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sábado, 11 de junio de 2016

Ser Amor


Evangelio de Lucas 7, 36-50

En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás, junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado, se dijo: “Si éste fuera profeta, sabría quién es esa mujer que le está tocando, y lo que es: una pecadora”. Jesús tomó la palabra y le dijo: “Simón, tengo algo que decirte”. El respondió: “Dímelo, maestro”. Jesús le dijo: “Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más?” Simón contestó: “Supongo que aquel a quien le perdonó más”. Jesús le dijo: “Has juzgado rectamente”. Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: “¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella en cambio me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo, sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor: pero al que poco se le perdona, poco ama”. Y a ella le dijo: “Tus pecados están perdonados”. Los demás convidados empezaron a decir entre sí: “¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?” Pero Jesús dijo a la mujer: “Tu fe te ha salvado, vete en paz”.


                                        La conversión de María Magdalena, Paolo Veronés



Quien ama sale de sí y se dirige al amado, en él luego se instala, y su yo es configurado por el tú. No de otro modo, en el Verbo encarnado, la naturaleza humana es como arrancada de su propio centro y mantillo, y ya no pertenece más a ella, sino al Yo del Verbo.
¿Tenemos tal vez alguna experiencia del amor puro? ¿Hemos salido alguna vez realmente de nosotros mismos?
     José María Cabodevilla

Mira como se debaten en mí el pecado y la gracia, la luz y la sombra, el placer y la penitencia, la pureza y la lujuria, la alegría y la tristeza, el pudor y el descaro, la castidad y la lascivia, la bondad y la perversión, la muerte y la vida. Sé testigo de este combate invisible que se está librando siempre, mientras el mundo es mundo, en mí y en tantos; en mí, en ti, en el universo. Lloro sin poder contener el llanto liberador, no ya porque me duela esta lucha atemporal, sino porque sé que la victoria no es de ninguno de los contendientes, esos pares de opuestos incompletos. El triunfo es de Aquel que me mira mientras seco y acaricio sus pies con mi pelo, mi vieja arma de seducción, hoy lienzo de lágrimas perfumadas. El triunfo es de su amor, capaz de trascender estos adversarios que ya se están fundiendo para dejar sitio a una nueva realidad, incomparablemente más hermosa y perfecta que la penitencia, el pudor, la castidad, la pureza. Porque igual que Él, al elevarse sobre la tierra, nos elevó, haciéndonos nuevos, su amor eleva todo, completa todo, restaura todo y lo caído se levanta, lo corrupto se regenera, lo impuro se purifica, los errores se convierten en ceniza, cuando la flecha alcanza el centro de la diana. Y ya no soy pecadora, ni siquiera soy santa, soy solo una mujer con dignidad y miseria, fuerza y debilidad, certezas y dudas, una mujer que ama y es amada por Él, sin condiciones. Soy, por Él y para siempre, el amor pleno y fecundo que, por inagotable, está más allá de la vida y la muerte, del pecado y la santidad. Ser solo amor; o solo ser, sin predicado ni calificativos; por Él y en Él, solo ser… 

Ay de mí cuando me diga noli me tangere y sus pies, esquivos, desaparezcan de mi vista… Que el ardor de mis besos dure para entonces. Acepto ya su ausencia venidera, si puedo seguir derramándome sobre ellos, ahora, para siempre. Porque amándolo así, lo estoy amando vivo y también muerto, pero lo amo sobre todo resucitado, como solo una resucitada puede amar. Qué amable anticipo de tan amarga ausencia, qué dulce promesa del reencuentro cuando vuelva. Cómo no darme entera, derramarme sin medida sobre los pies de mi Señor. Por eso no hablo, para no desperdiciar en palabras que se evaporan ni una gota, ni una lágrima de amor. Él entiende mi silencio, sabe leer cada gesto, cada lágrima, cada caricia de mis cabellos.

No he venido a buscar su bendición, ni siquiera ese perdón que ya me ha concedido antes aún de decirlo, para escándalo de los escandalosos… Lo busco a Él, que me colma como nadie, como nada podría ya colmarme. Su presencia es el aire que respiro, el sentido de mi vida y de mi muerte, la esperanza de quien ya desesperaba, mi Dios, mi Señor, amor eterno. Lo que usé para una vida disipada, mis herramientas de seducción, me sirven ahora para agasajarle: mi pelo suave, mis manos atentas, mis labios devotos, mis ojos, anegados en su luz.

            Me recordarán por el llanto, como si fuera la misma esencia del llanto. Nadie sabrá cómo trascendí el llanto, llegué mucho más allá del llanto por amor. No hubo más lágrimas después de haberlas ofrecido todas. Quedó un sentir puro y vertical, que ya no necesita expresión ni desahogo; una forma de mirar y de escuchar que incluye todas las formas posibles de mirar y de escuchar que una mujer o mil mujeres o ninguna mujer pueda concebir.




Tú me has seducido, Señor, Hermana Glenda

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