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viernes, 21 de diciembre de 2012

Navidad eterna. Belleza siempre antigua y siempre nueva.



                  La segunda venida de Cristo puede ocurrir de dos maneras: con el
                                              final de los tiempos (sólo Dios sabe cuándo) o por nuestro acceso
                                              a la dimensión eterna dentro de nosotros.
                                                                                                                     Thomas Keating

 
Cristo nace misteriosamente sin cesar, encarnándose a través de aquellos a los que salva, y hace del alma que le da a luz, una nueva madre virgen.
                                                                                                      Máximo el Confesor



 


Historia de dos ciudades (1935), de Jack Conway, con Ronald Colman y Elisabeth Allan, maravillosa película, basada en una de mis novelas favoritas, la homónima de Dickens.

            Las escenas evocan (más adelante se comprende en plenitud) el Misterio de la Navidad, siempre actualizada en las almas que se abren al Gran Milagro.
El que no la haya visto o no haya leído la novela, que se salte el siguiente párrafo. Le aseguro que, si se asoma a esta historia por cualquiera de las dos “ventanas”, va a vivir una experiencia única, con un gran poder transformador, como todo lo inspirado por los Evangelios.

Sydney Carton, el abogado alcohólico y tarambana, enamorado en secreto de Lucía Manette. Ella encendió una vela por él en una Nochebuena de luz y de sombras. Meses después, él tuvo que soportar que su amada se casara con Charles Darney, pero supo trascender sus sentimientos, hasta ser capaz de dar su vida por sus amigos, como hizo el mismo Jesucristo. Su amor le redime y le permite salvar a Darney de la guillotina, muriendo en su lugar, sereno y libre como jamás había imaginado. Encontró un amor más puro, grande y duradero que cualquier amor terrenal, y muere amando, infundiendo valor y esperanza en la inocente, angelical costurera, también condenada a muerte.

Una de las pocas películas que me han hecho comprender…, no, intuir…, no, ¡saber! que el tiempo no existe en las dimensiones de lo Real. Rodada en 1935, recreando momentos históricos en torno a 1789, y evocando aquellos otros, sublimes, de hace dos milenios…

Para muchos de los que volvimos a Jesucristo después de un tiempo más o menos largo aparentemente alejados de Él, el punto de inflexión fue desencadenado por una casualidad que hoy se revela como causalidad, una llamada de la Providencia. Un encuentro, un recuerdo, una lectura, un amor, un desamor, el silencio encendido de una iglesia vacía, en la que entramos sin pensarlo mucho, una cruz repitiéndose de mil formas ante los ojos del cuerpo y los del corazón…
Qué regreso gozoso, con la fe fortalecida y aquilatada por los rigores del “destierro”. Qué voluntad firme y resuelta de seguirle por siempre, imitándole para seguir amando hasta el final.
De eso se trata, de seguirle, imitarle para configurarnos con Él, transformarnos hasta lograr que Cristo encarne en nosotros. Navidad eterna, plena y actualizada.
            Cada uno sabe, o va sabiendo, cuáles son los obstáculos que existen en su alma, todo ese lastre que le impide ser capaz de encarnar y dar a luz a Cristo en su interior.
 
            Nunca es tarde para el gran encuentro. A veces la tardanza, los años transcurridos en la aridez solitaria del desierto, maduran el alma y hacen que pueda dar fruto abundante y en sazón.
            Lo "canta" en sus Confesiones San Agustín, con una explosión jubilosa, gozo desbordante de los sentidos sutiles:
 
            ¡Tarde te amé, belleza siempre antigua y siempre nueva! Tarde te amé. Tú estabas dentro de mí, pero yo andaba fuera de mí mismo, y allá afuera te andaba buscando. Me lanzaba todo deforme entre la hermosura que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo; me retenían lejos de ti cosas que no existirían si no existieran en ti. Pero tú me llamaste, y más tarde me gritaste, hasta romper finalmente mi sordera. Con tu fulgor espléndido pusiste en fuga mi ceguera. Tu fragancia penetró en mi respiración y ahora suspiro por ti. Gusté tu sabor y por eso ahora tengo más hambre y más sed de ese gusto. Me tocaste, y con tu tacto me encendiste en tu paz.
 
 

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