Gratis habéis recibido, dad gratis. Mateo, 10, 8










sábado, 25 de abril de 2020

Arde nuestro corazón


Evangelio de Lucas 24, 13-35

Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: “¿Qué conversación es ésa que traéis mientras vais de camino?” Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó: “¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días?” Él les preguntó: “¿Qué? Ellos le contestaron: “Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves, hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron. Entonces Jesús les dijo: “¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?” Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura. Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante, pero ellos le apremiaron diciendo: “Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída". Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció. Ellos comentaron: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.” Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

                                               La Cena de Emaús, Caravaggio

Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven se queden ciegos.           
                                                                             Juan 9, 39

Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo.
                                  
                                                                                                            Apocalipsis 3, 20

¿Qué es la decepción? ¿Cómo se siente un corazón defraudado? Cansado, triste, aturdido, frustrado... Cuando estamos poniendo el corazón en algo falso o efímero, a veces es necesario atravesar esos estados sombríos, para despertar y recuperar nuestro ser verdadero, de hijos de la Luz.

            Jesús no es el Mesías triunfal y victorioso que esperaban estos discípulos que caminan abatidos y desencantados hacia Emaús. Lo han visto “fracasar”, humillado, muerto en la cruz, patíbulo de los delincuentes de poca monta. Quién iba a imaginar –piensan– que lo que había empezado tan bien, con tanta ilusión, iba a terminar así. Tanta ilusión…, tal vez ese es el problema, han edificado un proyecto personal sobre una ilusión, y las ilusiones son vanas, vanidad de vanidades, caza de viento, como canta el Eclesiastés. Bienvenida, pues, toda desilusión que nos separa del fruto vano de un ensueño. 

            Pero sus palabras eran tan hermosas… –siguen pensando y, ahora, por fin, recordando–. Más que hermosas, había tanta verdad y tanta vida en cada frase, cada parábola, incluso en cada silencio… Les cuesta creer que todo haya acabado así; preferirían mil veces estar soñando, y que esta ausencia, este vacío no fueran reales.

Las mujeres sostienen su tibia esperanza; otra prueba evidente de que resucitó realmente. Porque si fuera una patraña, un engaño hábilmente urdido, hubieran buscado testigos de mayor credibilidad, ya que las mujeres no eran muy tenidas en cuenta en aquellos tiempos y lugares.

            Esa era su conversación, su pensamiento, su estado de ánimo cuando aquel desconocido se unió a ellos y comenzaron a caminar juntos los tres. No sabían entonces que estaban a punto de despertar de su sueño.

No habían entendido las Escrituras; veían a Jesús como un Mesías victorioso según los paradimas del mundo, no como Hijo de Dios. Pero, a pesar de su ceguera, están deseando encontrar una razón para volver a confiar, a esperar. Cuando argumentan “es verdad que…”, están debatiendo consigo mismos, ese es el motivo de su preocupación, su lucha interior entre la evidencia de los sentidos físicos y la esperanza del corazón. Por eso le piden que se quede; sus corazones Lo presienten, Lo anhelan, Lo necesitan para seguir caminando.

Cleofás y el discípulo del que no nos dicen el nombre, para que nos resulte más fácil identificarnos con él, están de camino, como nosotros, pues no es otra cosa que un camino, nuestro breve paso por este mundo. Ardía su corazón, como arde el nuestro cuando leemos el Evangelio o evocamos al Señor. Queremos sentirle a nuestro lado, que se quede con nosotros porque la tarde está cayendo en nuestras vidas y la noche se acerca para todos.

Cleofás y el otro discípulo sin nombre que eres tú y soy yo y todos los discípulos de todos los tiempos, porque todos conocemos ese estado de abatimiento, tristeza y frustración, de estar a punto de tirar la toalla, viven, vivimos, un auténtico encuentro transformador cuando Jesús se acerca. A ti y a mí, que caminamos tantas veces cansados, decepcionados, abatidos. Otra mirada sobre ello en www.viaamoris.blogspot.com.

Es Él quien se nos une en el camino, quien sale a nuestro encuentro. Esa es la maravilla del cristianismo: el ser humano ya no tiene que elevarse, realizarse, acumular méritos, porque Dios mismo viene, se hace presente, Es, en cada uno. Y nosotros… ¿somos en Él? Sí, pero solo cuando dejamos de ser nosotros. Es el tantas veces repetido, en todas las tradiciones, morir a uno mismo, al pequeño ego, dormido y ciego.

Lo expresó como pocos Al-Hallaj, antes de ser torturado y asesinado por expresar con la transparencia de los místicos su unión con Jesús, Isa para los sufíes. Cuando su verdugo, tembloroso e inseguro por tener que matar a un santo, le preguntó: “¿Así que afirmas que tú eres Dios?”, Al-Hallaj respondió con dulzura y amor: “No, hermano, lo que yo afirmo es todo lo contrario: que Dios es yo, y que yo solo soy Dios cuando dejo de ser yo.”

Mientras vivimos, caminamos, hablamos, comentamos…, el propio Jesús se acerca. Arde nuestro corazón…, porque es ahí, en el corazón, el centro del ser, donde se produce el verdadero encuentro, la verdadera experiencia de Dios.

El mismo Jesús nos explica las Escrituras hoy, si abrimos el corazón y  escuchamos. Entonces arden nuestros corazones; Él los abrasa sin quemar ni consumir, con la llama de amor viva que transforma.  

Y, además de las Escritura, la Eucaristía, el Pan de Vida, que sacia definitivamente nuestro hambre y sed esenciales, y nos va uniendo más y más a Él, asimilándonos a Él. Porque, como dice San Juan de la Cruz, el mayor grado de perfección a que está llamado el ser humano en esta vida es transformarse en Dios. Es la experiencia de Al-Hallaj, por la que dio la vida amando y perdonando, como su Maestro.

                                                La Cena de Emaús, Abraham Bloemaert

Cleofás y el otro (tú y yo) están dormidos, han vuelto a poner la mente y el corazón en los afanes del mundo, abandonando ese estado de vigilancia y verdad que Jesús había despertado en ellos. Por eso están cansados y agobiados; sus mentes se han separado de Él y han vuelto a la inercia, las creencias, lo conocido, los hábitos cansinos, los tópicos y prejuicios. Están en la queja, tan habitual en quienes se sitúan en el paradigma de la supervivencia, en el Dios exterior, juez implacable, no en el Abba misericordioso que mora en el corazón.

Al decir “Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída”  están, sin saberlo, pidiendo auxilio. Porque su esencia sabe que vivir hacia afuera, en el mundo efímero de los sentidos, es la muerte, y ellos quieren volver a sentirse vivos y abrir el corazón que, escuchando a ese “desconocido”, ha vuelto a arder.

El Pan compartido y entregado, que es Jesucristo, les devuelve su íntima unión con la Vida verdadera, siempre nueva. Se les han abierto los sentidos sutiles, la capacidad de asombro, los ojos que ven y los oídos que oyen.  

Los discípulos de Emaús, como tantos de nosotros en algún momento de nuestras vidas, han experimentado la quiebra de las ilusiones, el derrumbe de las ilusiones que alejan de lo Real, en este caso de las falsas expectativas que habían depositado en Jesús, que no era lo que pensaban ni esperaban… No, claro que no lo era, Es infinitamente más y mejor de lo que hubieran nunca soñado, pero no se dieron cuenta hasta que el mismo Jesucristo les despertó y les hizo ver la realidad de otra forma, desde otra perspectiva.

Anochece en nuestra vida, siempre anochece… Solo con Él amanece; el alba de la resurrección. Vamos desvelando nuevas comprensiones sobre lo que sucedió, sucede, en el camino hacia Emaús. Arde mi corazón cuando escucho o leo las Escrituras; Lo reconozco al partir el pan y desaparece de mi vista para que Lo siga viendo con los ojos del alma: dichoso el que cree sin ver.

El que se acerca así a la Eucaristía vive una vida eucarística, en comunión con los hermanos, especialmente con los más necesitados, compartiendo con ellos el pan material y el Pan de Vida. Hay muchos discípulos de Emaús a nuestro alrededor, que esperan que encendamos en sus corazones el fuego del amor y les enseñemos a mirar de otra forma para poder ver. Hay multitud de hermanos con hambre y sed física que podemos aliviar, y muchos más con esa hambre y sed de Justicia, de Vida y Amor, que solo el que se alimenta de Cristo puede ayudar a saciar.



                              Yo creo en Tu Resurrección, Hermana Glenda

sábado, 18 de abril de 2020

Creer es ser valiente


Evangelio según san Juan 20, 19-31

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “Paz a vosotros”. Luego dijo a Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. Contestó Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús le dijo: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”. Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

                             Cristo se aparece a los apóstoles, Duccio di Buoninsegna

El rasgo del apóstol Tomás que más ha calado a lo largo de los siglos es el que surge de la lectura del Evangelio de hoy: esa incredulidad desconfiada y tozuda. Tal vez la habría manifestado de igual forma cada uno de los apóstoles, de no estar presente en esa reunión en la que Tomás, por predestinación acaso, más que por casualidad, no estaba.

Escondidos, encerrados, asustados, así están los apóstoles tras la muerte del Maestro. No parecen recordar que Él había dicho que resucitaría al tercer día. Ni demuestra ninguno mucha fe, porque la fe supone valentía. Creer es ser valiente; tener fe es confiar, por eso, creyente es el que no teme.

Había sido Tomás el que, unos días antes, había dado una prueba evidente de coraje y lealtad. Cuando Jesús dijo que volvían a Jerusalén, donde su vida corría peligro, fue Tomás quien dijo: “Vamos también nosotros y muramos con él” (Juan 11, 16). Con el corazón arrebatado de amor y fidelidad, estaba dispuesto a morir con el Maestro. Qué diferente esta reacción, de la imagen de incrédulo obstinado.

Y, sin embargo, era valiente, y también sincero; cuando no entendía algo lo decía sin tapujos, como cuando preguntó: “Señor: no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?" (Juan 14, 5). Y Jesús le respondió –nos respondió–  algo tan grande que la mente egoica no alcanza a concebir, solo el corazón puede acoger y comprender: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí.” (Juan 14, 6)

El Evangelio de hoy se sirve de Tomás, llamado el Mellizo (Judas Tomás Dídimo; Tomás: gemelo en arameo; Dídimo: gemelo en griego), para mostrarnos hacia dónde hemos de mirar para dar el salto valeroso de la fe. Nos señala el centro del corazón, o ese paisaje del alma en el que nunca hemos reparado y donde empezamos a comprender y a percibir con los sentidos sutiles, trascendiendo lo puramente físico. El Evangelista Juan, el discípulo amado, nos dice: escucha ahí, justo ahí, al que está escuchando. Date cuenta de quién escucha, mírale escuchar, quédate en esa escucha, como yo me quedé en el latido de Su corazón. Y también nos dice: permanece ahí, en tu mirada nueva y asombrada y un poco más atrás, mira cómo mira, mírala mirar. Escuchar con oídos que oyen; mirar con ojos que ven, se nos enseña de tantas maneras... Parece sencillo, pero hace falta osadía, generosidad, soltar los traicioneros amarres de la lógica cartesiana, que nos hacen sentir falsamente seguros.

Vamos vislumbrando a qué se refiere Jesús cuando habla de nacer de nuevo. Tiene que ver, en principio, con una transformación interior que te hace percibir el mundo, y a ti mismo, de forma nueva. Cambia, entonces, la forma de mirar, como si la mente se rindiera y nos liberara de su dictadura. Ya no miramos pensando, acomodando todo lo que vemos en una cuadrícula, como la que de niños dibujábamos en la tierra y luego recorríamos a saltitos. Así somos antes de ese cambio de mirada, niños saltando a la pata coja sobre un juego de rayuela que confundimos con la vida.

Y es que la fe no tiene nada que ver con las creencias. Estas proceden de la mente, de sus conceptos y clasificaciones limitadores. La fe, en cambio, es un don que recibe el que ha alcanzado un nivel de entrega que permite la intuición directa de lo Real. No es pensar, es integrar las potencias, memoria, entendimiento y voluntad, para sentir y fundirse con la Voluntad divina. Entonces se cree con todo el Ser, que es más, infinitamente más que creer: es saber. Y cada uno de nosotros puede decir: "creo", en los dos sentidos de la palabra: creer y crear, que, con Él y por Él, son el mismo.

            Entonces, unificados en Cristo, estamos preparados para recibir Su paz y el soplo del Espíritu Santo. Y, con ellos, el valor y la fuerza que Él nos otorga para seguir amando hasta el final. www.viaamoris.blogspot.com

Santo Tomás, El Greco


YO, QUE SIEMPRE CREÍ
  
Dirán que soy incrédulo; lo que soy es impaciente:
quiero ver al Señor, quiero abrazarlo;
no me basta que digan que no ha muerto.
¿Cómo iba a morir la misma Vida?

No me digáis que vive, eso lo sé;
Él me dio valentía de discípulo,
de creyente, que significa: el que no teme.

No me importa pasar a la historia
como el incrédulo, el desconfiado,
incapaz de dar el salto valeroso de la fe.
Él sabe que nunca dejé de creer,
pero quiso que representara ese papel ingrato.

Y hago como si no, como que quiero ver,
tocar para creer, mientras espero,
con el corazón henchido de certezas,
a Aquel que me escogió para seguirle.

Yo, que jamás dudé, acepto ser la duda
para que el mundo mire con los ojos del alma,
toque con los dedos del alma,
crea con la luz que el Espíritu
da a los valientes y los generosos.

Señor, acepto el cometido,
Tú y yo sabemos que nunca
dejé de creer, de sentir que eres la Vida,
que incluso “muerto” repartiste vida en los infiernos,
ese abismo de sombras donde la fe es un grito
desgarrado, de amor imposible.

Convirtamos mi amor en otro grito,
disfrazado de duda, el grito angustiado
del que no puede esperar para ver, oír, tocar
al Maestro, al Amigo, al Hermano.
  
Callaré lo que eres para mí:
Señor mío y Dios mío; hasta que vuelvas.
Haré bien mi papel: todos sabrán
que lo real está siempre más allá de los sentidos.

Tomás, el incrédulo, muy bien;
el desconfiado, si Tú quieres;
para el mundo que se resiste a verte
con los ojos del amor, como yo siempre te vi,
hasta querer morir contigo.

Hágase Tu voluntad,
yo, que siempre creí, seré la duda,
para que los incrédulos me recuerden,
metiendo el dedo, ay, en tus heridas,
y abran el corazón para creer.

Señor mío y Dios mío:
yo, Judas, Tomás, Dídimo,
que soy todo fe, seré la duda.
Escogiste al más parecido
a ti para alejarle tanto…

Sea, pues, mi Señor, como Tú quieres,
para que ellos crean y comprendan,
yo, que nunca dudé,
seré la duda.