque la comunidad es un tesoro. Si vamos de uno en uno, corremos el riesgo de perdernos o desviarnos.

¿Por qué les da un reglamento tan detallado, con tantas normas y precauciones en este momento? Porque no ha tenido lugar Su pasión, muerte y resurrección. Aún no está todo cumplido (Juan 19, 30) ni Jesús ha sido glorificado todavía. Antes de esa glorificación, los discípulos anunciaban la proximidad del Reino. Después, son testigos de Jesucristo, proclaman el Evangelio con hechos ya consumados, dan testimonio. 

Los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. La palabra “autoridad” proviene del verbo latino “augere”, que significa aumentar, hacer crecer, elevar. Jesús habla con autoridad porque hace crecer al que le escucha y nos da autoridad para que hagamos crecer a los que nos escuchan. ¿Cuándo hablo con autoridad? Cuando dejo de ser yo. Entonces es Él Quien habla y actúa en mí.

Seguir a Jesucristo es estar unido a Él para poder hacer todo en Su nombre. Porque todo lo que podemos hacer o decir viene de Él. Destinados a ser hijos por medio de Cristo, dice la segunda lectura (Efesios 1, 3-14). Aquel que viene a juzgar el universo viene, a la vez, a perdonarlo, a recapitular todo para hacer nuevas todas las cosas. La dispersión del mundo nos consume, nos distrae, nos incapacita, mientras que Jesucristo nos da poder, capacidad, altura de miras. 

Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto. Somos enviados sin apenas recursos, a corazón descubierto, libres de apegos, con la libertad que Él nos otorga y la plena confianza en que no estamos solos ni nos ha de faltar la inspiración de Espíritu Santo. Por eso sabemos lo importante que es la actitud interior; las obras surgen a partir de esa actitud de entrega y confianza. 

El verdadero discípulo, como el Maestro, no se asienta ni se acomoda, no se establece ni se congela, no busca en el exterior un bienestar que le adormece. Al contrario, está siempre de pie, el corazón encendido, la cintura ceñida, dispuesto a reemprender el camino una y otra vez, porque el centro de gravedad, el apoyo es Cristo, Vida nuestra.

Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa. Esta escena es como un preludio o un ensayo de la verdadera misión a la que estamos llamados, nuevos apóstoles, testigos de Cristo. Nos liberamos de todo lo que nos pesa, de nuestros condicionamientos y expectativas, y también de ese mirar obsesivamente a los estados de ánimo propios y ajenos y dejarnos afectar por las reacciones de los demás. 

Cumplimos la misión encomendada con un ojo en lo que toca hacer y otro en Él, sin preocuparnos de las opiniones o valoraciones del mundo, porque solo nos importa Aquel que nos autoriza, es decir, nos hace crecer… Lo demás es cháchara, eco, polvo que sacudimos de las sandalias.  

Mirar el mundo y sus reacciones y opiniones, o nuestras propias reacciones y opiniones, mundanas también si nos alejamos de Dios, es vivir con el alma encorvándose hacia la tierra, pero estamos llamados a vivir erguidos, ligeros, libres, casi volando…  www.viaamoris.blogspot.com

Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban. El abismo es inmenso entre los que viven tratando de ser fieles a la misión y los que se dejan atrapar por los bienes de este mundo, con sus placeres efímeros. Por eso, no ponemos nuestra confianza en el mundo diabólico de los dormidos, sino en Jesucristo, el que ha recapitulado todo en Sí, como expresa la segunda lectura que es una síntesis de la Historia de la Salvación. Expulsamos, en primer lugar, a los demonios interiores que nos impiden ser fieles, y sanamos todas esas heridas del alma, que paralizan y no nos dejan convertirnos para predicar la conversión, darnos la vuelta para ver que Jesús, el Señor de la misericordia y la verdad, la justicia, y la paz, está aquí, en ti, en mí, y proclamarlo. 



                                                                       Salmo 84


sábado, 3 de julio de 2021

Creer en el Hijo de María


Evangelio según san Marcos 6, 1-6

En aquel tiempo, Jesús se dirigió a su ciudad y lo seguían sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: “¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?”. Y se escandalizaban a cuenta de él. Les decía: “No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.


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Yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado
Juan 6, 38

Asumiendo el desprecio de sus paisanos, Jesús nos enseña una de las lecciones más importantes de cuantas hemos venido a aprender: la humildad que nos hace considerar la voluntad de Dios como el eje de nuestras vidas. Es la base de la fe, que permite reconocer en Jesús, el hijo de María, al Hijo de Dios, de lo que no fueron capaces sus conciudadanos.

Recordar lo que se profetizaba sobre Cristo: “Soy un gusano, no un hombre” (Salmo 21, 7) nos ayuda a entender por qué se abajó hasta el punto de ser despreciado por los más cercanos. No era Él quien necesitaba pasar por esa prueba, sino nosotros, para encontrarlo en lo pequeño, lo escondido, lo interior, lo que no se ve con los ojos, sino, como decía el Principito, con el corazón.

Los verdaderos discípulos no tienen ínfulas ni pretensiones; conocen su miseria y saben que sin Cristo no son nada. Es el camino descendente, del que hablamos a menudo por aquí, o el caminito pequeño de Santa Teresita, la infancia espiritual. Cuanto más pequeños nos sentimos, más grandes nos hace Dios, porque lo espiritual es infinitamente superior a lo visible. www.viaamoris.blogspot.com

Parece que no hacen nada, se dice de los que viven en la Divina Voluntad. La vida interior de Cristo supera con creces lo que nos transmiten los Evangelios; y Su Pasión fue, es, infinitamente más que unas horas de tortura, escarnio y agonía en la Cruz. 

Como sus contemporáneos, podemos elegir entre despreciar a Jesús o aceptarle como el único Maestro e imitar Su actitud. Seguirle es aprender Su misma sabiduría; conocerle es conocer al Padre y poder comportarnos “de una manera digna del Señor, procurando serle gratos en todo, dando frutos de toda obra buena y creciendo en el conocimiento de Dios” (Colosenses 1, 9-10).

Conviene recordar que, tanto en la lengua hebrea como en la aramea, no existe un término particular para expresar la palabra primo y que los términos hermano y hermana tenían un significado muy amplio, que abarcaba varios grados de parentesco. 

Puede chocar que, si estamos hablando de Jesús y creemos que es el Hijo de Dios omnipotente, se diga: no pudo hacer allí ningún milagro. Santo Tomás de Aquino nos explica que ese “no poder” no debe relacionarse con el poder absoluto, sino con lo que es posible hacer de una manera congruente; y no es oportuno hacer milagros entre incrédulos. No cuestiona, por tanto, la omnipotencia de Dios. 

Para mostrar que Jesús procede del Padre y que es igual a Él, y fomentar la fe, a veces hacía los milagros con su poder, y otras veces escogía hacerlos mediante la oración. En la multiplicación de los panes, por ejemplo, mira al cielo; y en otras ocasiones, obra con su poder, como cuando perdonó los pecados, o resucitó a los muertos.

Algunos creyeron en Él, otros Le despreciaron… ¿Cómo no creer, si todo está a la vista para el que sabe mirar? Ciegos y necios seríamos como los de Emaús, si no viéramos las maravillas que Dios hace en nosotros cada día. Sorprende la falta de fe de los paisanos de Jesús, que “miran sin ver y escuchan sin oír ni entender” (Mateo 13, 13). 

No creían a Jesús ni a Isaías ni a Ezequiel ni más adelante a Pablo…, ni ahora a nosotros cuando damos testimonio de Él… No ha de importarnos si nos hacen caso o no, como dicen la primera y segunda lectura. Nos basta su gracia, pues todo está en Él, lo demás lo dejamos en Sus manos. La felicidad es mirarle a Él, saber que colma todas nuestras expectativas. Mirarle con esperanza, como dice el Salmo 122para que Su misericordia nos consuele de tanto desprecio e ingratitud.

Para nosotros el Evangelio de hoy es una advertencia: quienes piensan conocer a Jesús, le cuestionan y se alejan; no creen en Él porque en realidad no Le conocen. Hasta los discípulos aparentemente fieles y convencidos dudaron cuando les dijo que Su Cuerpo es verdadera comida y Su sangre verdadera bebida. Y los apóstoles, sus íntimos, a excepción de Juan, le abandonaron en la hora de la Pasión, escandalizados y asustados, cuando Jesús se dejó conducir sin resistencia por sus enemigos (Lucas 14:27-29). No tenían una fe sólida, no Le conocían... 

Todos los profetas se habían topado con el rechazo y el desprecio de sus conciudadanos. Los enviados de Dios encuentran, sobre todo en su patria, la oposición y el repudio. Jeremías se quejaba de este repudio, prefigurando al manso Cordero, que sería Jesús (Jeremías 11, 18-23). Las palabras que hoy dirige a sus paisanos: “A un profeta sólo lo desprecian en su tierra”; y la escena que hoy contemplamos, nos la transmite Mateo de una forma casi idéntica (Mateo 13, 54-58) y, con mucho más detalle, Lucas (Lucas 4, 16-30). 

Los tres sinópticos coinciden, por tanto, en subrayar con este suceso la amargura de la incomprensión y el rechazo a Jesús, que Juan expresará de muchas formas, ya desde el inicio de su Evangelio (“vino a su casa, y los suyos no lo recibieron”), en sus cartas, y de forma misteriosa en el Apocalipsis. Juan nos transmite, con una belleza que está más allá de las palabras, a ritmo del Latido Sagrado, que bien conoce el discípulo amado, esa danza que hemos de aprender para sortear las sombras, las tinieblas, las dudas y la confusión, hasta que la llama de la fe crezca y llene todo, ilumine nuestro ojo, nuestro corazón, nuestra vida, hasta la eternidad.



                                    Laudate Dominum, Mozart, Barbara Hendricks


 AMOR PERFECTO

El colmo del Amor,
amor hasta el extremo:
amar al que te odia,
al que te ataca,
al que mira indiferente
cómo sangra la herida
que su envidia infligió
en tu piel inocente
o en tu confianza.

Amar al que traiciona,
al que ignora tu voz
implorando su ayuda. 
Amor sin medida
ni condición.

También al que se porta
como enemigo cruel,
sin razón ni motivo,
al que ofende y se burla,
al que te hace caer,
al rencoroso… 

La paradoja santa,
valor que abrasa el odio
y enciende el corazón.
Amor purificado
que dignifica,
y te hace fuerte, libre
para seguir amando hasta el final
como el Maestro.

Amor total, Amor,
fuego divino
inflamando la tierra,
espada de doble filo,
arrancándonos el miedo
con tajo firme,
cirujano preciso,
dolor que se transforma
en amor si le damos
peso de eternidad,
y todo, hasta el pecado,
tiene sentido, feliz la culpa
que mereció tal Redentor. 

Amor que salva
clavado en una Cruz.
De la Cruz a la Luz, 
del dolor al amor,
para la Vida.