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sábado, 16 de marzo de 2024

"Yo Soy la Resurrección y la Vida"


Evangelio según San Juan 11, 3-7.17.20-27.34-45

En aquel tiempo, las hermanas de Lázaro mandaron recado a Jesús, diciendo: "Señor, tu amigo está enfermo". Jesús, al oírlo, dijo: "Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella". Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba. Sólo entonces dice a sus discípulos: "Vamos otra vez a Judea". Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús: "Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá". Jesús le dijo: "Tu hermano resucitará". Marta respondió: "Sé que resucitará en la resurrección del último día. Jesús le dice: "Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?" Ella contestó: "Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo". Jesús, muy conmovido, preguntó: "¿Dónde lo habéis enterrado?" Le contestaron: "Señor, ven a verlo". Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: "¡Cómo lo quería!" Pero algunos dijeron: "Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?" Jesús, sollozando de nuevo, llegó a la tumba. Era una cavidad cubierta con una losa. Dice Jesús: "Quitad la losa". Marta, la hermana del muerto, le dice: "Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días". Jesús le dice: "¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?" Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: "Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea para que crean que tú me has enviado". Y dicho esto, gritó con voz potente: "Lázaro, ven afuera". El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: "Desatadlo y dejadlo andar". Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.

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La resurrección de Lázaro, Juan de Flandes

                                                        La gloria de Dios es que el ser humano viva en plenitud.

                                                                                                                                      San Ireneo


En www.viaamoris.blogspot.com contemplamos el otro pasaje del Evangelio de San Juan que la liturgia propone como alternativa para hoy y comprendemos que amar la voluntad del Padre, fundirse en ella como hizo Jesús, es nuestra meta y destino, porque todas nuestras vidas caben en la vida de Cristo. Aquí escogemos la segunda alternativa y nos inunda ya la esperanza de la Pascua, recordando que creer en Él y, un paso más, creerle a Él, nos lleva a la Resurrección.

“Yo soy la Resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?", pregunta Jesús a Marta. El mismo Dios está diciendo que creer en Él ya salva. Pero ¿cómo?, se revuelven algunos, yo misma, si no estoy atenta. ¿Solo con creer? Algo habrá que hacer; si queremos ser perfectos como nuestro Padre, nosotros que no somos nada, que hemos reconocido con valentía y sinceridad nuestra impotencia y miseria. 

¡Algo habrá que hacer!, sigue la mente discutiendo contra lo indiscutible... Algún esfuerzo, algún trabajo sobre uno mismo, ayunos, sacrificios, mortificaciones… No me digan que ha sido inútil todo lo que he hecho durante tantos años, se desgañita el ego.... Que yo me estoy ganando el cielo con sangre, sudor y lágrimas.
Y Jesús nos repite, desde esa dimensión sin tiempo ni espacio desde la que nos habla siempre: “Yo soy la Resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?” Y por fin entendemos que basta con creerlo. 

Aunque estemos de acuerdo con San Agustín: "Dios, que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti"; aunque sigamos esforzándonos por seguir al Maestro y sacrificándonos con amor y gratitud, sin esperar nada a cambio; aunque hayamos aceptado con respeto el cambio de la liturgia en la Consagración y entendamos el sentido "lógico" de ese  "por muchos" que sustituye al "por todos". Pero a la vez, con una coherencia maravillosa que la Sabiduría tejió antes del tiempo y que la mente y su lógica limitada no puede imaginar, el corazón sigue intuyendo, sintiendo que basta con creer.
Jesucristo no se contradice, aunque a veces use parábolas y antítesis para espabilarnos. ¡Basta con creerlo! Algunos están tan limpios, han conservado tanta inocencia en su corazón que le miran o le escuchan o le evocan y ya creen esto, ya creen en Él, ya le conocen, que es mucho más que saber de Él, ya son en Él. Algunos no han dejado de ser como niños y, por eso, es suyo el Reino de los Cielos. Otros, incapaces de concebir tal prodigio, a no ser que se vacíen de sí mismos, a no ser que suelten el lastre de toda una vida vivida en el olvido y la ignorancia, trabajan, se esfuerzan, a veces en vano, mirando de reojo y con envidia a los trabajadores de la hora undécima.
En los que aún no han comprendido la enseñanza de los lirios del campo, es necesario, porque ellos mismos lo creen necesario, el esfuerzo, el trabajo sobre uno mismo. Pero una vez  recuperada la inocencia esencial, cuando creemos en Él y en lo que Él nos dice, ya estamos salvados, ya hemos vencido a la muerte con Él. 

Las palabras de Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida", no son solo promesa de eternidad. Ya ahora, aquí, sin que el cuerpo haya muerto todavía, Él resucita lo que en nosotros estaba muerto, nos despierta y nos llama a una nueva vida, ese reino de amor, verdad y justicia que nos empeñamos en no ver, cuando está tan cerca, tan dentro. Así lo expresa el Cardenal Newman:

"Cristo vino para resucitar a Lázaro, pero el impacto de este milagro será la causa inmediata de su arresto y crucifixión (Jn 11, 46 s). Sintió que Lázaro estaba despertando a la vida a precio de su propio sacrificio, sintió que descendía a la tumba de donde había hecho salir a su amigo. Sintió que Lázaro debía vivir y él debía morir. La apariencia de las cosas se había invertido, la fiesta se iba a hacer en casa de Marta, pero para él era la última pascua de dolor. 
Y Jesús sabía que esta inversión había sido aceptada voluntariamente por él. Había venido desde el seno de su Padre para expiar con su sangre todos los pecados de los hombres y así hacer salir de su tumba a todos los creyentes, como a su amigo Lázaro. Los devuelve a la vida, no por un tiempo, sino para toda la eternidad. 
Mientras contemplamos la magnitud de este acto de misericordia, Jesús le dijo a Marta: "Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre." Hagamos nuestras estas palabras de consuelo, tanto en la contemplación de nuestra propia muerte, como en la de nuestros amigos. 
Dondequiera que haya fe en Cristo, allí está el mismo Cristo. Él le dijo a Marta: "¿Crees esto?". Donde hay un corazón para responder: "Señor, yo creo", ahí Cristo está presente. Allí, nuestro Señor se digna estar, aunque invisible, ya sea sobre la cama de la muerte o sobre la tumba, si nos estamos hundiendo, o en aquellos seres que nos son queridos. 
¡Bendito sea su nombre!, nada puede privarnos de este consuelo: vamos a estar tan seguros, a través de su gracia, de que Él está junto a nosotros en el amor, como si lo viéramos. Nosotros, después de nuestra experiencia de la historia de Lázaro, no dudamos un instante de que él está pendiente de nosotros y permanece a nuestro lado."

                                                                                                          Beato John Henry Newman 


                                                 De profundis clamavi, Salmo 129

sábado, 9 de marzo de 2024

Cristo será tu Luz

 

Evangelio según san Juan 9, 1-41 

En aquel tiempo, al pasar, vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Y sus discípulos le preguntaron: “Maestro, ¿quién pecó: este o sus padres, para que naciera ciego?”. Jesús contestó: “Ni este pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios. Mientras es de día tengo que hacer las obras del que me ha enviado: viene la noche y nadie podrá hacerlas. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo”. Dicho esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego, y le dijo: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado)”. Él fue, se lavó y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: “¿No es ese el que se sentaba a pedir?” Unos decían: “El mismo”. Otros decían: “No es él, pero se le parece”. El respondía: “Soy yo”. Y le preguntaban: “¿Y cómo se te han abierto los ojos?” Él contestó: “Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé y empecé a ver”. Le preguntaron: “¿Dónde está él?”. Contestó: “No lo sé”.
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista. El les contestó: “Me puso barro en los ojos, me lavé y veo”. Algunos de los fariseos comentaban: “Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado”. Otros replicaban: “¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?” Y estaban divididos. Volvieron a preguntarle al ciego: “Y tú ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?” El contestó: “Que es un profeta”.
Pero los judíos no se creyeron que aquel había sido ciego y que había comenzado a ver, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron: “¿Es este vuestro hijo, de quien decís vosotros que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?” Sus padres contestaron: “Sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo ve ahora, no lo sabemos nosotros, y quién le ha abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos. Preguntádselo a él, que es mayor y puede explicarse”. Sus padres respondieron así porque tenían miedo a los judíos: porque los judíos ya habían acordado excluir de la sinagoga a quien reconociera a Jesús por Mesías. Por eso sus padres dijeron: “Ya es mayor, preguntádselo a él”.
Llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron: “Confiésalo ante Dios: nosotros sabemos que ese hombre es un pecador”. Contestó él: “Si es un pecador, no lo sé; solo sé que yo era ciego y ahora veo”. Le preguntaron de nuevo: “¿Qué te hizo, cómo te abrió los ojos?” Les contestó: “Os lo he dicho ya, y no me habéis hecho caso: ¿para qué queréis oírlo otra vez?, ¿también vosotros queréis haceros discípulos suyos?” Ellos lo llenaron de improperios y le dijeron: “Discípulo de ese lo serás tú; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ese no sabemos de dónde viene”. Replicó él: “Pues eso es lo raro: que vosotros no sabéis de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es religioso y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder”. Le replicaron: “Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?” Y lo expulsaron.
Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: “¿Crees tú en el Hijo del Hombre?” El contestó: “¿Y quién es, Señor, para que crea en él?” Jesús le dijo: “Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es”. Él dijo: “Creo, Señor”. Y se postró ante él. Dijo Jesús: “Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos”.
Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le preguntaron: “¿También nosotros estamos ciegos?” Jesús les contestó: “Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís que veis, vuestro pecado persiste”.

                           Curación del ciego de nacimiento, Lucas van Leyden

En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
                 Juan 1, 4

Pues habéis vuelto a nacer no de una semilla mortal, 
sino de una inmortal: a través de la palabra viva y eterna de Dios.
                             1 Pedro 1, 23

          En www.viaamoris.blogspot.comcontemplamos otro pasaje del Evangelio de Juan, que la liturgia propone como primera opción para el IV Domingo de Cuaresma, Domingo Laetare. Aquí hemos elegido la segunda opción. Ambas escenas nos guían hacia el renacimiento por la Luz y la Verdad que nos trae Jesucristo y a la alegría verdadera que nace de saberse salvado.  

          Como en otros pasajes del Evangelio, Jesús está de paso, pasa, viene al encuentro del ser humano para actuar desde dentro de la propia humanidad. Es otro encuentro liberador, lleno también de símbolos, para comprender el Misterio de Jesucristo, Verbo encarnado, enviado del Padre para ser la Luz del mundo.

Jesús está de paso, pasa, viene al encuentro del ser humano para actuar desde dentro de la propia humanidad. Hoy el Evangelio nos presenta otro encuentro liberador, lleno de símbolos y de claves para acercarnos al Misterio de Jesucristo, Verbo encarnado, enviado del Padre para ser la Luz del mundo.

La curación del ciego es un verdadero renacimiento; por eso Jesús repite el gesto de la creación del hombre del Génesis. Saliva y barro; Verbo y tierra; cuerpo mortal y Palabra eterna. Así nacimos, así renacemos. Y por el agua y por el espíritu nacemos a la vida eterna. Vayamos también nosotros de nuevo a Siloé, la piscina del Enviado.

Más que una sanación de la ceguera física, estamos ante un proceso de transformación integral. En primer lugar, el ciego recupera la capacidad de ver, en segundo lugar, la de hablar, en tercer lugar, la de argumentar, responder a las preguntas y reflexionar sobre sí mismo, los demás y sus circunstancias.

No solo estaba ciego desde que nació, sino, además, sin capacidad de expresarse y relacionarse. Por eso preguntan a sus padres y estos, por miedo a los judíos, le dan “permiso” para que recupere su identidad: “edad tiene, preguntádselo a él”.  “Soy yo”, dice, cuando ha recuperado la vista y, con ella, su esencia, su alma, su ser capaz de Dios, porque se le ha revelado Jesús, la Luz del mundo que brilla en la tiniebla.

Todo esto sucede en sábado, día prohibido para trabajar y también para curar y hacer el bien, según esos fariseos hipócritas. De nuevo nos topamos con la ley muerta, con las reglas vacías de contenido. Pero el amor  es más fuerte que la Ley, más poderoso que la tradición de los hombres. Amor que es Luz, Palabra, Vida.

Llama la atención la disposición del ciego a confiar y obedecer. No pone reparos y hace lo que Jesús le dice, va a la piscina sin una pregunta ni una duda, con total confianza. Jesús no le ha juzgado como pecador por haber nacido ciego, como han hecho los demás durante toda su vida; por eso deposita su confianza en Él.

Por último, recupera una de las capacidades más elevadas que tiene el ser humano: la fe, que, como veíamos en un post anterior, es amor que cree, valentía, preámbulo de la adoración, porque el que cree en Jesucristo no puede por menos que adorarle. Es en este momento cuando se consolida su transformación.

El evangelista nos muestra una especie de juego de identidades. Solo reconociendo la de Jesús, el que fue ciego recupera definitivamente la suya. Y con la identidad, recupera la capacidad de decisión, su voluntad. Por eso, si antes parecía incapaz de expresarse, oprimido por tan larga condena, se manifiesta ahora como un hombre nuevo, resuelto, firme, seguro. Así somos cuando nos renovamos en Luz y Agua, Espíritu y Palabra: seres nuevos, seguros, libres.

Como Saulo de Tarso, este hombre ha sido derribado del caballo de las falsas creencias y despertado a su verdad esencial. Por eso recupera a la vez la vista y la capacidad de hablar, de argumentar, de decir, en definitiva: “Soy yo”.

Al descubrir los ojos de su espíritu, la mirada del corazón, ha tomado conciencia de sí mismo. Por eso reivindica su identidad y la identidad de Aquel que le ha abierto los ojos. Es un proceso gradual, compartido por muchos de los que siguen este itinerario hacia la Vida, renacimiento de agua y espíritu: reconocer al que sana como un hombre llamado Jesús, un profeta, el Hijo de Dios, la Luz del mundo.

Atrapado en la ceguera por las creencias y condicionamientos, es uno mismo el que, en última instancia, debe aceptar la sanación, decidir ser liberado de esas ataduras y ver. Por eso Jesús le envía a lavarse; él debe poner de su parte. Le condenaron desde que nació y él aceptó esa condena; por tanto, también él debe estar dispuesto a soltarla, a salir de ese estrecho margen donde le han reducido, a recuperar, no solo la vista, sino la palabra, el poder decir: “soy yo”. El mendigo, ciego desde siempre, pobre, incapaz, reivindica su identidad y su curación, la confirma, la acepta y, entonces, puede renovarse íntegramente, renacer.

Los fariseos resultan casi patéticos defendiendo su puñado de creencias muertas. Son incapaces de ver la Vida que pasa dando vida, la Luz que pasa dando luz. Son los verdaderos ciegos, autómatas programados diríamos hoy.

Se entabla un verdadero y significativo duelo dialéctico entre el ciego sanado, con su evidencia, su certeza, y los fariseos y sus reticencias e inflexibilidad. Fariseos, ceguera frente a la luz, letra muerta frente a la Palabra y su acción en el mundo.

Todos hemos sido o somos como este ciego que tiene ojos para ver pero es incapaz de ver, de comprender, de reconocer al Salvador. Son los ojos del corazón los que no ven y hay que lavar en la piscina del Enviado. Y luego, una vez abiertos los ojos y el corazón, cómo no postrarnos si creemos en Él, cómo no adorar si Le reconocemos.

Creemos porque vemos con los ojos del corazón y porque confiamos en el testimonio de aquellos que vieron y, sobre todo, confiamos en el verdadero Testigo del Padre, Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. En la Eucaristía, cada día, Jesús vuelve a salir a nuestro encuentro y nos pregunta: ¿tú crees? Si la respuesta es "sí", lo siguiente es postrarse y adorar.

Como dice la primera lectura (1 Samuel 16, 1b.6-7.10-13a), Dios no ve las apariencias sino el corazón. Así hemos de ver: el corazón con el corazón, el centro de lo real con nuestro propio centro. Es el despertar de los sentidos espirituales.
El Salmo 23 subraya la actitud de confianza, base de la fe. Cuando no vemos, creemos porque confiamos en el testimonio de alguien. Dichoso el hombre que pone su confianza en el Señor, dice Jeremías, dichosos nosotros, porque ese Alguien en quien confiamos es el verdadero Testigo de Dios, el Único que Lo ha visto.
“Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz”, dice el final de la segunda lectura (Efesios 5, 8-14). Eso es recuperar la vista: despertar, resucitar. Ese volver a nacer pasa siempre por el descubrimiento del verdadero amor, superando la ceguera del ego. Es el amor el que permite alumbrar a ese nuevo ser, hombre y mujer interiores, renacidos y libres.

Pero para despertar, renacer y poder ver con la vista del corazón, hay que quererlo. Para ser luz en la Luz, hay que estar dispuesto a aniquilarse a uno mismo en la tiniebla. Como aquel otro ciego que recupera la vista: San Pablo; el que muere sin morir; el que desaparece como Saulo, el ciego que caminaba entre tinieblas, para aparecer como Pablo y convertirse en luz para los creyentes.

Todos vivimos noches oscuras, periodos de ceguera total, aliviados por momentos de despertar, de visión recuperada; y seguimos caminando con más o menos luz hacia la Visión definitiva. Para ver más allá de las apariencias, no solo es necesario trascender los sentidos, sino también trascender la mente. Hace falta alcanzar un estado de conciencia que despierta los sentidos sutiles. Porque las curaciones físicas que nos presenta el Evangelio son figura de la transformación interior que Jesús obra en nosotros. De igual modo, los sentidos físicos son metáfora o símbolo de los sentidos espirituales, los que nos permiten relacionarnos con lo espiritual.

Se trata de despertar en nosotros esa identidad esencial con la que emprender el verdadero camino. Entonces, con la brújula del corazón, empezamos a atisbar ese paisaje del alma en el que nunca hemos reparado y donde empezamos a percibir con los sentidos espirituales, trascendiendo lo puramente físico.

Vamos vislumbrando a qué se refiere Jesús cuando habla de nacer de nuevo. Tiene que ver, en principio, con este cambio radical que te hace percibir el mundo de forma nueva. Cambia entonces también la forma de mirar, como si la mente se rindiera y nos liberara de su dictadura.

Y ya no es percepción ni pensamiento, es sentir con todos los centros integrados y creer con el corazón, que es más, infinitamente más que creer: es ver, es conocer dando crédito a Aquel que se revela.

El que alcanza este estado de conciencia, despierto y libre, y logra ver, no puede por menos que ser diferente y actuar de forma diferente, pues ya no es esclavo de un ego que se deja llevar por las apariencias, sino que ha recuperado su verdadera identidad. Son muchos los que creyendo ver, viven ciegos, creyendo vivir, caminan entre muertos. Ver lo viejo no es ver, sobrevivir no es vivir… Hacen falta miradas nuevas, ojos valientes, capaces de reconocerse ciegos y querer quitarse las escamas para ver.

                                            Salmo 23, The Lord is my Shepherd


EL DIJO “TÚ”, Y DESCUBRÍ QUIÉN SOY YO

Dicen que volví a nacer cuando me devolvió la vista.

En realidad, renací un poco después, cuando Jesús me encontró de nuevo y me reveló Quién era.
Fue al reconocerle con los ojos del corazón cuando renací, y entonces me postré para adorarle.
Yo hasta entonces, no era nadie.

Hijo del olvido, de un pecado muy grave perdido en la memoria del tiempo.
No mío, ni de mis padres, ni de los suyos, ni de…
O de todos, y me tocó asumirlo.
Lo cogí para mí como quien coge el asiento más incómodo en un banquete.
Ciego nací, creo o creía, por esa grave falta, que mordaces me achacaban esos hombres henchidos de soberbia, importunando a mis padres, ancianos ya, cansados de penar por su hijo ciego.
¿Es que ellos ven?
¿Acaso ven los inflexibles fariseos, que ni se quieren dar cuenta de que veo?
Porque yo veo, ya sí, ahora soy un hombre de verdad, que mira y ve y habla y argumenta y se niega a encarcelarse de nuevo entre los muros de la limitación o la carencia.
Veo, hablo, manifiesto lo que veo.
Soy yo, el hombre que él quiere que sea, el que suelta todo cuanto me ha tenido con los ojos cerrados de la inercia.
Soy yo, y ahora veo.
Se me abrieron los ojos como se abre una flor cuando llega su momento.
Mi momento fue un hombre que se llama Jesús, un profeta y mucho más.
Es el Hijo del hombre, el Mesías, tanto tiempo esperado.
Viéndole veo a Dios porque lo miro con la vista interior, la verdadera, la que Él logró abrir cuando me puso saliva y barro, tierra y Palabra, eternidad sembrada en un cuerpo mortal.
Cómo no postrarme ante Él para adorarle, si además de curarme me hizo nuevo, capaz de ver lo que muy pocos ven.
Jesús de Nazaret, Hijo del Padre, maestro y terapeuta, Dios y hombre, Luz del mundo que abre ojos y abre corazones, pues son los corazones los que ven lo importante, lo eterno, lo Real. 

sábado, 2 de marzo de 2024

¿Mercados o templos? ¿Muertos o resucitados?

 

Evangelio según san Juan 2, 13-22

Como ya estaba próxima la fiesta judía de la pascua, Jesús fue a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: “Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.” Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: “El celo de tu casa me devora”. Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: “¿Qué signos nos muestras para obrar así?” Jesús contestó: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.” Los judíos replicaron: “Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?” Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la Palabra que había dicho Jesús.  

                                    Jesús expulsa a los mercaderes del templo, Carl Bloch

No vi santuario en la ciudad, pues el Señor
todopoderoso y el Cordero, eran su santuario.

                                                                                                                             Apocalipsis, 21, 22

Quedarán en el olvido
las angustias pasadas;
desaparecerán de mi vista
pues voy a crear un cielo nuevo
y una tierra nueva;
lo pasado no se recordará
ni se volverá a pensar en ello,
sino que habrá alegría y gozo perpetuo
por lo que voy a crear.
        Isaías 65, 16-18

            La escena en que Jesús expresa lo que se ha llamado “cólera sagrada” hacia los mercaderes del templo es narrada por los cuatro evangelistas. Mateo, Marcos y Lucas narran el episodio al final, poco antes del apresamiento. Se entiende así en el marco de un conflicto creciente entre Jesús y las autoridades religiosas judías. En cambio, Juan lo narra al inicio de la vida pública del Maestro, con la probable intención de insistir en la fuerza del mensaje de Aquel que vino a hacer nuevas todas las cosas, manifestándolo con este gesto profético.

Como tantas veces con el Evangelio, hay que ir más allá de lo literal, profundizar en esos niveles de lectura que vamos alcanzando a medida que lo leemos, lo interiorizamos, lo encarnamos. La cólera sagrada no se dirige precisamente a los vendedores y cambistas por su función, que realmente era necesaria para la actividad del templo. Los animales que se vendían allí eran los que se destinaban a los sacrifi­cios. Y los cambistas hacían posible cumplir uno de los múltiples preceptos de la religión judía: que el dinero para la ofrenda fuera acuñado por el propio templo. Las monedas griegas o romanas eran allí cambiadas, como una forma de “purificarlas”.

Jesús va siempre más lejos y más alto de lo que puede parecer con una primera y superficial lectura. Ya había hecho suyas las palabras de Oseas: "Así dice Dios: Yo quiero amor y no sacrificios". Amor, eso es lo que Él quiere, y no sacrificios, ni rigidez, ni intercambio, ni preceptos vacíos, ni hipocresía, ni miedos, ni búsqueda obsesiva de seguridades…

Tras aquella actividad de mercado, sacrificio, óbolo y cumplimiento de reglas, había inseguridad, esa necesidad que aún hoy pervive de sentir que somos buenos, fieles cumplidores, dignos de recompensa, merecedores del premio que un Dios-juez ha preparado para los que no fallan…

Pero ¿quién no falla?, ¿quién es realmente bueno?, ¿qué es ser bueno? Si solo Dios es santo, si solo Dios es bueno, tal vez lo único que podamos hacer sea recordarlo y permitir que Él haga en nosotros. El olvido de sí para el Recuerdo de Sí, el camino descendente, el santo abandono. De nuevo se nos invita a pasar del viejo paradigma del competir, controlar, cumplir preceptos…, de una religión exterior, al nuevo paradigma del compartir, soltar, integrar, amar…

De la palabra, a la Palabra, el Verbo que existía antes de todos los tiempos. Del templo externo, al Templo que es Jesucristo y, en Él, con Él, cada uno de nosotros. Del hacer, al Hacer, del fabricar, al crear, de la piedra, al agua, del agua, al vino, de la vida, a la Vida, entregando el fruto de los talentos que cada uno ha de desarrollar para cumplirse. Porque no se trata de cumplir sino de cumplirse, realizar (real – izar) esa Obra que nos haga decir “todo se ha cumplido”. Y eso solo es posible si, habiendo renunciado a uno mismo, dejamos que Cristo haga en nosotros. Es el secreto de la vida en Cristo, que el Propio Maestro confió a Luisa Piccarreta en la maravillosa enseñanza de la Divina Voluntad. Vivir la vida de Cristo, ya que Él vivió la nuestra; renunciar a nuestra limitada, torpe y ciega voluntad humana para que Su Voluntad nos llene y nos haga nuevos. Intercambio inefable al que se nos llama ahora que la representación de este mundo pasa. www.viaamoris.blogspot.com   

         El Evangelio de hoy nos brinda una nueva oportunidad de comprender a qué se refería Jesucristo cuando decía “buscad primero el Reino de Dios y su justicia y el resto se os dará por añadidura.” Si reflexionamos sobre las metas que nos han preocupado y nos han movido a lo largo de la vida, comprobaremos que muchas de ellas son cortas, tibias, mediocres, referenciadas a lo efímero. Y en cambio, la meta que ya vislumbramos, ese permitir que la Voluntad de Dios sea en cada uno, tiene resonancias eternas, como diría Maximo Decimo Meridio, en Gladiator, "tiene eco en la eternidad".

Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”, dice hoy Jesús, anunciando su propia muerte y su resurrección. Sus discípulos queremos imitar la valentía y coherencia del Maestro, dejando que los muertos entierren a los muertos, y viviendo ya como resucitados. Sin miedo, sin tibieza, sin ambigüedades ni medias tintas, sin trapicheos con el Padre, pues todas estas actitudes son las que Jesús denuncia con la contundencia del azote de cordeles, volcando las mesas de los cambistas.

         Los que siguen desviviéndose con los asuntos del César (no se limitan solo a lo material sino a todo “lo que se quemará”), son los muertos o los dormidos, los de fuera y también los de dentro de cada uno. Despertemos, vivamos ya el Reino, convirtámonos en despertadores para los que aún duermen dentro y fuera (como siempre, mota y viga, viga y mota…).

Todo lo que impide una verdadera conversión del corazón ha de ser volcado y derribado dentro de cada uno de nosotros. Lo que nos impide ser conscientes y reales, lo que nos hace querer ser de los “buenos”, lo que traiciona la esencia del Mensaje de Jesús, libre y claro, “sí, sí, no, no…” Todo fuera, volcado, derribado, para que Él vuelva a hacer nuevas todas las cosas. Quien no recoge con Él, desparrama, quien no se atreve a tomar decisiones valientes y definitivas como Él, desparrama, desperdicia, pierde la vida que nos dieron para Ser y para Amar.


                                              Escena de Hamlet, por Kevin Kline


POBRE YORICK

Quien no recoge conmigo, 
desparrama, 
dijo hace dos mil años
Aquel que volcó las mesas
de los cambistas y expulsó
a los mercaderes del templo,
la casa de su Padre, nuestro Padre.

Desparramar o recoger con Él,
azotando y expulsando si hace falta
a los tibios y los falsos, los oportunistas,
hipócritas que enturbian y confunden
desde dentro, muy dentro, en cada uno…

Recoger con Él o desparramar,
que es darle al César lo suyo y lo de Dios,
perder los días 
que nos dieron para amar 
con el corazón cerrado,
o encogido o asfixiado
por los afanes del mundo
y sus metas mediocres.

Desparramar es querer
que el mundo nos dé una gloria
efímera, tan falsa
como las máscaras
que cubren calaveras, pobre Yorick…

Pobres todos,
él es testigo mudo,
símbolo de tanta
vanidad de vanidades,
pobre Yorick,
desparramó también,
como todos, cada uno a su manera.

Pobre Yorick, fiel espejo
de lo que llevamos dentro,
oculto por la carne condenada
a desaparecer o transformarse.

Pobre Yorick,
pobre de mí,
y pobre de ti también
que te miras al espejo complacido
y te conformas
con la ilusión de sentirte
aprobado, reconocido, valorado,
te con-formas
con la ilusión...,
la forma de la forma,
ese creerte de los buenos, los limpios,
los que van a salvarse
por sus propios méritos,
vanitas, vanitatis,
y sales a la calle
con paso firme y la cabeza alta,
sin saber o querer reconocer
que en ese caminar altivo estás desparramando,
en ese olvido del Ser estás desparramando,
en ese creer que te bastas
a ti mismo estás de
                                    s
                                                    parra
                                                                      ma
                                                         ndo
                                                           .

                   Oh almas, Hermana Glenda, cantando el poema de San Juan de la Cruz


            Las intenciones, las palabras y las acciones son buenas o malas según el espíritu del que procedan, y del que quedan impregnadas.
            El publicano arrepentido está más cerca del Reino de Dios que el fariseo que pretende realizar sus obras. La mujer pública que desde un lugar inmundo siente a veces el oprobio en que vive, y cuya conciencia se espanta, está infinitamente más cerca de la verdad que el estoico que se regocija en medio de las llamas a las que ha entregado su cuerpo para servir a su amor propio, este ídolo de virtud que se ha fabricado él mismo.
                                                                                                           Conde Lopoukhine


                                        217 Diálogos divinos. Tiempos de flagelos