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sábado, 5 de diciembre de 2015

"Hágase en mí según tu palabra". El Cristo interior.

Evangelio de Lucas 1, 26-38

A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres”. Ella se turbó ante estas palabras, y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: "No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin". Y María dijo al ángel: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” El ángel le contestó: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible". María contestó: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.


                          Escena de la Anunciación, Jesús de Nazaret, Franco Zeffirelli, 1977


Virgen indica alguien que está vacío de toda imagen extraña, tan vacío como cuando todavía no era. (…) Si estuviera en el ahora presente, libre y vacío, por amor de la voluntad divina, para cumplirla sin interrupción, entonces verdaderamente ninguna imagen se interpondría y yo sería, verdaderamente, virgen como lo era cuando todavía no era.  
              Maestro Eckhart


Cristo nace misteriosamente sin cesar, encarnándose a través de aquellos a los que salva, y hace del alma que le da a luz, una nueva madre virgen.

                                                                                   Máximo el Confesor


Desde que era muy pequeña, siempre me ha encantado ver películas sobre Jesucristo. Ya entonces sentía la necesidad de ver, sentir, constatar la humanidad de Jesús y ver a Su madre como una mujer de carne y hueso, no como esas imágenes inmóviles y frías que veía en las iglesias.
Mucho más adelante, hallé una razón más profunda de esa afición y esa necesidad de captar lo sensible en mis Modelos. Tenía, tiene que ver con que cada mujer está llamada a transformarse de Eva en María. ¿Y cada hombre?…, también de Adán en María, porque todos hemos de dar a luz al Hijo interior, mujeres y hombres por igual. Y también todos hemos de transformarnos de Eva y Adán, condicionados, limitados, distorsionados, caídos (tantas formas de llamarlo…) en Cristo.

Hoy miramos a María, la Virgen y Madre, símbolo del Adviento y de la humanidad que espera, que escucha y acoge la Palabra para guardarla en el corazón.
            Sólo ella es Inmaculada desde su concepción. Los demás, si no aprendemos a ser como el loto, con la raíz en el lodo y los pétalos impecables, nos dejaremos arrastrar por la soberbia, creyéndonos por encima del bien y del mal y arrebatándonos las posibilidades de crecer. Porque solo puede crecer y elevarse el que, siendo consciente de estar a ras de tierra, ha recibido la inspiración necesaria para mirar a las estrellas.
Que veamos a través de los ojos de María la imagen del Hijo. Porque Jesús nunca murió en su Madre, el mundo no se quedó definitivamente sin luz; Él siguió alumbrándonos a través de ella. Cuando nos damos cuenta de esa verdad, comprendemos lo que es María, su verdadera trascendencia y el sentido más profundo del “Hágase en mí según tu Palabra”. Ella renunció a su palabra, para vivir la Palabra. Por eso se convierte en palabra viva y testimonio vivo de Dios.

            Contemplando ese misterio de la Virgen-Madre, una con Su Hijo desde el Sí que hizo posible la Salvación, me doy cuenta de que, si la Eucaristía es recibir realmente la sangre y el cuerpo de Jesús, ¡y lo es!, Su sangre y la mía se unen.
Es lo que sucedió con Su Madre: ella dejó que la sangre del Hijo prevaleciera sobre la suya. En nosotros ocurre de forma sacramental, que es también real. Cuerpo, sangre, alma y divinidad nos alimentan; nuestra vida tiene que transformarse en la de Él; más intimidad no se puede dar. Desde ahí se puede construir una vida para la Vida, dejando que nuestra sangre sea Su sangre. Entonces nuestra vida será la Vida del Señor.

            “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49). Es en el Templo donde María encontró a Su hijo a la edad de doce años, y en el Templo Le encontramos hoy. Por eso tenemos que convertirnos en Templo donde unirnos a Él, porque los verdaderos adoradores son los que Le adoran en Espíritu y en Verdad. Le encontramos en nosotros, donde está Su sangre mezclada con la nuestra. Pero aún no permitimos que la Suya circule por nosotros y por eso a veces volvemos a abandonarle. En cambio, para la Madre, su sangre y su vida no importaban ante la sangre y la vida de Su Hijo.
La grandeza de María está en vivir la voluntad del Padre. Muriendo a su palabra humana, de humilde doncella de Nazaret, dio a la luz a la Palabra. Sigamos su ejemplo, seamos humildad, silencio y apertura, estemos totalmente vacíos de nosotros mismos y disponibles, para que la Palabra encarne en nosotros y Su Vida sea nuestra vida.

Para esta entrada, he escogido imágenes de dos de esas películas tantas veces vistas, en las que nos presentan a dos “Marías” magníficas, muy diferentes, para que podamos mirarnos en una y otra y, a la vez, buscar la que palpita en nuestro interior, la que integra todas las versiones, todos los matices, contemplando, meditando todo, guardándolo todo en el corazón, como dice el Evangelio (Lucas 2, 19), y la canción que hoy escuchamos en www.viaamoris.blogspot.com , miradas atemporales intercambiadas.



     Escenas de El Evangelio según San Mateo, Pier Paolo Pasolini, 1964


Pienso en mi relación con la Virgen María a lo largo de la vida. Sé que, si no me he perdido del todo, a pesar de tanto camino equivocado, tantos errores, tantos desvíos, ha sido porque me encomendé a ella desde que aprendí a rezar, o, mejor, desde que recordé lo que es rezar, porque somos oración.
Aquellas contemplaciones en la capilla del colegio, leyendo el Evangelio, o en la naturaleza, cuando era montañera de Santa María, grabaron en mi corazón su imagen, indeleble. Y ahora veo que mi vida en los últimos años ha sido una metáfora de aquellos tiempos de entrega confiada, de montañas y esfuerzos conscientes: subir, bajar, volver a subir, sin desfallecer, “montañera, siempre adelante”…

            Qué claro tenía este misterio de niña: María, la Virgen, Madre de Dios. Entonces no había exceso de conceptos, prejuicios y condicionamientos… Tan claro lo tenía, que bastaba sentarme en una roca a escuchar el silencio y el sonido de la naturaleza, mirar un árbol, un río, una pradera cuajada de flores silvestres, para sentir su caricia de Madre, serenando el corazón, mediadora de todas las gracias que Su Hijo me iba concediendo.

            Y ahora vuelvo a saber, con la inocencia de ayer recuperada, que somos Hijos y herederos. Nunca dejamos de serlo, pero algunos hemos tenido que vivir una larga noche oscura del alma para purificarnos, transformarnos y volver a unirnos a Él, imitando a María en lo más grande, en lo sublime. Podemos llevar a Su Hijo en el corazón y seguir su ejemplo en esa maternidad espiritual, mucho más importante que la física.

Si piensas, sientes, actúas, vives consciente de esa gestación maravillosa, Él y Su Madre te bendecirán y harán que puedas dar a luz al Hijo, al Cristo interior.

            "¡Oh almas criadas para estas grandezas, y para ellas llamadas!” Comprendo el sentido del poema de San Juan de la Cruz. Estamos llamados a la eternidad, a la dicha y la plenitud perfectas, pero malvivimos, desperdiciando el sagrado y valioso tiempo que nos ha sido concedido, entreteniéndonos en cosas vanas. Vivamos ya el reino de los cielos en la tierra; hagamos realidad aquí esa dicha y plenitud perfectas. Recordemos siempre la dignidad de nuestra alma inmortal, el sentido de nuestra existencia: reconocer y aceptar nuestra esencia de Hijos de Dios y vivir como tales. Si somos conscientes de esa Verdad, nada nos robará la paz ni la alegría.

           Ahora comprendo la respuesta de María, ese fiat eterno que abrió las puertas a un mundo nuevo. Pronunciemos esas palabras con el corazón abierto y disponible. Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra.
            Hágase en mí tu luz, tu verdad, tu vida.
            Cúmplase en mí y hazme como Tú quieras que sea.
            Hazme como Tú.
            Hazme Tú. 


                                              La mujer y el dragón, Hermana Glenda

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