Hace dos años que escribí sobre esta experiencia, para no olvidarla, y me salió una especie de microrrelato. Pero fue tan real como lo más real que haya vivido. Suele suceder, que lo más increíble de lo que vivo y escribo es precisamente lo más cierto.
Porque, como los ojos del murciélago son a la luz del día, así es nuestro ojo intelectual a aquellas verdades que son las más evidentes de todas.
Aristóteles
Decían, dicen, los egipcios que, cuando el cuerpo duerme, el alma navega por otras dimensiones, donde las fuerzas cósmicas están descontroladas y amenazan las posibilidades de seguir evolucionando que hayamos logrado.
Ahora sé que aquella noche yo debía de estar viajando por la Duat[1] y a la vez en este mundo de formas y contornos, de sueños encarnados. Desperté, fui al baño y encontré una especie de libélula azul, más larga que mi brazo, posada en el suelo. A pesar de ser tan grande, parecía muy frágil. Todo en ella era esbelto y traslúcido; las alas, enormes, de un malva tornasolado; las patas, delgadísimas; la cabeza, larga, levemente inclinada hacia la izquierda, como si me mirara. Sí, me estaba mirando mirarla. Sin pensarlo dos veces, cogí la toalla del lavabo y, con manos temblorosas, se la eché encima. Esperé unos instantes por si escapaba, pero me di cuenta de que el peso de la toalla, que además estaba algo húmeda, era superior a sus fuerzas. Luego cerré la puerta, fui al otro cuarto de baño y me acosté con una desazón fría y lúgubre. Pensé que por la mañana tendría valor para alzar la toalla y rematar aquello o tirar aquello o... salvar aquello. Apenas dormí, había sido un gesto cobarde, cruel e innecesario, cubrir con la toalla letal aquel cuerpo insólito con atisbos de conciencia. Cerrar la puerta y apagar la luz habría sido suficiente para que saliera por la ventana, que estaba abierta. ¿O no estaba abierta?
A la mañana siguiente, con la lucidez serena que suele darme el insomnio, abrí la puerta del baño y levanté la toalla sin miedo ni aprensión, con un gesto esencial que me sorprendió a mí misma. No había ni rastro de la libélula.
Cualquiera podría pensar que lo imaginé o lo soñé, pero la toalla estaba en el suelo, y yo nunca dejo toallas en el suelo por capricho o por descuido. Aunque no volví a verla, sé que la libélula era real, más real sin duda que muchas personas de las que encuentro por la calle, en el metro, en la cola del banco, en el supermercado, más real que tantos autómatas guiados por el sueño y la mentira. La libélula era real, y lo real no desaparece así como así. Debe seguir en la Duat , tratando de iluminar el camino a algún alma recién desencarnada, con la que es probable que me confundiera; en esos días no era difícil confundirme con un alma en pena. Tal vez la libélula se equivocó de dimensión o solo fue un primer anticipo de las señales que vendrían después, que aún siguen viniendo.
O acaso algo activó en mí uno de esos resortes que permiten atravesar planos de existencia y ver con sentidos que están más allá de los sentidos físicos, con ojos que ven y oídos que oyen.
Libélula gigante, creada en laboratorio. La que yo conocí, o reconocí, era mucho más esbelta, más bella y delicada.
[1] Duat: inframundo de la mitología egipcia. El lugar donde se celebra el juicio de Osiris y donde el espíritu del difunto debe deambular por lugares enigmáticos, entre genios malignos o benéficos, y pasar por una serie de puertas en diferentes etapas del viaje.
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