En todos tus caminos piensa en Él,
y Él allanará todas tus sendas.
Proverbios 3, 6
Yo te enseñaré y te instruiré en el camino
que debes seguir;
seré tu consejero y estarán mis ojos sobre
ti.
Salmo 32,
8
Cuenta una leyenda que los
sabios de Oriente que fueron a conocer y adorar al Niño Dios eran cuatro, pero
uno de ellos no llegó, se extravió por el camino. Al poco de emprender la
marcha, decidió separarse de sus compañeros y perdió la estrella, no encontró
al Niño. Durante treinta y tres años siguió buscando al Mesías, y lo encontró
cuando estaba siendo crucificado. Hasta el Calvario lo llevó la luz recuperada.
¿Dónde se distrajo para perder
la estrella? ¿Qué otras luces lo apartaron de la Luz? ¿Cómo logró recuperarla?
Dice un proverbio africano
que, solo, se va rápido, pero, acompañado, se va lejos. Él quiso separarse para
ir más deprisa, pero se extravió, caminó en vano. Perdió la estrella y se
perdió la gracia infinita de Belén. Luego buscó a ese Niño durante más de
treinta años; fue oyendo hablar de Él, de sus enseñanzas y sus milagros, pero
cada vez que intentaba acercarse y recuperar la ocasión perdida, siempre
llegaba tarde.
Siempre tarde, siempre a
deshora… ¿Realmente tarde? Acaso no, porque fue de los pocos que estuvieron en
el Gólgota y allí comprendió todo. Ante la Cruz recibió, en unos minutos, la
enseñanza de toda una vida. Tal vez en Belén hubiera sido demasiado joven para
valorarlo, tal vez, como tantos de nosotros, tenía que perderse y perderlo todo,
para que su corazón se abriera y pudiera recibir tanta gracia.
Allí, en aquel escenario
macabro y sublime, escuchó la promesa de Jesús al buen ladrón, comprendió que
aceptar al Hijo de Dios ya salva, y se dio cuenta de que, para ser capaz de
reconocerle y aceptarle, él llevaba buscando, caminando, aprendiendo a amar,
treinta y tres años. Y bendijo a Dimas, al que se sintió tan unido, y a todos
los que son capaces de rectificar, aunque sea al final.
Ante la Cruz descubrió la
ternura del Niño recién nacido y la sabiduría del muchacho de doce años, capaz
de asombrar a los doctores de la Ley. Estaba ahí también ese adolescente
inspirado y todo lo que Jesús había sido en diferentes momentos; todos ahí,
ofreciéndole sus dones a la vez. El joven carpintero entusiasta, el Jesús que
bailó en Caná, el que luchó contra el adversario en el desierto, el Maestro que
en el Sermón de la Montaña resumió lo que hace falta para entrar en el Reino,
el que multiplicó los panes y los peces, el que se transfiguró en el Tabor, el
traicionado, el incomprendido. Artabán se da cuenta de que, para entender cada
uno de esos momentos, es necesario estar abierto a la comprensión.
Había tenido de niño, como
casi todos los niños, la inocencia de un corazón transparente y asombrado. ¿Qué
le cerró el corazón? ¿Qué lo mantuvo en tinieblas cuando los demás seguían la
estrella? ¿Qué error o qué olvido lo alejó de la fuente del amor? Ajeno al gran
Milagro, alejado del Misterio, apartado de su Gracia, separado.... ¿Quién o qué
le ayudó a recuperar el corazón puro que necesita todo buscador?
Su sabiduría juvenil estaba
llena de vanidad y soberbia. No merecía la estrella; aún no. Tenía que lograr
unos ojos capaces de ver más allá de lo que la razón muestra o los sentidos
captan. Fue perdiendo todo lo que le daba una luz falsa, una seguridad
provisional: juventud, riqueza, poder... Tuvo que hacerse tan sencillo como los
pastores, para saber reconocer e interpretar los signos.
Ya fue sencillo, cuando era un
niño que encandilaba a los mayores con su inocencia y sus gestos de asombro. Se
trataba entonces de emprender el camino de regreso, que es el descubrimiento
del Amor. Algunos lo viven como un estallido de júbilo, gozosa epifanía, como
un samadhi, diría un hindú, como un satori, diría un budista zen. Para Artabán
fue un largo proceso.
En las noches cercanas a la
Noche de Belén, no podía seguir a la estrella como hicieron Melchor, Gaspar y
Baltasar porque aún no estaba preparado para seguir ni para buscar. Aún no se
había vaciado ni desnudado lo suficiente como para que el Niño que se manifestó
en aquel portal pudiera manifestarse en su corazón. Tenía que trabajar mucho
sobre sí Artabán, debía recorrer el largo camino de acceso al Camino, ese
sendero, para algunos como él, especialmente duro, angosto y empinado. Durante
su búsqueda, aprendió a soltar, a renunciar, a dar y a darse. Fue
desprendiéndose de todos sus bienes, aliviando las necesidades ajenas,
ayudando, escuchando, compartiendo. Y cuando está frente al Salvador, el
Mesías, se da cuenta de que no tiene más regalo ni más ofrenda que a sí mismo,
su vida, su entrega, su cansancio.
A esto hemos venido casi
todos: a perder la estrella y recuperarla, más bella y radiante de lo que la
recordábamos, porque el sufrimiento consciente, la soledad, las lágrimas han
limpiado los ojos hasta hacer de ellos otras estrellas, reflejos claros de la
Estrella, de la Luz verdadera y única.
La Estrella siempre está, pero
solo se la ve cuando uno despierta y se hace presente. Aparece como Luz cuando
uno conecta con la luz que lleva dentro y puede iluminar a sus hermanos.
Artabán ha buscado a Jesús
durante treinta y tres años, María Magdalena también, sin saberlo, había estado
buscándolo durante toda su vida hasta que lo encontró y ya no hubo más sombra
ni más frío para ella. Al ver a ese hombre enigmático, casi anciano, junto a la
cruz, María intuye su búsqueda desesperada de la Verdad y la Vida.
- ¿Lloras por él? Nunca te he visto entre los
discípulos.
– No he podido seguirle; llevo buscándolo treinta
y tres años, desde que nació. Y lo encuentro en la hora de su muerte.
– Entonces, sí le conoces. Yo también lo busqué
desde siempre. Por eso, al escuchar su voz por primera vez, pude reconocerle,
porque en mi corazón ya le conocía.
– Pero a mí nunca me habló. No he podido
descubrir en sus palabras a aquel a quien busco.
– Es ahora cuando vas a conocerle. Todo cuanto
dijo e hizo, lo dijo y lo hizo también para ti, por ti. Te hablaré de él y
sabrás cuanto tu alma necesita. Ven con nosotros, los que le conocimos te
contaremos cómo fue y compartiremos contigo las enseñanzas que él nos confió.
Le conocerás por sus palabras y sus obras, porque las llevamos en el corazón y
en la memoria. Ven, hermano, él te hablará a través de nosotros y podrás
seguirle y amarle como nosotros.
Su encuentro es con el Hijo de
Dios en la plenitud del amor. Ya había ido recibiendo gracia en su larga
búsqueda, mientras su corazón se abría y su alma iba creciendo; ahora la recibe
por completo de la Fuente de la gracia y el amor; y sabe que todo ha tenido
sentido.
Artabán no lleva más regalo que su desprendimiento,
su desnudez, su amor.
Artabán, el que suelta y renuncia, el que busca,
el que arriesga, el que escucha y acoge, el que da, el que se entrega, el que
aprende a amar.
Artabán, todos los que hemos buscado con corazón
puro a Aquel que nos libera de tanto lastre y restaura nuestro pasado,
trascendiendo el cansancio, la tristeza, los fracasos aparentes, los olvidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario