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domingo, 27 de enero de 2013

Desamor para el Amor


                                          ¿Es la hora en que me despido de ti, o es la hora del Juicio?
                                          ¿Es la noche en que me alejo de ti, o es la noche de la Resurrección?

                                                                                                              Ibn Hazm de Córdoba
                                                                                                              El collar de la paloma


            Un buen amigo, después de muchos paréntesis titubeantes, ha decidido a poner punto y final a la relación con su novia, y está triste. Sabe que no podía alargarse más, pero está triste. En el fondo se alegra de haberse atrevido a dar, de una vez, el paso definitivo, que no ha sido tan terrible como pensaba –nunca nada lo es– y agradece todo lo vivido, pero, aun así, sigue triste…
La tristeza es buena compañera cuando se vive sin dramas ni resentimiento, con atención e inocencia, haciendo de ella un territorio fértil donde, en cualquier momento, pueden brotar preciosas flores raras.
            He aconsejado a mi amigo que lea algunos poemas que animan, enseñan a convivir con la tristeza e invitan también a la serenidad y la esperanza, porque las emociones negativas son solo las que nos alejan de nosotros mismos y lo que nos acerca al centro de lo que somos es siempre bueno.
De esos "poemas-primeros auxilios", quiero compartir uno que me acompaña desde hace tres décadas, con quien esté atravesando uno de estos momentos, inolvidables y maravillosos si se viven con el corazón abierto y disponible, que son las rupturas sentimentales o los mal llamados desamores, siempre una puerta al verdadero amor.


Me dejaste y seguiste tu camino.
Creí que iba a morirme de dolor
y puse en mi corazón tu imagen solitaria,
en una canción de oro.
Pero, ¡ay!, ¡qué pícara suerte la mía!, porque el tiempo vuela.

Se seca la juventud año tras año,
los días de primavera se van,
mueren las leves flores en vano
y el sabio me advierte que la vida
es como una gota de rocío en una hoja de loto.
¿Y he de dejarlo todo y quedarme mirando a quien se fue de mí?
¡Qué falta de cortesía y qué necedad!, porque el tiempo vuela.

Llegad, pues, noches mías de lluvia, con pies chapoteantes;
sonríe, mi otoño dorado; ven, descuidado abril mío, regalador de besos.
¡Y ven tú, y tú, y tú también, amores míos, que sabéis que somos mortales!
¿Valdrá la pena partirse el corazón por quien se lleva el suyo, si el tiempo vuela?

Es dulce sentarse en un rincón a meditar
y a escribir versos que digan: "¡Todo lo eres para mí!"
¡Qué heroico alimentar la pena y negarse al consuelo!
Pero un nuevo rostro se asoma a mi puerta y levanta sus ojos a los míos.
Enjugaré mi llanto y mudaré mi canción de melodía, porque el tiempo vuela.

                                                                                        Rabindranath Tagore


Cuando vea a mi amigo le recordaré –sé que lo sabe, aunque no siempre se acuerde de que lo sabe– que buena parte de los amores humanos (a excepción de ese puñado escogido de almas gemelas o seres polares que alegran, iluminan el mundo y lo perfuman con su fragancia celestial) son casi intercambiables, relaciones tantas veces fallidas, a menudo tibias, rutinarias y mediocres, que expresan una búsqueda más honda, la de ese Amor que no puede acabar porque tampoco empezó; Es, desde siempre y para siempre.
Apegados como estamos a los sentidos, creemos necesitar ver, tocar, oír, abrazar, ser abrazados…, pero es siempre ese otro Amor lo que el corazón busca. San Agustín lo expresa así: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti».

           Si no quiere ponerse de momento tan trascendente, que no es necesario empujar el tren, le aconsejaré que siga con los poemas para sobrevivir al naufragio, o para aprender a bucear a través de la tristeza, según el momento, y con tantas canciones que nos gustan y solemos compartir, como esta de Leonard Cohen, otro poeta.
 

 
 
O que se aficione a Carlos Gardel, esos tangos (pensamientos tristes que se bailan, según Santos Discépolo), tan desgarrados que dan ganas de vivir un desamor para disfrutarlos a fondo y luego poder reírse del drama y de uno mismo.
La desolación del tango me pone las pilas desde siempre. No sé qué magia tiene, o qué poder de dar la vuelta a las emociones, el caso es que conecta mis centros y renueva mi energía. Mi madre lo ponía cuando limpiábamos la casa y daba gusto moverse oyendo las letras de Alfredo Lepera en la prodigiosa voz de Gardel.
Todo vale, con tal de no quedarse aprisionado en esos círculos viciosos y enfermizos que tan fácilmente enganchan al ego, aficionado a recrearse en la aflicción morbosa, y que tanto tiempo, tanta energía sutil, tanta vida hacen perder. Porque el sufrimiento inconsciente es un vampiro que te va desangrando poco a poco. El arma secreta que te libera de su influencia letal es, como tantas veces, la atención plena y desapegada.
El tango, como el fado con su indefinible, poética saudade, expresa los desvaríos del ego, la oscura belleza del sueño de la vida, tras la que se adivina la luz de un nuevo amanecer. Porque un desamor, si se vive con valentía y consciencia, es un don, una oportunidad para despertar y encontrar el amor verdadero.
 



Gracias, amigo. Atravesando contigo esta tristeza pasajera, he recordado lo mucho que me gusta y me inspira Gardel. ¡Qué ganas de ponerme a limpiar!

 

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