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martes, 17 de mayo de 2011

El Auriga de Delfos






          Buscando un dato en un libro de arte, encuentras su rostro sereno. El sentimiento es el mismo; el Auriga de Delfos, amor soñado antes del amor.
          Ahora entiendes por qué apareció el chico de la sonrisa eterna. Intentas recordarle en las raras ocasiones en que estaba serio, y logras distinguir sus rasgos en los del Auriga; la misma belleza, la misma armonía. Fue la expresión viva de aquella primera pulsión, un paso inicial en el camino hacia el ágape.




          Vuelves a contemplarlo, esta vez con una atención más intensa y profunda, más alta y extensa, más certera. Creyendo que te habías enamorado de una escultura milenaria, te enamorabas del arte.
          Qué femenina silueta, con la túnica ceñida al talle, muy cerca del pecho. Su rostro, en cambio, no es femenino. ¿O sí?
          Es andrógino, la unión de lo masculino y lo femenino, las nupcias interiores, el regreso anhelado a la unión primigenia. Quizá por eso te atrajo, por eso aún te atrae su serenidad imperecedera.
          Dicen que lo clásico no pasa; es la verdad lo que no pasa, y algunas obras han llegado a captar un vislumbre de lo verdadero. Eso es lo que nos admira y hace que nos siga impactando después de tantos siglos.

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