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miércoles, 2 de mayo de 2012

¿Por qué no disparas?



                                                                                 A Félix Domínguez,
                                                                                 niño de la guerra, que inspiró esta "mirada".


            Él era entonces pequeño, tendría unos diez años. Su madre le encargó salir del almacén donde estaban refugiados, cruzar la calle e ir a la cocina de casa, a por azúcar. Estaban en la zona nacional, a escasos metros de la republicana, en un Madrid dividido. Tenía que ir con cuidado y hacer el recado deprisa, pero no pudo evitar acercarse a los soldados que apuntaban con sus armas hacia el Colegio Conde de Romanones. La mayoría de los madrileños, como muchos españoles, eran de un bando u otro dependiendo de dónde los había encontrado la guerra. Uno de los soldados, que debía ser teniente o general porque llevaba el uniforme lleno de galones, le decía a un soldado raso jovencísimo:
– Pero, ¿por qué no disparas?
– Es que está mi hermano en el colegio –respondió, a punto de llorar, el soldado.
– ¡Te ordeno que dispares, joder! 
– No puedo, señor, que está mi hermano al otro lado –dijo el soldado-niño, mientras las lágrimas recorrían ya su rostro, tiznado de pólvora y hollín

            Me lo había contado un verano, setenta años después, comiendo en una terraza junto al mar. Guardé la escena en la memoria y en el corazón hasta que, en una duermevela lúcida, fui testigo de todo lo que sucedió, o pudo suceder, en este mundo o en otro.

            En el refugio, todos muy juntos, penumbra, humedad, hambre. Mis hermanas dormían, pequeñas, frágiles. Mi madre me envió a buscar azúcar a la casa familiar, a escasos metros. Llevábamos un día sin comer y no sabíamos cuánto tiempo tendríamos que estar en ese almacén pequeño y frío, sin camas ni sillas, con un ventanuco pequeño que apenas dejaba entrar un poco de luz.
            Cuando estaba a punto de llegar a casa, me encontré con un grupo de militares apostados en una especie de barricada construida con sacos de arena. El que parecía el jefe, por edad y por las insignias de su uniforme, era un hombre grueso, con la cara hinchada y los ojos turbios. Oí cómo le decía a un soldado muy joven, casi un niño:
– Eh tú, maricón, ¿por qué no disparas? –y escupió la “s” con saliva blanca.
– No puedo disparar, teniente, es que está mi hermano al otro lado –respondió el muchacho, tembloroso.
  ¿Tu hermano? No hay hermanos que valgan –siguió el gordo, rojo de ira– si está al otro lado es un hijo de puta enemigo. Vamos, no seas mierda y dispara.
– No puedo, señor. Es mi hermano.
            Yo quería ver la cara de aquel otro chico al que su hermano protegía. Le debía querer mucho, lo percibí en su voz, honda y serena a pesar del miedo. Le debía querer tanto como para desobedecer a aquel gordo con la cara colorada. Seguro que le castigarían, pensé, tal vez le fusilarían. Si le viera, le diría: oye, que tu hermano se la ha jugado por ti, le debes una, que ese gordo quería que disparara hacia aquí y él se ha negado, aunque el gordo gritaba y se ponía cada vez más rojo. Llegó un momento en que lo único que me importaba era recorrer los treinta metros que separaban una línea de la otra, como si el valor de ese chico pálido, que era también casi un niño, se me hubiera contagiado y me impulsara a continuar su hazaña. Me sentía orgulloso de aquel desconocido rubio, igual que yo entonces, barbilampiño y flaco, como casi todos los jóvenes en una adolescencia prolongada por el hambre, el miedo y la incertidumbre. Nunca he combatido en una guerra exterior, aunque sí en muchos combates y batallas interiores, pero imagino que las gestas heroicas se originan a partir de un impulso irrefrenable, como aquel que me nacía en el estómago y me subía hasta la garganta con un calor denso y áspero. También recuerdo que estaba lúcido como nunca hasta entonces. Yo sólo era un niño al que su madre esperaba angustiada, pero mi destino era un destino noble, de hombre sabio y generoso.
            No recuerdo exactamente cómo mi mente infantil pudo asimilar algo tan profundo, sólo sé que comprendí, con una certeza que luego he buscado en muchas circunstancias, que ante mí estaba la guerra, toda la guerra civil o incivil, y la Guerra, todas las guerras del mundo, habidas y por haber. Y sabía también que, a escasos metros, un joven asustado no entendía nada y mi mensaje podía cambiar su vida. O tal vez su muerte.
            Enseguida tracé un plan. Había un enorme canalón de aguas residuales desvencijado y oxidado que recorría parte de la distancia entre ambos bandos. Me expondría a las balas sólo unos siete u ocho metros, y no del todo, pues me podría cubrir con uno de los sacos de arena para barricadas que se veían desde mi posición. Decidido, si caía era por un fin noble. Si regresaba sabría que era valiente y que dos hermanos, separados por una barricada y un gordo colorado, volverían a sentirse unidos. Estaba seguro de que cuando llegara al otro lado y me vieran estaría a salvo. A un niño no le dispararían; los niños no éramos de ningún bando, ¿no?
            Apenas tomé la decisión, respiré hondo y empecé a arrastrarme, muy pegado al canalón. El gordo seguía gritando.
– Eres un cobarde, aquí no hay hermanos que valgan, hay aliados y enemigos. Vas a tener que irte con tu mamá, maricón de mierda.
Pero antes de que dejara de vociferar, yo ya había recorrido la mitad del trecho y en seguida llegué al extremo de la gruesa tubería. Una vez allí, extendí un brazo para coger la esquina de un saco de arena o de harina, no recuerdo bien. Cómo pesaba el condenado, igual pesaba más que yo... Ya no había marcha atrás. Me levanté un poco y, casi en cuclillas, con el pesado bulto protegiendo el lado derecho de mi cuerpo, donde podían impactar las balas, recorrí los siete metros que faltaban para alcanzar la línea enemiga del gordo, la línea hermana de mi héroe.
Al cruzar la barricada de un salto, creí haber caído en el infierno. Nadie se movía en la línea hermana y, sobre los adoquines grises, alrededor de los cuerpos de tres hombres jóvenes, una mancha roja iba creciendo. Me fijé en el que estaba más cerca de mí, aún respiraba, aunque tenía los ojos cerrados en un rostro idéntico al del chico que no quiso disparar porque podía matar a su hermano. Estaba casi seguro de que ya no podía oír, que nunca más podría oír, y aún así puse mi mano pequeña y sucia en su mejilla suave y dije a su oído unas palabras que me reconciliaron con Dios, con los hombres, conmigo mismo.
            Hay quien hace cosas importantes a los treinta, cincuenta o setenta años, quien no las hace nunca. Yo, a los diez años, hice algo que ha dado sentido a mi vida y se lo dará a mi muerte. Entonces, tal vez recuerde qué carajo pudo decir un mocoso impresionado a aquel chico moribundo, para que abriera los ojos y sonriera con la expresión más hermosa que he visto, antes de volver a cerrar aquellos ojos, azules de mar y de cielo, de inocencia y asombro, para siempre.

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