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jueves, 19 de julio de 2012

Picorote migratorio



Lo surreal está por debajo de lo aparentemente real  para,
en giro metanoico, ponerse por encima de lo que parece real.
El surrealismo, como la patafísica, nos ayuda a ser mejores.

                                                                                             Fernando Arrabal



            El psicólogo de la casa de reposo donde me recupero de ciertas manías que dicen que tengo no da abasto. A los pacientes nos encanta tumbarnos en el diván de terciopelo verde, y contamos con tanto detalle síntomas reales e imaginarios, que se forman colas que salen por el pasillo y llegan hasta el jardín. No es que estemos locos, o no más que cualquiera, es que nos gusta recrearnos con esas pequeñas manías que molestan a nuestras familias –por algo nos habrán encerrado aquí, digo yo– y tan interesantes e inofensivas nos parecen a nosotros. Por eso resulta un alivio para el pobre doctor Aguilera, la llegada de los picorotes migratorios que vienen de la Península de Serendipity, siempre en la fiesta de Todos los Santos.
           Da gusto verlos llegar, con sus cabezas ovaladas como pelotas de rugby y sus manos primorosas, con unos dedos tan largos que han de llevar los brazos doblados por los codos y aún así los arrastran si se descuidan. Esa delicada forma de colocar los brazos les hace parecer elegantes damas que ofrecen su mano para que la besen. Visten túnicas de color azul turquesa, con una interminable cola de vestido de novia, que según caminan van colocando de un lado a otro con coquetería.
            Los picorotes migratorios son mudos, por eso saben escuchar como nadie. A todos nos encanta ser tratados por ellos y en la casa de reposo habilitan las hamacas del jardín para que no se formen filas. Les contamos los síntomas que nos vamos inventando sobre la marcha para tratar de impresionarles. Llevan unas enormes libretas moradas, donde apuntan el diagnóstico y el tratamiento que corresponde a cada paciente. Luego, los enfermeros se encargan de colgar las páginas en el corcho de la sala de actividades para que cada paciente pueda consultar el suyo.
            Hay algo que recuerda a un monje en los picorotes migratorios. Se trata de una especie de ojal en la cabeza, justo en la coronilla, pero en los picorotes no es afeitado o calva –¿he dicho ya que no tienen pelo?– sino una grieta, un hueco por donde salen las angustias de los pacientes, transformadas en chispas de colores. Y es que los picorotes son maravillosos alquimistas. Un día nublado vi salir del cráneo de uno de ellos un arco iris completo. Creo que era una depresión de las gordas.
            La última vez que fui atendido por un picorote, me recetó permanecer agarrado a la rama de un sauce llorón, balanceando suavemente el cuerpo, mientras recitaba tres veces Las flores del mal de Baudelaire. Ahora camino con los brazos doblados por los codos, como una doncella que ofrece la mano para que la besen y aun así, si me descuido, arrastro los dedos. De tanto recitar, me ha quedado afónico. Quizá cuando regrese de la península de Serendipity habré recuperado la voz, o me dé cuenta de que no la necesito.



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