Gratis habéis recibido, dad gratis. Mateo, 10, 8










sábado, 21 de diciembre de 2013

Como niños


Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el reino de Dios. En verdad os digo, el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él.
                                                                                                            Lucas 18, 16-17


En Navidad conmemoramos la venida al mundo del Hijo de Dios, que se encarna en un niño vulnerable por amor. La actualización de la Navidad consiste en dejar que Dios encarne en todos y cada uno de nosotros. Para ello hemos de encontrar al Niño Divino tras el niño herido, el niño roto que somos. Por eso, hoy busco a la Niña Divina en la niña herida que sigue aquí, porque no existe el tiempo para los que viven conscientes del Reino.

Esa niña rota y confundida, tras la que se encuentra la Niña celestial, sigue conmoviéndose cuando recuerda el cuento El gigante egoísta, de Oscar Wilde. Nos simboliza a todos este gigante que, después de conocer al Niño Divino, es capaz de despertar, salir de su cárcel egoica y encontrar la Fuente del amor en su corazón.

Atendamos al niño interior, y recordemos con él esta historia, que es otra versión de la nuestra:

 
EL GIGANTE EGOÍSTA

Todas las tardes al salir de la escuela tenían los niños la costumbre de ir a jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y bello, con suave hierba verde. Acá y allá sobre la hierba brotaban hermosas flores semejantes a estrellas, y había doce melocotoneros que en primavera se cubrían de flores delicadas, rosa y perla, y en otoño daban sabroso fruto. Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan melodiosamente que los niños dejaban de jugar para escucharles.
-¡Qué felices somos aquí! -se gritaban unos a otros.
 
Un día regresó el gigante. Había ido a visitar a su amigo el ogro de Cornualles, y se había quedado con él durante siete años. Al cabo de los siete años, había agotado todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños que estaban jugando en el jardín.
-¿Qué estáis haciendo aquí? -gritó con voz muy bronca.
Y los niños se escaparon corriendo.
-Mi jardín es mi jardín -dijo el gigante-; cualquiera puede entender eso, y no permitiré que nadie más que yo juegue en él.
Así que lo cercó con una alta tapia, y puso este letrero:
 
PROHIBIDA LA ENTRADA
      BAJO PENA DE LEY

Era un gigante muy egoísta. Los pobres niños no tenían ya dónde jugar. Intentaron jugar en la carretera, pero la carretera estaba muy polvorienta y llena de duros guijarros, y no les gustaba. Solían dar vueltas alrededor del alto muro cuando terminaban las clases y hablaban del bello jardín que había al otro lado.
-¡Qué felices éramos allí! -se decían.
Luego llegó la primavera y todo el campo se llenó de florecillas y de pajarillos. Solo en el jardín del gigante egoísta seguía siendo invierno. A los pájaros no les interesaba cantar en él, ya que no había niños, y los árboles se olvidaban de florecer.
En una ocasión una hermosa flor levantó la cabeza por encima de la hierba, pero cuando vio el letrero sintió tanta pena por los niños que se volvió a deslizar en la tierra y se echó a dormir. Los únicos que se alegraron fueron la nieve y la escarcha.
-La primavera se ha olvidado de este jardín -exclamaron-, así que viviremos aquí todo el año.
La nieve cubrió la hierba con su gran manto blanco, y la escarcha pintó todos los árboles de plata. Luego invitaron al viento del Norte a vivir con ellas, y acudió. Iba envuelto en pieles, y bramaba todo el día por el jardín, y soplaba sobre las chimeneas hasta que las tiraba.
-Este es un lugar delicioso -dijo-. Tenemos que pedir al granizo que nos haga una visita.
Y llegó el granizo. Todos los días, durante tres horas, repiqueteaba sobre el tejado del castillo hasta que rompió casi toda la pizarra, y luego corría dando vueltas y más vueltas por el jardín tan deprisa como podía. Iba vestido de gris, y su aliento era como el hielo.
-No puedo comprender por qué la primavera se retrasa tanto en llegar -decía el gigante egoísta cuando, sentado a la ventana, contemplaba su frío jardín blanco-. Espero que cambie el tiempo.
Pero la primavera no llegaba nunca, ni el verano. El otoño dio frutos dorados a todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.
-Es demasiado egoísta -decía.
Así es que siempre era invierno allí, y el viento del Norte y el granizo y la escarcha y la nieve danzaban entre los árboles.
Una mañana, cuando estaba el gigante en su lecho, despierto, oyó una hermosa música. Sonaba tan melodiosa a su oído, que pensó que debían de ser los músicos del rey que pasaban. En realidad era sólo un pequeño pardillo que cantaba delante de su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar a un pájaro en su jardín que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el granizo dejó de danzar sobre su cabeza, y el viento del Norte dejó de bramar, y llegó hasta él un perfume delicioso, a través de la ventana abierta.
-Creo que la primavera ha llegado por fin -dijo el gigante.
Y saltó del lecho y se asomó. ¿Y qué es lo que vio? Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha de la tapia, los niños habían entrado arrastrándose, y estaban sentados en las ramas de los árboles. En cada árbol de los que podía ver había un niño pequeño. Y los árboles estaban tan contentos de tener otra vez a los niños, que se habían cubierto de flores y mecían las ramas suavemente sobre las cabezas infantiles. Los pájaros revoloteaban y gorjeaban de gozo, y las flores se asomaban entre la hierba verde y reían. Era una bella escena. Sólo en un rincón seguía siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y había en él un niño pequeño; era tan pequeño, que no podía llegar a las ramas del árbol, y daba vueltas a su alrededor, llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía enteramente cubierto de escarcha y de nieve, y el viento del Norte soplaba y bramaba sobre su copa.


-Trepa, niño -decía el árbol-, e inclinaba las ramas lo más que podía.
Pero el niñó era demasiado pequeño. Y el corazón del gigante se enterneció mientras miraba.
-¡Qué egoísta he sido! -se dijo-; ahora sé por qué la primavera no quería venir aquí. Subiré a ese pobre niño a la copa del árbol y luego derribaré la tapia, y mi jardín será el campo de recreo de los niños para siempre jamás. Realmente sentía mucho lo que había hecho.
Así que bajó cautelosamente las escaleras y abrió la puerta principal muy suavemente y salió al jardín. Pero, cuando los niños lo vieron, se asustaron tanto que se escaparon todos corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno. Solo el niño pequeño no corrió, pues tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio llegar al gigante. Y el gigante se acercó a él silenciosamente por detrás y lo cogió con suavidad en su mano y lo subió al árbol. Y al punto el árbol rompió en flor, y vinieron los pájaros a cantar en él; y el niño extendió sus dos brazos y rodeó con ellos el cuello del gigante, y le besó. Y cuando vieron los otros niños que el gigante ya no era malvado, volvieron corriendo, y con ellos llegó la primavera.
-El jardín es vuestro ahora, niños -dijo el gigante.
Tomó un hacha grande y derribó la tapia. Y cuando iba la gente al mercado a las doce encontró al gigante jugando con los niños en el más bello jardín que habían visto en su vida. Jugaron todo el día, y al atardecer fueron a decir adiós al gigante.
-Pero ¿dónde está vuestro pequeño compañero -preguntó él-, el niño que subí al árbol?
Era al que más quería el gigante, porque le había besado.
-No sabemos -respondieron los niños-; se ha ido.
-Tenéis que decirle que no deje de venir mañana -dijo el gigante.
Pero los niños replicaron que no sabían dónde vivía, y que era la primera vez que lo veían; y el gigante se puso muy triste.
Todas las tardes, cuando terminaban las clases, los niños iban a jugar con el gigante. Pero al pequeño a quien él amaba no se le volvió a ver. El gigante era muy cariñoso con todos los niños; sin embargo, echaba en falta a su primer amiguito, y a menudo hablaba de él.
-¡Cómo me gustaría verlo! -solía decir.
Pasaron los años, y el gigante se volvió muy viejo y muy débil. Ya no podía jugar, así que se sentaba en un enorme sillón y miraba jugar a los niños, y admiraba su jardín.
-Tengo muchas bellas flores -decía-, pero los niños son las flores más hermosas.
Una mañana de invierno miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el invierno, pues sabía que era tan sólo la primavera dormida, y que las flores estaban descansando. De pronto, se frotó los ojos, como si no pudiera creer lo que veía, y miró. Ciertamente era un espectáculo maravilloso. En el rincón más lejano del jardín había un árbol completamente cubierto de flores blancas; sus ramas eran todas de oro, y de ellas colgaba fruta de plata, y al pie estaba el niño al que el gigante había amado.
 

Bajó corriendo las escaleras el gigante con gran alegría, y salió al jardín. Atravesó presurosamente la hierba y se acercó al niño. Y cuando estuvo muy cerca, su rostro enrojeció de ira, y dijo:
-¿Quién se ha atrevido a herirte?
Pues en las palmas de las manos del niño había señales de dos clavos, y las señales de dos clavos estaban asimismo en sus piececitos.
-¿Quién se ha atrevido a herirte? -repitió el gigante-; dímelo y cogeré mi gran espada para matarle.
-¡No! -respondió el niño-; estas son las heridas del amor.
-¿Quién eres tú? -dijo el gigante, y le embargó un extraño temor, y se puso de rodillas ante el niño.
Y el niño sonrió al gigante y le dijo:
-Tú me dejaste una vez jugar en tu jardín; hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el paraíso.
Y cuando llegaron corriendo los niños aquella tarde, encontraron al gigante que yacía muerto bajo el árbol, completamente cubierto de flores blancas.

***

El gigante egoísta, como Ebenezer Scrooge, el viejo avaro y cascarrabias de Canción de Navidad de Dickens, aprende que la verdadera alegría surge de compartir, de dar, dándose uno mismo, con el corazón abierto y desapegado.
Como ellos logran recuperar el corazón de niños, inocente y libre, también nosotros podemos volver a ser niños y celebrar una Navidad en la que nada ni nadie quede excluido para el Amor que regresa. Porque Él siempre está viniendo para el que lo espera y sale a su encuentro.



Videoclip de la canción "Hay una luz". 2012
Todos los beneficios generados por la canción, destinados a la ONG
"Amigos de Calcuta" (http://www.amigosdecalcuta.org)
 
 
 
            Cuando exclamo “Señor Jesucristo, Hijo de Dios”, pienso en Jesús como el Verbo de Dios, que abarca el cielo y la tierra y se revela a toda la humanidad en modos distintos y con distintos nombres y formas. Yo considero que su Palabra “ilumina a todos los que vienen a este mundo”, y aunque es posible que no se reconozca así, está presente en todo ser humano en las profundidades de sus almas. Más allá de palabras y pensamientos, más allá de señales y símbolos, este Verbo habla en secreto en todos los corazones en todo tiempo y lugar. Creo que el Verbo se encarnó en Jesús de Nazaret y que en él podemos encontrar una forma personal del Verbo a quien rezar y en quien confiar.
                                                                                                   Bede Griffiths

sábado, 14 de diciembre de 2013

Anhelo de Verdad


A continuación, un fragmento del Mathnawî de Rûmî, que estoy releyendo con asombro y gratitud en la acertada traducción de María Corbí. Cuando uno está alerta y disponible, le va llegando todo lo que precisa para seguir avanzando en el Camino.
Así sucede cuando ponemos en primer lugar el Reino: la añadidura viene sola y se pone al servicio de lo Real, como un súbdito fiel y diligente.
Estas líneas parecen venir a nosotros para expresar poéticamente lo que hemos comprendido al contemplar el evangelio de mañana (Mateo 11, 2-11) en el “blog hermano”, www.viaamoris.com.

 
Quien busca otro que Dios, no es un buscador, es como el dibujo de un buscador.
Quiere comida, no quiere a Dios.
Es una imagen de vida; no le des el pan de vida.
Busca bocados dulces, no el recio sabor de Dios.
Ama a Dios por el beneficio, no por Él mismo.
Se encandila con las palabras sagradas, las imágenes y los conceptos.
Todo eso no es la Esencia.
No están enamorados de Él, sino de sus ideas de Él.
Los enamorados de sus ideas de Él, sólo se aman a sí mismos.
Los conceptos y las imágenes se engendran mediante cualidades
y definiciones; “el que es” no es engendrado.
Aman sus imágenes y sus conceptos, no la proximidad.
Toda imagen y concepto de Él es falso.
Con todo, si su amor a las imágenes y los conceptos es sincero, ellos le conducirán a la realidad.
Él es la “no imagen”, pero eso no es un alimento que pueda digerir cualquier mente y cualquier estómago.
Los conceptos y las imágenes que se puedan construir de Él, no son el mar, son tierra.
Los conceptos y las imágenes no son el sentir de la proximidad.
Las imágenes y los conceptos son un velo que le oculta.
Quienes se confunden, confunden la tristeza y la alegría representada, con la sentida.
Las imágenes, como los dibujos, están para que no nos paremos en ellos, sino para que nos ayuden a entender la realidad, para que nos sirvan de trampolín para acercarnos al umbral.
No te quedes en los conceptos y las imágenes, desnúdate de ellas y sumérgete en la realidad.
Desnúdate y entra en el mar.
Sólo desnudo se puede entrar en el mar y hacerse mar.

 
 
Mientras reflexionaba sobre el pasaje del Evangelio que me ha acompañado toda la semana, he recordado un precioso librito que me recomendó José Aguilella, párroco de Sant Jaume, en Oropesa del Mar: “Señor Dios, soy Anna”, de Fynn (Sydney Hopkins). Lo he vuelto a hojear y he encontrado muchos páginas que inciden en la misma idea: la fe adulta no consiste en creer en Dios sino en tener una experiencia real de Dios. En el libro es Anna, una niña de diez años, la que nos muestra esa fe consciente y viva, libre de prejuicios, creencias muertas, condicionamientos y expectativas:
 
La seguridad era fácil. Bastaba con aceptar al Señor Dios como a un superhombre que hacía más o menos seis meses que no se afeitaba, a unos ángeles que parecían hombres y mujeres con alas, a unos querubines con aspecto de bebés regordetes con alitas que no podrían sostener a un gorrión, y mucho menos los quince kilos de un infante mofletudo. En cambio, la salvación sólo era posible para Anna en ese acto de violencia creativa contra las imágenes de la seguridad.
Anna vivía cada minuto de cada día, aceptaba totalmente su vida y, al aceptar la vida, aceptaba también la muerte. La muerte era un tema de conversación bastante frecuente con Anna, pero jamás era algo mórbido o ansioso; simplemente, algo que sucedería en un momento u otro, y era mejor haber llegado a entenderlo un poco antes de que ocurriera, que esperar al momento mismo de la muerte y ser entonces presa del pánico. Para Anna, la muerte era un abrirse a nuevas posibilidades.

 

Sirvan estos hallazgos como homenaje a San Juan de la Cruz, del que hoy celebramos la festividad, el gran poeta místico, cuyo anhelo esencial le llevó a trascender imágenes, creencias, doctrinas heredadas, formas transitorias, hasta alcanzar el corazón encendido del Ser. En él sigue ardiendo sin consumirse.
 
 
 

 

sábado, 7 de diciembre de 2013

"Alégrate, llena de gracia"


Evangelio de Lucas 1, 26-38

A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres”. Ella se turbó ante estas palabras, y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: "No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin". Y María dijo al ángel: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” El ángel le contestó: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios”. Ahí tienes a tu pariente Isabel que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible". María contestó: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.



                                                           La Anunciación, Fra Angélico



María es icono de la Iglesia, símbolo y anticipación de la humanidad transfigurada por la gracia, modelo y esperanza segura para cuantos
avanzan hacia la Jerusalén del cielo.
                                                                     Juan Pablo II


La dicha de María ha sido mayor porque Dios nació espiritualmente en su alma que porque nació de ella según la carne.
                                 Agustín de Hipona

 
 
Mientras preparamos nuestro hogar interior para poder recibir y acoger a Aquel que viene, que siempre está viniendo, celebramos la fiesta de la Inmaculada Concepción.
María, la nueva Eva, como la vieron los Padres de la Iglesia, es inmaculada desde que fue concebida por Joaquín y Ana; no necesitó purificación ni transformación. Nació sin mancha para poder ser el receptáculo humano del Verbo, el seno virginal donde se gestó el Hijo de Dios.
Porque María era completa y absolutamente virgen. No solo no conocía varón, como dijo al ángel con transparencia, algo que está al alcance de cualquier criatura, sino que, además, y sobre todo, era esencialmente virgen, originalmente virgen, eternamente virgen.
Dios se había reservado una criatura incontaminada para que fuera la madre de Su Hijo. En palabras del Maestro Eckhart: “Virgen indica alguien que está vacío de toda imagen extraña, tan vacío como cuando todavía no era. Libre y vacío, por amor de la voluntad divina, para cumplirla sin interrupción.”

"Llena de gracia", es el título que la otorga el arcángel Gabriel (Lucas 1, 28), lo que quiere decir que en ella todo había sido renovado desde el inicio de los tiempos. Su alma, diáfana para dejarse traspasar por la Luz, su espíritu, eternamente puro, hasta los átomos de su cuerpo, todo había sido preservado de cualquier mancha de egoísmo.
Ninguna otra criatura nació en ese estado de pureza primordial. Sin embargo, también nosotros estamos llamados a dar a luz a Cristo. Podemos y debemos lograr que Él nazca espiritualmente en nuestras almas. ¡Qué plenitud de sentido puede darnos tan maravillosa misión!
              ¿Cómo ha de ser una madre espiritual de Dios? ¿En qué debemos transformarnos para poder dar a luz al Cristo interior? En vírgenes de alma o de espíritu, disponibles sin reserva, mental y emocionalmente liberados de las seducciones de lo material, de la figura, imagen o representación de este mundo que ha de pasar, que ya está pasando para quien puede percibirlo.

Y nacerán los cielos nuevos y la tierra nueva, porque esa virginidad del alma va unida a una fecundidad prodigiosa como la de María, virgen y madre. Una fecundidad que, si se alcanza, se desborda para ser compartida, se expande gozosa sin límite ni obstáculo.

             María, la Inmaculada, es nuestro modelo por excelencia, la primera criatura en la que se produjo el misterio del “nacimiento interior del Cristo”. Si seguimos la estela de su Luz llegaremos a la meta. El camino pasa necesariamente por imitar sus virtudes y hacernos humildes, disponibles, vacíos de ego, libres del mundo y sus afanes, llenos de amor para poder entregarnos y servir.

             Nada hay en la fiesta que celebramos hoy, o en el culto de hiperdulía que damos a la Virgen, de sensiblero o almibarado, como a veces parecen sugerir quienes aún no pueden abrirse al Misterio inefable que es Jesucristo, y que también es Su Madre, el rayo de lo Absoluto más cercano a la tierra y al ser humano.
A pesar de la confusión que pueda crear cierta iconografía o esa obsesión por los “mensajes proféticos” que proliferan, quejumbrosos, en internet, María está muy alejada del remilgo y de la sumisión pasiva y conservadora. Siempre atenta, audaz y coherente, ya lo dijo todo en los Evangelios. Basta con evocar sus contadas y fundamentales apariciones en los textos sagrados, o con recitar de vez en cuando esa oración alegre, entusiasta y revolucionaria que es el Magníficat (Lucas, 1, 46-55).

Si unimos ese maravilloso himno de alabanza, amor y subversión de lo injusto, a la valiente aceptación inicial: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1, 38), al imperativo “Haced lo que Él os diga”, en Caná (Juan 2, 5), y a su presencia silenciosa ante la Cruz (Juan 19, 25) y en Pentecostés (Hechos 1, 14; 2, 1), tenemos el legado de nuestra Madre, la más sencilla y completa guía de Vida.
 
 
“Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador;
porque ha mirado la humildad de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí;
su nombre es santo
y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos,
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia
—como lo había prometido a nuestros padres—
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.”
 
                                             Lucas 1, 46-55