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sábado, 30 de marzo de 2013

Sueños lúcidos III



El arzobispo Teófilo, de santa memoria, decía al aproximarse a la muerte: Eres un hombre feliz, abad Arsenio, porque has tenido siempre esta hora ante tus ojos.
                                                                                                          Thomas Merton
                                                                                                   La sabiduría del desierto
 

Tenía catorce años cuando soñé con mi propio funeral, de cuerpo presente. Yo estaba ante la muerta, que era yo misma, en el centro de la capilla del colegio. Y lloraba junto al cadáver, que yacía hermoso en un ataúd blanco y abierto; entre las manos, una rosa, también blanca. Me recordó a Aurora, la protagonista de mi cuento favorito: La bella durmiente.
 
Creo que por primera vez fui consciente –pude experimentarlo– de que hay algo en nosotros, de otra calidad y otro nivel, inefables e inalcanzables por la mente, que no va a morir, porque el verdadero Ser que somos es inmortal.
La que lloraba a la muerta con una tristeza serena, casi alegre, estaba más allá de la muerta; la trascendía. Aquella noche intuí –hoy lo sé– que se puede morir sin morir.
Desde entonces camino hacia esa meta sin miedo y sin deseo, con la muerte trascendida, puerta blanca, ventana siempre abierta, como aliada.

 

 

 

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