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sábado, 16 de mayo de 2015

Ascensión. El triunfo de la libertad


Evangelio de Marcos 16, 15-20

En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán los demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, tomarán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos. El Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos fueron y proclamaron el evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban.

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La Ascensión de Jesucristo, Giotto

                                         
Gozamos ya de la resurrección como seres de la nueva creación, habiendo pisoteado con y por Cristo la muerte y el pecado.
Matta el Meskin


Con la Ascensión, Jesucristo cumple el ciclo de ida y vuelta al Padre. La cortina de la carne ya no le aprisiona; ha vencido los condicionamientos materiales.

Él ha prometido no dejarnos solos y enviarnos el Espíritu. Falta nos hace, porque ahora nos toca caminar sin verle ni escucharle con los ojos y los oídos del cuerpo. Es la fe la que nos da la certeza de que sigue a nuestro lado, invisible aunque realmente presente.

           ¿Cómo no creer que se ha quedado con nosotros para siempre, sacramentalmente y en nuestros corazones, Aquel que por amor se convirtió en el “gusano” de Dios (Is 41, 14; Sal 22, 7), y bajó a los infiernos para liberarnos del pecado y abrirnos las puertas de la eternidad?

           “Eclipse de Dios”, preciosa metáfora de Benedicto XVI; así son nuestras vidas casi siempre. Y así debió de ser, infinitamente más profundo y desgarrador, el eclipse de Dios que vivió Jesús, para que con el nuevo sol llegara la luz a todos los confines del universo.

Él ya nos atrajo hacia Sí cuando fue elevado sobre la tierra (Jn 12, 32), por eso nuestro destino es ascender. Para seguirlo en la ascensión, tenemos que recorrer primero el camino de humildad que Él recorrió durante su vida terrenal.

Cristo nos atrae hacia Sí, no ya desde la Ascensión, sino desde el mismo momento en que esta comienza, que es en la Cruz.

           La ascensión a la que Él nos llama es el triunfo de la libertad. Por eso, para elevarnos hacia Él, tenemos que desprendernos del lastre, de todo lo que encadena y tira hacia abajo: las pasiones, los apegos, el egoísmo…, ir acostumbrándonos a ese Reino de lo sutil donde todo es perfecto en su transparencia, en su vertical ligereza, en ese anhelo de seguir ascendiendo hacia planos cada vez más sublimes de conciencia, de comunión con Cristo.

La plenitud de la gloria no acompañó a Jesús antes de la Pasión, pues su condición humana le mantuvo en un cierto alejamiento temporal del Padre, aunque nunca dejó de ser Uno con Él, gracias a su naturaleza divina. ¿Cómo, entonces, podríamos nosotros, pobres criaturas limitadas, ser ya pura luz, puro Ser, pura gloria, como algunos pretenden?

Cabodevilla nos ayuda a adentrarnos en estos Misterios: “Cristo llegó a ser centro del mundo solo después de haber terminado su sacrificio, “pacificando por la sangre de su cruz todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo.” (Col 1, 20). Ahora bien, este sacrificio suyo lo llevó a cabo en carne humana mortal. Mientras no lo hubo consumado, hallábase abatido por debajo de los ángeles (Heb. 2,7), capaz de ser consolado por ellos (Lc 22, 43); solo después de resucitar “fue constituido mayor que los ángeles.” (Heb. 1, 4)”

           Porque por nosotros mismos no podemos elevarnos. Jesucristo, que en el momento de su muerte portaba en su carne a la humanidad entera, al ascender se lleva como “trofeo” la carne humana glorificada.

Eso es lo que ganó para nosotros con su Muerte–Resurrección–Ascensión. Así lo resume San Ambrosio: “Bajó Dios, subió hombre”. Y San Zenón: “Bajó purus del cielo, entra en el cielo carnatus.” Se lleva el cuerpo, la carne humana que recibió de María, más que transfigurada e incorruptible, plenamente glorificada. Y llevándose su cuerpo, prefigura la elevación de los nuestros, llamados a la incorruptibilidad.

El pasaje que hoy contemplamos de Mateo es mucho más sobrio al mencionar la ascensión que el relato de Hechos de los Apóstoles 1, 1-11, que también leemos hoy y que es una escenificación que elabora Lucas para que entendamos. También en su Evangelio, Lucas 24, 46-53, como en otras muchas escenas del Nuevo Testamento, se incluyen símbolos y alegorías, formas de expresar o de intentar explicar lo inexplicable. Lo esencial no es la forma en la que sucedió la Ascensión, el regreso de Jesucristo al Padre, sino su realidad ontológica.

Y es que Jesús, que nunca perteneció a este mundo, después de resucitar está libre de los condicionamientos de la carne y ya no vive en las coordenadas espacio-temporales que conocemos. Si con la encarnación descendió, humillándose, con la resurrección asciende, es glorificado.

San Bernardo señala tres niveles en el descendimiento: la encarnación, la cruz y la muerte; y tres en el regreso al Padre: resurrección, ascensión y asentamiento a la derecha del Padre (Mc 16, 19). Nuevo símbolo, pues el Padre no tiene derecha ni izquierda.

En su vida terrena Jesús era verdadero Dios, además de verdadero hombre, pero el velo de la carne con sus limitaciones le mantenía en cierto modo alejado de su verdadera gloria. Y en su glorificación definitiva, Jesucristo nos otorga el don supremo, nos abre las puertas a nuestra propia glorificación, pues, ascendiendo como verdadero Dios y verdadero hombre, ensalza la naturaleza humana y hace posible la promesa de nuestra inmortalidad.

El Hijo se une al Padre y, a la vez, maravilla del Misterio, se queda con nosotros como prometió. Hace de nuestros corazones su morada, si queremos hospedar a tan adorable Huésped. No se va, se queda con nosotros, presencia invisible, en la Eucaristía y en nuestro interior.

Está en el Padre, está en la Eucaristía, está en mi corazón… Es ahora cuando el verbo “estar” sobra o, mejor dicho, se queda corto. ¡Es en el Padre, y en la Eucaristía, y en mi corazón! Ya no tenemos que mirar alelados el cielo por el que lo hemos visto alejarse o nos han dicho que se ha alejado. Hagamos caso a los ángeles y reanudemos el camino con alegría, porque Él no se ha ido, no se ha alejado, sigue siendo plenamente, en el Padre, en la Eucaristía, en ti, en mí.

Puede ser difícil vivir estas verdades si no se comprende, y se interioriza, que hay dos formas de existencia.

La del mundo, del que, por Cristo, ya no somos, que es la que nos resulta familiar. Está condicionada por el espacio, con sus tres dimensiones, limitadas y concretas, y el tiempo, con su discurrir inexorable, ante el que nos sentimos indefensos, vencidos de antemano. Me refiero al tiempo cronológico, pues hay muchas otras dimensiones del tiempo que no nos encarcelan –al contrario– y de las que hablaremos otro día.

La segunda forma de existencia, el nuevo mundo al que estamos llamados, en el que ya somos, aunque no nos demos cuenta, es la verdadera realidad, la dimensión eterna que nos corresponde, a la que Cristo asciende, ya en plenitud, sin por ello dejarnos. Porque es una realidad que se trenza con la otra, la de lo aparente, lo material, y lo sublima, espíritu y materia, trascendencia e inmanencia, Unidad, al fin.

Unidos a Él, ya estamos en el cielo, en la gloria, en el siglo venidero, aunque aún no nos hayamos despojado de los velos, a veces tan tupidos, de la carne. .

El viejo hombre y el viejo mundo han pasado; la nueva creación nos reclama. Vivamos ya la nueva vida de resucitados; hombres nuevos, capaces de ser testigos de Jesucristo y de llevar a cabo la misión que Él mismo nos ha encomendado: guardar, enseñar, compartir Su Palabra. Porque Aquel que tiene pleno poder en el cielo y en la tierra está con nosotros y Es en nosotros, todos los días hasta el fin del mundo.       

 
                                                    Ascensión, Oratorio, J. S. Bach


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