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jueves, 31 de diciembre de 2020

La bien regenerada


Lucas 2, 16-21

En aquel tiempo, los pastores fueron corriendo a Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, les contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho. Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.


                                             La Adoración de los pastores, Giovanni Dò


LA VISITADORA

Era Belén y era Nochebuena la noche.
Apenas si la puerta crujiera cuando entrara.
Era una mujer seca, harapienta y oscura
con la frente de arrugas y la espalda curvada.

Venía sucia de barro, de polvo de caminos.
La iluminó la luna, y no tenía sombra.
Tembló María al verla; la mula no, ni el buey,
rumiando paja y heno igual que si tal cosa.

Tenía los cabellos largos color ceniza,
color de mucho tiempo, color de viento antiguo.
En sus ojos se abría la primera mirada,
y cada paso era tan lento como un siglo.

Temió María al verla acercarse a la cuna.
En sus manos de tierra, ¡oh Dios!, ¿qué llevaría…?
Se dobló sobre el Niño, lloró infinitamente
y le ofreció la cosa que llevaba escondida.

La Virgen, asombrada, la vio al fin levantarse.
¡Era una mujer bella, esbelta y luminosa!
El Niño la miraba. También la mula. El buey
mirábala y rumiaba igual que si tal cosa.

Era en Belén y era Nochebuena la noche.
Apenas si la puerta crujió cuando se iba.
María al conocerla gritó y la llamó: «¡Madre!»
Eva miró a la Virgen y la llamó: «¡Bendita!».

¡Qué clamor, qué alborozo por la piedra y la estrella!
Afuera aún era pura, dura la nieve y fría.
Dentro, al fin, Dios dormido sonreía teniendo,
entre sus dedos niños, la manzana mordida.

                                                                           Antonio Murciano


                                               Mary, did you know? Pentatonix


He aquí que Yo hago nuevas todas las cosas…, dice Jesús en el Apocalipsis. Todo nuevo… Esa transformación de la anciana oscurecida, arrugada, encogida de tiempo, olvido y pecado, en la joven luminosa de inocencia recobrada es lo que anhela nuestro corazón, lo que cantan todos los poetas (escriban poemas o no…). Es la belleza, tan antigua y tan nueva, por la que San Agustín dio todo…. Porque Él nos hizo para Sí... Que descanse ya ahora nuestro corazón en Él, Dios con nosotros, tan cerca que es más íntimo a mí que yo misma…, tan cerca que está dentro… Detente, descansa, alma mía, recobra tu calma; nada te turbe….

Todos los poetas, todos los amantes del Amado, todos los adoradores vengan y vean cómo la manzana mordida de pecado se deshace en el polvo de los siglos, porque la verdadera Historia comienza con Aquel que hace nuevas todas las cosas. Todo nuevo, lo demás, el miedo, la angustia, las pérdidas, los fracasos, las derrotas…, todo es sueño, viejo sueño de olvido y separación…, píxeles de una matrix virtual, que se borran y desaparecen con solo pulsar una tecla, la tecla del Amor, que ya fue pulsada antes de todos los tiempos, fue nuevamente pulsada cuando María dijo "hágase" y el Salvador vino al mundo, y permanece activada, desde entonces, para que sigamos amando hasta el final, que es el nuevo Principio. Cielos nuevos, tierra nueva…

Hoy, a punto de iniciar otro año para la historia que pasa, entrego mi manzana mordida al Niño del pesebre, que me mira bajo la sombra de una cruz. Le doy mi vieja manzana de miedo y deseo, de sueño y tristeza, de olvido y cansancio, y Él, con Su mirada de Amor, me ilumina, me transforma, me endereza, vuelve a crearme para una nueva Vida en Él. 

Durante mucho tiempo creí que mi nombre significa "la bien nacida", hasta que el padre Josemaría, uno de los mejores sacerdotes y personas que he conocido, me dijo que, en realidad, significa "la bien generada". Después de una vida de olvido y ceguera, de tantos años para el polvo y para el viento, pido al Niño que, ya que no he hecho honor al nombre que me puso mi madre querida, pueda ser, al fin, "la bien regenerada", para que mis dos madres ya siempre juntas sonrían, porque camino hacia ellas en este tramo del valle de lágrimas que se va acortando. 

Día de gracias, día de bendiciones, agradezco tanta gracia al Señor que ha venido a salvarnos y a devolvernos la Vida divina que perdimos, y, como Eva regenerada, le digo a la Madre: ¡Bendita! Ella, por quien nos vino la Gracia y que es mediadora de todas las gracias, nos bendiga y acompañe cada día.

sábado, 26 de diciembre de 2020

La Sagrada Familia


Evangelio de Lucas 2, 22-40

Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo primogénito varón será consagrado al Señor”, y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. Su padre y su madre estaban admirados por todo lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: “Mira, este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma”. Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret, El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
                              
            
                                            
La Sagrada Familia con María Magdalena, El Greco

                                                                            Mirad hacia Él y quedaréis radiantes.

                                                                  Salmo 33,6

Hoy, Solemnidad de la Sagrada Familia, la Iglesia celebra la Jornada por la Familia y por la VidaEn la Carta a Filemón, San Pablo nos dice que los lazos espirituales son infinitamente superiores a los carnales. Porque la libertad a la que nos guía la Sabiduría fortalece la fraternidad; escuchar a Cristo y cumplir la voluntad del Padre es conectar con la verdadera familia (Lucas 8, 21).

          Hay mucho sueño, incoherencia, fracasos y errores en casi todos los hogares, como los hay en uno mismo. La familia exterior es a menudo reflejo de la sociedad en que surge, y reproduce sus lacras: consumismo, hedonismo, competitividad, egoísmo, inercia… Pero más importante que los lazos de la sangre, como dijo Jesús, son los lazos espirituales que se crean entre aquellos que escuchan la Palabra y la cumplen, la familia espiritual, que está más allá de la reproducción y el crecimiento de la especie.

          La Sagrada Familia es modelo para todas las familias desde hace dos milenios; para las familias biológicas y, sobre todo, para la verdadera familia: la familia espiritual, unida por lazos eternos, la formada por aquellos que, en palabras del propio Jesús, escuchan la palabra de Dios y la cumplen (Lucas 8, 20). 

            No es, por tanto, una familia según la carne o la sangre, sino en espíritu y en verdad, a la que pertenecemos por el Bautismo. Es la Palabra encarnada en cada uno la que hace posible la familia real y duradera como semilla del Cuerpo Místico, esa Comunión de los Santos que regresan a la Jerusalén celeste.

             Imitando a Jesús, María y José, aprendemos a mantenernos fieles, despiertos, el corazón encendido, la cintura ceñida, dispuestos a emprender el camino en medio de la noche como José cuando escucha la voz de Dios. Van, vienen, cambian, crecen, evolucionan según la Voluntad del Padre, valientes y libres, confiados y generosos, sin apegarse a lugares o circunstancias. 

            La Familia de Nazaret es ejemplo para las familias físicas pero, sobre todo, para la familia espiritual. No en vano, el Padre de esta Familia es Dios Padre, el Esposo, el Espíritu Santo y el Hijo es el Verbo. San José cumple la función de padre impecablemente, sin ser padre de carne, y María es hija del Padre, madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo, lo que cada alma está llamada a ser si la imitamos.


              Imágenes de El Evangelio según San Mateo, de Pier Paolo Pasolini 

           En rápida sucesión y al ritmo de Bach, una metáfora de la vida terrena de la Sagrada Familia, siempre en la inestabilidad material, en lo incómodo, en lo precario y amenazada por los poderes del mundo. Su centro de gravedad, sus apoyos, nunca estuvieron en el mundo sino en la confianza depositada en el  Padre. Que sean nuestra inspiración. www.viaamoris.blogspot.com

jueves, 24 de diciembre de 2020

Navidad continua

 

Evangelio según san Juan 1, 1-18

En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este era de quien yo dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado.

                                               Puer natus in Bethlehem, J. S.Bach

Para que nosotros, seres relativos, podamos volver al Absoluto, 
es preciso que el Absoluto descienda y nos tome. 
Ese descenso es justamente la encarnación del Verbo; 
ese tomarnos es Jesucristo, el Hijo único de Dios. 
He aquí el evangelio.

                                                                                                    Paul Sédir

El Concilio Vaticano II nos recuerda que, desde el principio de los tiempos, el Verbo ha estado iluminando a todos los que nacen en el mundo. Desde la primera Navidad, hace ya más de dos milenios, como dice William Johnston, podemos rezar íntimamente al Jesús que anduvo por el mar de Galilea y que murió en la cruz, al tiempo que creemos por la fe que el mismo Jesús, cósmico y glorificado, se le revela a todos los hombres y mujeres que han existido o existirán. Ésta es la grandeza de la unión mística con Cristo, el Verbo encarnado. 

Para que Él pueda llevar a cabo su obra y nacer en nosotros sin ningún obstáculo, hemos de vaciarnos de todo lo falso y accesorio… Por eso san Agustín nos dice: “Vacíate para que puedas ser llenado; sal para poder entrar”. Vaciándonos y guardando silencio, la Palabra podrá ser pronunciada en cada corazón y podremos escucharla. Vacíos, seremos llenados; callados, Él hablará. El olvido de sí hará posible el Recuerdo de Sí, que nos lleva a la Fuente de lo Verdadero.
       
Jesús, el Verbo encarnado, Dios y hombre: Dios que nos creó, hombre que nos recrea. En Él vemos la imagen de Dios que el conocimiento humano puede captar y asumir. De su mano caminamos hacia la Visión plena y definitiva. Porque si la creación del mundo es expresión del poder de Dios, la encarnación del Verbo es expresión de Su amor infinito.
En Él, la naturaleza humana es elevada de su estado condicionado y abocado a la muerte, para enraizarse en el Yo del Verbo, una ya con Él. Es la encarnación; la posibilidad de levantarnos gracias a Su venida. Somos Hijos si queremos, con un destino glorioso para los que se abren a esta luminosa “propuesta”.
Él se encarnó por nosotros, pero ya antes era y, después de subir al Padre, siguió siendo. Nos llama a nosotros a esa vida de plenitud y eternidad que integra todo, incluidas las formas y los nombres. Pero si nos quedamos en lo temporal, no llegaremos a lo más sutil, lo sublime, lo absolutamente perfecto. Qué misterio asombroso e inefable que Él se haya abajado, siendo lo único Real, a tocar en la puerta de nuestros dormidos corazones, para que pueda encarnar en nosotros la Vida.
En su tratado Sobre la encarnación del Verbo, San Atanasio afirma que el Verbo de Dios se hizo hombre para que nosotros llegáramos a ser Dios; se hizo visible corporalmente para que nosotros tuviéramos una idea del Padre invisible, y soportó la violencia de los hombres hasta la Cruz, para que nosotros heredáramos la vida eterna.

El Señor del Tiempo, se insertó en la historia, se hizo uno de nosotros, limitándose a Sí mismo (kénosis). Vivió cronológicamente, como un hombre mortal, para hacernos inmortales. Se adentró en el tiempo para hacerlo estallar y disolverlo con su triunfo sobre la muerte.

Desde entonces, no hay nada que hacer, según lo que el mundo entiende por "hacer". Solo Ser, en Él, lo que Dios soñó para cada uno, porque nos ha abierto las  puertas a una eternidad donde seguir siendo. 

            Dios, la Unidad primigenia, entra por amor en la multiplicidad. La no-forma se hace forma, lo absoluto entra en lo relativo, lo no manifestado en lo manifiesto, lo ilimitado se hace limitado, concreto; lo eterno se hace temporal, el Todopoderoso se vuelve vulnerable.

Imitemos la humildad de Jesús, para recibir la Luz que viene con un corazón sencillo, como el de un niño, con la pureza esencial, la inocencia que permite reconocer el Misterio y aceptarlo. Él es el modelo de manifestación, porque encarnó por amor. Encarnemos conscientemente para amar sin medida, como Él. No hay un gozo mayor que el que nos brinda el Amor que podemos vivir a cada instante, en ese presente eterno donde somos uno con Él. www.viaamoris.blogspot.com


                                            78. Diálogos divinos. Navidad continua

Desde otro "instante sagrado", más allá del tiempo y del espacio, el poeta José Miguel Ibáñez Langlois canta con claridad y belleza el tesoro escondido de estos días: que Cristo no es un maestro más ni un avatar, que Él es la Fuente de la Vida, el Camino, la Luz, el Hijo de Dios que viene a liberarnos.

Él no es un iluminado porque Él es la Luz.
Él no ha buscado la verdad porque es la Verdad.
No es un héroe del verbo porque es el Verbo.
Él no se ha descubierto ni a sí mismo.
Jesús de Nazaret, qué diantres,
con la voz de la infinita humildad, simplemente susurra antes de morir:
yo soy la resurrección y la vida,
yo soy la luz del mundo,
Yo Soy El Que Soy,
Yo Soy.

sábado, 19 de diciembre de 2020

El Señor está contigo


Evangelio según San Lucas 1, 26-38

A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres”. Ella se turbó ante estas palabras, y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin. Y María dijo al ángel: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” El ángel le contestó: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios”. Ahí tienes a tu pariente Isabel que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible. María contestó: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.


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La Anunciación, Simone Martini
                                              
Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción.
                                                                                        Gálatas 4, 4-5

Oh tú, alma noble, noble criatura, ¿por qué buscas fuera de ti al que está en ti, todo entero, de la manera más real y manifiesta? Y puesto que tú participas de la naturaleza divina, ¿qué te importan las cosas creadas y qué tienes que hacer con ellas?

                                                                                                                   San Agustín

Cuarto Domingo de Adviento, a las puertas de la gran Fiesta de la Navidad. A toda la tierra alcanza su pregón, que proclama: el Señor viene a salvarte y liberarte, vino, viene y vendrá. No estás encadenado a tu pasado, tus errores, tus caídas, tantos fracasos, pérdidas y ausencias. Dios nació en Belén, nace en tu corazón si Le aceptas, y todo cambia y se transforma: el pesebre se ilumina, la pobreza es un tesoro, el abandonado es abrazado, el triste, consolado, el herido, sanado…  

Navidad es darse cuenta de que Dios está en medio de nosotros, defendiéndonos y protegiéndonos. En el Antiguo Testamento, parecía, a veces, que había que luchar contra Dios, así lo hizo Jacob, hasta que Dios se dejó vencer, y le dio la bendición que Jacob reclamaba. Desde que Jesús encarnó, es evidente que Dios es nuestro aliado y ha vencido por nosotros el pecado, la enfermedad y la muerte. Si Dios lucha por nosotros, la victoria es segura y la bendición no hay que pedirla, se nos da por anticipado a través de María, la bendita madre del bendito Niño Dios. 

Por eso dice Benedicto XVI que el Nuevo Testamento comienza con la Anunciación, que contemplamos hoy. "Alégrate" es entonces la primera palabra de la Buena Nueva. Navidad es la fiesta de la fe; es creer que ese bebé frágil que nace de una doncella virgen es nuestro Salvador y que, pase lo que pase, todo acabará bien porque él está a nuestro lado y quiere mucho más, quiere estar en nosotros, ser uno con cada ser humano. www.viaamoris.blogspot.com

Navidad es ver nuestra fragilidad, contemplando a ese Niño que asume lo humano para redimirlo. Cuanto más débiles y vulnerables nos sentimos, más anhelamos su Segunda Venida en gloria, para que nos saque de esa fragilidad y nos libere. De ahí el grito con que termina la Biblia: Maranatha, “Ven, Señor, Jesús"; porque deseamos que vuelva. Navidad y Pascua de Resurrección se fundirán en la Jerusalén celeste, la patria a la que regresamos. 

Navidad es alegría verdadera porque, aunque anhelemos su venida definitiva en gloria, sabemos que Él sigue con nosotros, acompañándonos hasta el final. Alégrate, levántate, mira hacia arriba y verás al Salvador que viene. Haz de Jesús el centro de la Navidad y de tu vida, y todo será Buena Noticia para ti. Acoges al Niño y Él te abraza con tu complejidad y tus sombras, transfigurando todo, liberándote de toda atadura. 

Este Adviento me he atrevido a ver en mí a la vieja Eva arrepentida. He visto sus arrugas, su decrepitud, su miseria y su tristeza de siglos. Lo he mirado todo en mí: su miedo, su angustia y su añoranza del paraíso. Atreviéndome a verlo, con amargura y esperanza a la vez, me he preparado para que, como en aquella leyenda que contemplamos hace tiempo, el Niño del portal y Su madre cojan mi manzana mordida, mis días de olvido, soberbia, sueño, egoísmo y dispersión. 

Les presento mi vida, tanto desvarío, tanta ceguera, tanto creer que yo podía elegir, proyectar, construir… Se lo muestro todo, y ellos lo ven, se compadecen de la pobre, vieja Eva, hija pródiga que ha sufrido tanto sin motivo, y me devuelven la inocencia, paso de ser anciana marchita a doncella agraciada, eternamente agradecida, para vivir con ellos los verdaderos días de gracia.

Jesús vino, viene si le dejamos sitio, y vendrá al final que ya Es, porque para Dios no hay tiempo. Quisiera esta Navidad vivir las tres venidas a la vez, celebrar Su nacimiento como el más importante de los acontecimientos, dejar que nazca en mi corazón, liberado de lastre y miseria, y recibirle ya en su venida triunfal, esa que algunos esperan histórica, y lo será: el final de la historia, y es a la vez atemporal. 

Es el secreto de los bienaventurados, que viven ya la eternidad, no la posponen, no la demoran, no la proyectan, porque la promesa está cumplida, la esperanza y lo esperado se unen, como la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan (Salmo 84).

Ave Maria, Schubert. Por Andrea Bocelli

sábado, 12 de diciembre de 2020

Del "no soy", a Ser en Cristo

 

Evangelio según San Juan 1,6-8. 19-28

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. Los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: “¿Tú quién eres?” Él confesó sin reservas: “Yo no soy el Mesías”. Le preguntaron: “Entonces ¿qué? ¿Eres tú Elías?” Él dijo: “No lo soy”. ¿Eres tú el Profeta? Respondió: No. Y le dijeron: "¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?" Él contestó: Yo soy “la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor” (como dijo el profeta Isaías). Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: "Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?" Juan les respondió: "Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia". Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando.

San Juan y los fariseos
Juan Bautista y los fariseos, Murillo

Vosotros mismos sois testigos de que yo dije:
“Yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado delante de Él.”
(…) Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar.

 Juan 3, 28, 30

El mayor de los nacidos de mujer (Mateo 11,11), la voz que clama en el desierto (Juan 1, 23), el precursor, Juan el Bautista, dice: "Yo no soy el Mesías" (Juan 1,20). Es necesario que Juan, el hombre, disminuya, para que el Hijo de Dios crezca. 

Juan nació en el solsticio de verano, momento a partir del cual los días comienzan a acortarse. Jesucristo, el Sol invicto, nace en el solsticio de invierno, desde el cual los días comienzan a crecer. Hemos de disminuir, menguar, con el gozo del que sabe que muriendo a sí mismo se acerca a la verdadera grandeza, su condición de Hijo, su naturaleza restaurada. 

Lo humano es así la antesala de lo divino, lo temporal de lo eterno, la condición de hijos de mujer, frágiles y terrenales, de la condición de ciudadanos del reino de los cielos. Es el sentido de la conversión que predica Juan, con la aspereza y rigor de su temperamento de asceta, necesario en aquel momento para el pueblo judío, que aún no conocía el poder transformador del amor que Jesús vino a predicar. 

Conversión, metanoia, teshuvah, dejar de mirar solo las realidades perecederas del mundo y mirar hacia la realidades eternas. Todos somos nacidos de mujer, pero el Bautismo nos hizo ciudadanos del Reino para ser, no ya solo imagen del Padre, sino también la semejanza perdida. 

Juan responde: “No soy yo”. Descubre su propia identidad, sin pretender apropiarse ni siquiera de una chispa de ese Sol que venía anunciando. Confesar la propia "nada" exige verdad, valor y coherencia, ese hablar sí cuando es sí y no cuando es no (Mateo 5, 37) que enseña el Maestro. Hay tanta palabrería vana en nuestras vidas, que a veces parece incluso hacernos olvidar ese puro desvalimiento que somos sin Dios.

Es el camino del “no soy”, como lo llamó Johannes Tauler, el camino de la negación de uno mismo, del puro abandono, de reconocer la propia nada con la humildad más absoluta. Dice Tauler: “Mientras te falte una partecita de verdadero abandono, mientras no la hayas adquirido de verdad, Dios ha de serte por siempre extraño y no sentirás la dicha suprema y más honda en este tiempo y en la eternidad.”

Lucifer quiso ser, Adán y Eva quisieron ser. Todas las guerras, los conflictos interiores y exteriores proceden del deseo compulsivo de ser, olvidando que no se puede ser sin morir a uno mismo. Juan el Bautista, el mayor de los nacidos de mujer, nos enseña a reconocer, sentir y decir con él: "no soy Él, pues no soy nada, no soy".

El Evangelio está lleno de “no soy” asombrosos, expresión de una fe bien aquilatada con ese oro espiritual que es el mayor tesoro. La cananea y su constancia inquebrantable, a la que no le importa compararse con un perro, con tal de recibir la gracia de Jesús. El centurión, cuyo criado está al borde de la muerte, que no se siente digno de que el Maestro entre en su casa, en su vida, en su corazón; Dimas, el buen ladrón, que solo se atreve a pedir un recuerdo del Hijo de Dios cuando llegue a Su Reino. “No soy”, está diciendo también la pecadora que se arrodilla a los pies de Jesús para lavarlos con sus lágrimas y secarlos con sus cabellos, aquella a la que tanto se le perdona, porque su negación de sí misma procede del amor. Y a quien mucho ama, mucho se le perdona (Lucas 7, 47).

Nulidad, desvalimiento, reconocer que sin Él nada somos y nada podemos… El Camino del “no soy”, tan diferente en apariencia del “Yo Soy”, y tan coincidente en realidad, porque al “Yo Soy” se llega por la humildad del negarse uno mismo. La soberbia solo lleva al “seréis como dioses” de la serpiente, y de tantos caminos que se basan en el ego, la ilusoria "autoliberación", confiando solo en las propias fuerzas, lo que no es más que otra faceta de la diabólica separación. 

Aquí está de nuevo la maravilla conciliadora e integradora del cristianismo: el “no soy” lleva implícito el “Yo Soy”. No soy en mí, por mí, para mí, pero soy con Él, en Él, para Él, y con los demás, por Aquel al que encontramos en el prójimo y nos lleva al Reino del amor, la dicha y la libertad.

Claro que la meta es el "Yo Soy"; "Sois dioses" dice el Salmo 82 y nos recuerda el mismo Jesucristo (Juan 10, 34).  Pero al “Yo Soy” no se llega por la soberbia y la desobediencia, sino por la humildad y la aceptación de la Voluntad divina. Es el camino del “no soy”: perder la vida, el mundo entero, para ganar el alma (Mateo 16, 24-26), el camino de María, con su "sí" incondicional que abre las puertas a la Salvación, el camino de Juan Bautista, voz que clama en el desierto y prepara la llegada del Señor. 

Es también el “caminito pequeño” de Santa Teresa del Niño Jesús, del poverello de Asís, de todos los místicos, anonadados en su enamoramiento, los Padres del Desierto, la Filocalia, el Hesicasmo, la Oración del Corazón...

Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar… ¿Qué debe menguar y qué debe crecer en nosotros para dejar de ser ciudadanos del mundo, hijos de mujer, y comportarnos como los ciudadanos del Reino de los Cielos que somos por el Bautismo?
Que mengüe lo que no somos, el ego, las máscaras, los frutos de la soberbia, y crezca nuestra verdadera realidad de hijos en el Hijo.  Cada día, cada instante, podemos escoger entre ser solo hijos de mujer, de los que Juan el Bautista es el mayor, o ciudadanos del Reino, seguidores de Cristo y, por la gracia de su amor infinito, hijos de la Luz, imagen de Dios y, por fin, semejanza restaurada.
  
                                                              Deus fit homo ut homo fieret Deus.
                          (Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios.)
                                                                                             San Atanasio


                                         Jesús, alegría de los hombres, Bach

La cantata de Bach, Jesús, alegría de los hombres, tan apropiada para este Tercer Domingo de Adviento, Domingo Gaudete, de la alegría, en el que nos regocijamos y saltamos, como Juan el Bautista en el vientre de Isabel, al sentir la Presencia inminente del que siempre está viniendo, Jesús, el Salvador.
Abrimos nuestros corazones para recibirlo, preparamos con alegría y esperanza el Camino al Señor, sin miedo a meguar para que él crezca. Porque disminuye lo que no somos y a la vez crece lo que estamos llamados a ser desde el inicio. Nos hacemos, como Juan, testigos de la Luz. Bendito propósito, del que empezamos a ser conscientes y ante el que nuestras historias personales se rinden, se arrodillan, menguan hasta morir, para transformarse en Vida.

Otra forma de asomarse a este Misterio en  www.viaamoris.blogspot.com