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sábado, 29 de abril de 2017

No estamos solos


Evangelio de Lucas 24, 13-35

Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: “¿Qué conversación es ésa que traéis mientras vais de camino?” Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó: “¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días?” Él les preguntó: “¿Qué? Ellos le contestaron: “Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves, hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron. Entonces Jesús les dijo: “¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?” Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura. Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante, pero ellos le apremiaron diciendo: “Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída". Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció. Ellos comentaron: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.” Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.


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                                                       La Cena de Emaús, Rembrandt

Desde ahora, a nadie conocemos según la carne; y aun a Cristo, si lo conocimos según la carne, ahora no lo conocemos así.

2 Cor 5, 16

Los desencantados discípulos que van camino de Emaús y sobre los que reflexionamos también en www.viaamoris.blogspot.com , están dormidos, abatidos, se han vuelto a dejar llevar por la rutina y la inercia. Han olvidado el entusiasmo  que Jesús les provocaba.

Por eso están cansados y tristes; sus mentes se han separado de Él y han vuelto a lo conocido, los hábitos cansinos, los tópicos y prejuicios. Les ciega la queja y la frustración, ese estado mental y emocional tan negativo que a todos nos alcanza y del que Jesús siempre estuvo libre. Han dejado de estar unidos a Su Maestro, la Vid que les daba energía, serenidad y fortaleza. Con Él habían conocido otra forma de estar en el mundo, sin ser del mundo, que brota del ser; más allá de lo circunstancial, del pasar, del hacer, del tener, del acumular. José María García Lahiguera, en Horizonte de santidad: “ser como él”, dice: “El corazón pierde la libertad cuando busca ese descanso, cuando requiere el consuelo de la creatura, cuando mendiga la comprensión de nuestras crisis, cuando rebusca un desahogo… ¿Dónde hallaremos una página en que Cristo, hablando con sus apóstoles, o ni siquiera con su Padre Celestial, lo haga en plan de desahogo, cuanto menos de crítica? ¿Dónde le podemos descubrir diciendo al Padre en son de queja: “Padre, mira lo que me pasa”? No hay nada de esto. Sigue fielmente la senda que se ha trazado.”


Pero Cleofás y su compañero sin nombre (para que me vea, para que te veas en él) sí están en la queja y la carencia, en la búsqueda de compensación y desahogo, en el lamento. Por eso dicen a su acompañante misterioso “Quédate con nosotros que atardece”, necesitan abrir su corazón que ha vuelto a arder tras escuchar al Maestro que aún no saben que lo es... Solo volver a compartir Su pan les devolverá su íntima unión con la Vida verdadera, siempre nueva. Se les ha despertado la capacidad de asombro, con ojos que ven y oídos que escuchan…


“Quédate con nosotros que atardece”, decimos aún cuando olvidamos que Él siempre está. Cuando lo recordamos, porque vivimos en coherencia con lo que somos,  recreados por Él, aunque atardece, solo atardece para lo que ha de morir. Si vivimos unidos a Él, somos con Él eternos, libres, capaces de ver y oír, de reconocerle con el corazón.




Así nos lo cuenta Cleofás, o acaso el caminante anónimo…, acaso tú, acaso yo…

Lo reconocimos y desapareció… Reconocer es conocer dos veces, una fuera y otra dentro. ¿Qué más podíamos pedir? Nos dejó su imagen y su voz, grabadas en el corazón, antes de desaparecer de nuestra vista.

Se quedó con nosotros cuando el día iba de caída. Se quedó para siempre, cuando ya atardecía en el paisaje del camino y en el paisaje del alma. Qué regalo nos hizo el Maestro antes de subir al Padre…

Aunque se fue, nunca se ha ido. Se alejó y nunca ha estado tan cerca. Solo el Hijo de Dios podía hacer posible estas aparentes contradicciones. Solo Él pudo hacernos tan libres, capaces de trascender esas paradojas en una realidad nueva. Solo Él lo hacía, lo hace todo nuevo, por amor.

Cómo ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras, cómo sigue ardiendo… Y cuando el corazón arde es por algo. Esas llamas y su luz han de ser compartidas para que no se apaguen. Hay que buscar a cuantos no pueden creer lo que no ven, porque les ciega la soberbia de los ojos y la mente, los que aún no han comprendido que la bienaventuranza de los pobres en el espíritu se refiere a aquellos que han renunciado a todo y han encontrado Todo.

Tomás vio y creyó. Dejemos ver la hoguera de nuestros corazones, mostremos esas llamas de amor vivas, seamos verdaderos testigos, pruebas vivientes para los que necesitan pruebas, certezas, confirmaciones.

Jesucristo resucitado ha salido a nuestro encuentro para acompañarnos en el camino, ahora que atardece. Y nosotros, renacidos en Cristo, salimos al encuentro de aquellos que han perdido la esperanza y caminan en penumbra, para encender en sus corazones la luz de la Vida, el fuego del Amor.

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                                              La Cena de Emaús (otra versión), Rembrandt


El Hijo de Dios no solo “pasó” por el mundo, en la Pascua definitiva, como cordero inmolado para la salvación del hombre caído. Junto a este grandioso acto, en su delicadeza divina, volvió para preocuparse de la más inadvertida de las miserias de cada uno. Siguió a Cleofás y su compañero, camino de Emaús, para explicarles las Escrituras y abrirles los ojos a la fe, partiendo el pan. Nos sigue a cada uno de nosotros en nuestro Emaús particular. Se nos une en la duda, el cansancio, la decepción, se nos está revelando su presencia a cada instante. Si no fuéramos tan torpes y necios… Con la inocencia y la inspiración del Espíritu Santo vamos intuyendo nuevas comprensiones sobre lo que sucedió en Emaús. Arde nuestro corazón cuando leemos las Escrituras. Le reconocemos al partir el pan y desaparece de nuestra vista para que le sigamos viendo con los ojos del alma. Dichoso el que cree sin ver. Aquel a Quien el firmamento no podía contener, el Verbo increado, se ha hecho, por amor tan pequeño como para caber en nuestra boca y en nuestro corazón.

Como tantas veces, la poesía “balbucea” lo que la mente es incapaz de expresar. Como este Himno de la Liturgia de las Horas:


Tras el temblor opaco de las lágrimas
                                                          no estoy yo solo.
                                                             Tras el profundo velo de mi sangre
                                                             no estoy yo solo.


Tras la primera música del día,
no estoy yo solo.
Tras la postrera luz de las montañas,
no estoy yo solo.

Tras el estéril gozo de las horas,
no estoy yo solo.
Tras el augurio helado del espejo,
no estoy yo solo.

No estoy yo solo; me acompaña, en vela,
la pura eternidad de cuanto amo.
Vivimos junto a Dios eternamente.



                                      
                                           Quédate junto a nosotros que la tarde está cayendo

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