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sábado, 13 de junio de 2015

Confianza y fidelidad, puertas del Reino


Evangelio de Marcos 4, 26-34

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega”. Dijo también: “¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas”. Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía en parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.

 
 
                                                    El Reino es hoy, Salomé Arricibita


Las parábolas que hoy contemplamos nos recuerdan que el Reino se manifiesta en lo pequeño, lo discreto, lo desapercibido; y no en lo brillante, ni lo evidente, ni lo triunfal. Al Reino no se llega por el camino asfaltado ni por la escalera lujosa sino por el camino descendente de Aquel que se abajó para elevarnos.

Es el sacrificio (sacer fare: hacer santo, sagrado) de lo discreto, lo normal, lo cotidiano. Ofrecemos todo con confianza y naturalidad. Cada día, en cada gesto en cada encuentro, cada pensamiento y cada sentimiento. Y al final de cada día, con la misma discreción, con la misma normalidad, vamos al encuentro de lo Sagrado, para ofrecer todo, santificar todo, transmutar todo.

Nuestras vidas son la gota de agua que se une a la Sangre de Cristo para fundirse con ella. Nuestras miserias, angustias y debilidades se hacen Sangre redentora, vida eterna. Y todo al estilo de Jesucristo: con discreción, silencio, constancia, fidelidad.

Jesús es el Reino y quiere que lo seamos nosotros también. El Reino se halla en lo más íntimo y profundo de nosotros mismos, y no hay nada sensible que pueda evidenciarlo. Pero sí hay signos de pertenecer al Reino: la docilidad, la confianza y, sobre todo, la fidelidad a la voluntad de Dios.
Confianza y fidelidad, porque el amor confía, es fiel y no teme. Lo estoy descubriendo con dimensiones nuevas de mi ser en unos días de pruebas, consciencia y zozobra, con innumerables fichas que se caen. Temor y temblor, porque todo es impermanente, todas las estructuras son inestables y veo como nunca, de un modo nuevo también que, frente a lo circunstancial y temporal que no es lo Real, está lo eterno, lo inmaterial que somos. Y quiero vivirlo siempre con esa actitud que al fin empiezo a interiorizar, con los ojos de lo eterno.
 
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Dimos nuestro “sí” cuando reconocimos la legitimidad de la ley de Dios, y prometimos someternos a ella, pero luego, al menos periódicamente, volvimos a vivir sin preocuparnos de la voluntad del Padre. Y nos parece que vivimos en el Reino porque nuestros “sí” fue sincero, pero lo cierto es que solemos sustraernos a la voluntad divina que nos quiere  pertenecientes al Reino. Nuestros actos quizás coincidan muchas veces con la voluntad de Dios, pero cuando surge una desavenencia entre ella y nuestra voluntad propia, lo que satisfacemos son nuestros deseos y nuestros caprichos. Pertenecer al Reino no es inscribirse en él. La entrada en el Reino exige un deseo vivo y continuo, una aceptación constante y actual de la voluntad de Dios sobre nosotros. Es un “sí” continuamente repetido, que ha de vencer a nuestra infidelidad práctica.

Hay un modo especial de eludir la voluntad de Dios, incluso creyéndola cumplida; este defecto es más propio de los intelectuales, y consiste en confundir la realidad de una cosa con el proyecto, el juicio, la idea de la misma. Puede haberse pensado profundamente una idea, saborearla y ensalzarla en espíritu… y en cambio, vivir en una completa oposición. Una actitud intelectual deformada nos impide ver tal error. No existe una pertenencia definitiva al Reino de Dios: si no se desea constantemente pertenecer al mismo, se abandona sin advertirlo.

Jesucristo nos habla de un nuevo espejismo: el de imaginar que basta cierta dosis de obediencia a la ley. La pertenencia al Reino exige algo más que una exacta obediencia a una ley compleja, que exige algo más que la justicia de los escribas y los fariseos. El Reino es para cada alma la respuesta a una llamada personal; es una adhesión a la voluntad personal de Dios, diferente para cada alma y variable según las circunstancias. Desde nuestro punto de vista humano no entendemos el plan de Dios como una ley establecida para todos, sino como una voluntad progresiva, que va revelándose poco a poco según las necesidades de su Iglesia y según nuestra capacidad personal.

                                                                                                            Yves de Monteheuil
 

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