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sábado, 30 de abril de 2016

Un Único Cristo


Evangelio de Juan 14, 23-29

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado; pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz es doy; no os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.”



                                         Descenso de Cristo a los infiernos, Theófanes de Creta
                                                   

   Que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos
              y tú en mí, para que sean completamente uno.
                                                                                                                                                                                                                            Juan, 17, 22-23


                                                                 Habrá un único Cristo amándose a Sí mismo.

                                                                                                                  San Agustín

     En tan pocas líneas, la esencia de la enseñanza de Jesús. Parecería que al conocer lo cercano de Su Hora no quisiera que los apóstoles olviden nada y les deja un testamento, una síntesis que sirva de recordatorio para ellos y para nosotros.

     ¿Cómo no amar a un Dios que quiere morar en el corazón del hombre? Buscamos casas, lugares, refugios donde nos aislamos, que suelen convertirse en madrigueras de conejos asustados o, muchas veces, en guaridas de ladrones, pues guarecerse, aislarse, separarse del hermano es robar a la creación. Cuánto tiempo, esfuerzo, dinero (esa energía sagrada, fruto del trabajo de los hombres, que hemos corrompido) malgastamos en hacernos con casas que ni siquiera son hogares. Esos metros cuadrados de privacidad, seguridad, egoísmo y necedad, donde cada uno guarda sus cosas, su tranquilidad, tan alejada de la Paz de Cristo, su silencio, tan alejado del silencio esencial de los pobres de espíritu.
     Cuándo descubriremos que, en lugar de esforzarnos por tener una casa segura y confortable, con bonitos muebles y lo último en tecnología, el camino del cristiano consiste en convertirnos, cada uno, en morada de Dios.

     El Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, maravilla inexplicable del Dios trinitario, están deseando vivir en ti, en mí… ¿Cómo asimilar tal don? Con el corazón de carne que Él nos ha dado a cambio del corazón de piedra, inútil lastre para el que ya sabe que no pertenece al mundo (Jn 15, 19; 17, 14).

     El Padre está en Jesucristo; en Él Lo encontramos. Por eso la paz de Jesús se mantiene intacta en la tribulación; en los momentos aciagos revela especialmente su esencia divina. Paz dentro del corazón, en lo eterno que somos, en el Ser real, para que desde allí se extienda en abrazo universal, pues la paz es fruto del Amor. Si no hay amor, no hay paz, sino un simulacro mediocre y transitorio: tranquilidad, estabilidad, seguridad, siempre efímeras.
     La paz de Jesucristo no es la del mundo egoísta y separado, sino la del reino del amor. No hablamos, claro, de un amor dulzón o sensiblero. ¿Cómo va a ser así el amor de Aquel que ha venido a traer la espada? (Mt 10, 34). Su paz es la del amor que llena todo y no se altera ni se agota, inmanente y trascendente a la vez, actual y eterno. Por eso la paz que nos da, para que la vivamos y custodiemos, crece y fructifica en lo agitado e inestable, en las tormentas cotidianas.
     Porque la paz que deja a los apóstoles es la de la espada y no la de la tranquilidad y la seguridad, es por lo que les pide valentía y entereza, inmediatamente después. 

     El viejo mundo arde y pasa, queramos verlo o no, y el nuevo mundo que hemos de habitar supera nuestros conceptos y categorías mentales, porque Él lo hace todo nuevo con Su vida, Su muerte y Su resurrección.
     Bendita Cruz, entonces, ese patíbulo que a tantos molesta y quisieran olvidar para hacerse un Jesús a su medida, sin sufrimiento, previsible y llevadero, que ofenda menos la sensibilidad de los seguidores, a veces disfrazados de cristianos, de la nueva era y corrientes afines.
        Y es que el amor y la paz de Dios se manifiestan de modo privilegiado en esa Cruz, que hace posible que cicatrice lo que Cabodevilla expresa como “la llaga que es la vida”. Pues llaga, herida irremediablemente abierta, infectada y dolorosa, es la vida sin Su paz y sin Su amor.

          ¿Somos dignos de esos dones, o nos dejamos llevar por la inercia de rutinas, costumbres y comodidades?
          Podemos sentir, escuchar, permanecer unidos a Cristo cada día, cada hora, siempre. Con los sacramentos (no concibo unión más grande en este mundo, que la que nos ofrece continuamente la Eucaristía), con la oración y con la lectura constante de Su Palabra. En el Evangelio escuchamos, real y actualmente, a Jesucristo. Ya no es la idea que uno pueda tener de Dios, sino Palabra viviente y eficaz.
          Quien acude conscientemente a los sacramentos, ora como Él nos enseñó y lee el Evangelio recibe la gracia que permite cumplir Su Palabra, y es capaz de encontrar y reconocer al Señor en todos y cada uno de los hermanos, porque el mismo Jesús vive en su corazón, lo llena y rebosa.

Siendo habitados por Dios, qué valiosa y potente es la oración de intercesión. No hace falta ni siquiera evocar nombres o imágenes de personas concretas, aunque es una hermosa forma de amar, tal vez la mejor, poner rostro y nombre a esa oración. Basta confiar y amordazar el ego, para ser cauce o canal que difunde la misericordia de Dios a cuantos la necesitan.
Me recuerda la oración del amor y la compasión de raíz budista que practiqué hace muchos años. Con una gran diferencia: no son mi amor o mi compasión de criatura, tan pobres y limitados, los que extiendo y reparto, sino los de Cristo en mí, el Hijo de Dios en mí, puro amor incondicional, pura misericordia, capaz de sanar todo, restaurar todo, renovar con su Espíritu la faz de la tierra.

     El cristianismo es Jesucristo: un hombre que también es Dios; un Dios que se ha hecho hombre. ¡Qué vértigo de gratitud y asombro! Y, además, bendita locura de amor, Él quiere integrarnos en esa unidad, hacernos uno con Él. Cuando se vislumbra la inmensidad de este Misterio, no tiene sentido perderse en disquisiciones teóricas que nos hagan sentirnos más Dios y menos criaturas. ¿Quién querría dejar de ser hijo o hija amados de tal Padre, por defender un no-dualismo que no pasa de ser una idea, una abstracción, si no ha sido realmente vivido y encarnado?
     Aprendamos una vez más de Jesús, tan libre que supera todas las aparentes contradicciones. Por eso puede hablar del Padre, como de ese Tú, ese Otro, al que se dirige para orar, para encomendarse y encomendarnos; y también puede afirmar que quien Lo ve a Él ve al Padre, que Él y el Padre son uno y que estamos destinados a ser uno con ellos.      
     Cuando seamos capaces de vibrar en Su frecuencia de amor, paz y libertad, ya no habrá necesidad de espada, ni de hacernos violencia para conquistar el reino (Mt 11, 12), pues el mismo Espíritu que nos guía y nos habita nos habrá transformado. Entonces, mirando a Dios cara a cara, sentiremos, sabremos que por Su amor somos en Él; semejanza al fin recuperada.


                                                        Estoy a la puerta y llamo, Jesed



Ahora somos hijos de Dios, aunque
aún no se ha manifestado lo que hemos de ser.
Sabemos que, cuando se manifieste, seremos
semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es.

                                                                                            1 Juan 3, 2

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