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miércoles, 31 de octubre de 2012

La rosa entera



            Cuando hayas resuelto todos los misterios de la vida, anhelarás la muerte, pues es otro misterio de la vida.
                                                                                                            Khalil Gibran


            La muerte debe ser mirada con la mayor indiferencia, si es que el alma se extingue por completo, o debe ser incluso deseada si es que la conduce a algún lugar donde haya de ser eterna.
                                                                                                                   Cicerón

 
 
            Caminando por el barrio de mi infancia y juventud, encuentro a L., que ya tiene sesenta y cinco años. Nos saludamos con cariño y en seguida evoca los tiempos en que era joven, y su hijo y yo éramos niños. “Qué pena, ¿verdad?, ojalá pudiéramos volver a aquellos tiempos...”
            Cómo hacerle ver que solo es pena si nos quedamos en lo material, en lo efímero, en los cuerpos que envejecen, en las casas y las cosas que se desgastan o se pierden, en los amigos y familiares que van quedando atrás, por el camino.
            “Qué pena, ¿verdad?” Claro que es pena, una pena inmensa e inconsolable, si no vivimos ya, aquí, esos otros planos o niveles de conciencia donde somos inmortales. “Qué pena, ¿verdad?” Más que pena, tragedia, drama insoportable si no sentimos, vivimos, pensamos con el corazón, silencioso, eterno, inagotable caudal de energía creadora.
            Trato de llevar algo de consuelo a su angustia, y de alivio a su miedo. Imposible. Ella solo ve pena, tragedia, pérdida, no puede comprender que hay tesoros, los únicos verdaderos, que están a salvo del tiempo y de la muerte.
            Viendo que su único deseo es volver a tener treinta años, le pregunto: ¿dónde estarán los que hoy tienen treinta años, dónde estaremos todos cuantos habitamos el planeta, dentro de cien años? Su respuesta es ágil y contundente: ¡algunos vivirán todavía, tendrán ciento y pico! No es capaz siquiera, su mente anestesiada, de concebir el peso de lo inevitable. Como una niña caprichosa que solo quiere seguir jugando, se pierde la maravilla, ese resquicio que, a través de la asfixiante negrura que Cronos pinta en el horizonte, nos permite entrever un filo apenas de luz, pero tan clara, tan limpia, tan brillante que nos da ánimo y fuerza para seguir.
 
            L., como tantos, como yo muchas veces, está en la cárcel, pero no lo sabe, por eso no puede ser rescatada. Algunos quisieran seguir indefinidamente en la prisión y, si fuera posible, con la energía y belleza efímeras de la juventud, apenas un bostezo, un veloz parpadeo de la eternidad.
 
            Podemos vivir mejor los días que nos dieron para amar si aceptamos a esa compañera fiel que es la muerte. Como Fabrizio, el príncipe de Salina en El Gatopardo, que llegó a cortejar a tan misteriosa dama con respeto y ternura. Al final, cuando se encontró con ella, resultó un encuentro dulce y lleno de promesas.
            Y es que vivimos muriendo. Puede parecer un destino fatal, pero es un proceso maravilloso. Ser conscientes de vivir muriendo, o morir viviendo, no es acabarse, sino ir completándose, integrar todas las dimensiones de un Ser que se va revelando más pleno de matices, que son claves, o puertas y ventanas abiertas a niveles de comprensión cada vez más profundos.
            Vivir muriendo no es vivir menos, no es ir claudicando o rindiéndose, no es renunciar a la vida; al contrario, es vivir con coherencia y valentía, sin limitarnos en nada o cerrar los ojos a nada. Porque la muerte no es más que el otro rostro de la vida, el que nos ofrece una dimensión de eternidad que permite ir atravesando umbrales y, cuando logremos cruzar el último, morir realmente vivos, para vivir siempre.
 

 
 
                                           El lado oscuro del corazón, Eliseo Subiela 1992
                                  Escenas de Oliverio y la muerte, enamorada del poeta.

   
 
LA ROSA ENTERA

 
No voy a conformarme
esta vez con el aroma
intenso y dulzón de la rosa
ni con el terciopelo
frágil de sus pétalos.
 
Quiero la rosa entera
ahora y siempre;
la fresca y la marchita
en una única flor.
 
Por eso, busco el olor
ácido de sus restos
deshaciéndose.
Aprecio el color desvaído,
rojo sangre en el centro
del pétalo, amarillo
difuso por los bordes
rugosos y quebradizos.
 
Aprendo en la rosa que muere,
la que vivió fragante
y perfecta. Me aprendo
a mí misma en las dos
y, sobre todo, en la tercera;
 
la que pierde el olor
y pierde el movimiento,
la que disminuye en sus pétalos,
mansos, silenciosos,
hasta su disolución
en el universo
marchito y floreciente donde somos.
 
Ya no me conformo,
no puedo conformarme
con un trozo, ¿el más bello?,
de la rosa.
 

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