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sábado, 6 de julio de 2013

El tono de los días de gracia


            Después de releer La Ilíada, se me quedan algunas frases del final, como música de fondo, durante varios días. Me acompaña su ritmo, me inspira cuando camino por la calle Desengaño, cuando busco un libro o limpio el polvo (a veces tan parecido), cuando salgo a la terraza a encontrarme con los últimos rayos de sol de la tarde, cuando me desperezo como un gato por la mañana.
            Siento cómo me va afinando el tono de los días de gracia el eco musical de estas palabras. Me siento capaz de vibrar en ellas hasta el infinito, o solo hasta la orilla de la laguna Estigia, componiendo versos inmortales.

 
              Habían puesto centinelas por todos lados para no ser sorprendidos si los aqueos, de hermosas grebas, los acometían. Levantado el túmulo, volviéronse; y reunidos después en el palacio del rey Príamo, alumno de Zeus, celebraron un espléndido banquete fúnebre.
              Así hicieron las honras de Héctor, domador de caballos.

                                                                                                         
Un par de días después, no sé por qué extraña asociación subconsciente, o acaso supraconsciente, el eco de Homero es apagado por un poema de Antonio Machado que me acompañó durante años, y no acierto a descubrir qué o quién me lo ha devuelto:


Yo voy soñando caminos
de la tarde. ¡Las colinas
doradas, los verdes pinos,
las polvorientas encinas!...
¿Adónde el camino irá?
Yo voy cantando, viajero
a lo largo del sendero...
-La tarde cayendo está-.
"En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día:
ya no siento el corazón".

Y  todo el campo un momento
se queda, mudo y sombrío,
meditando. Suena el viento
en los álamos del río.

La tarde más se oscurece;
y el camino que serpea
y débilmente blanquea
se enturbia y desaparece.

Mi cantar vuelve a plañir:
"Aguda espina dorada,
quién te pudiera sentir
en el corazón clavada".
 

              Pero Homero vuelve a prevalecer; los aguijones dorados que herían al poeta bueno son ahora inofensivos para mí. Hay otra pasión, la única ya, que me mueve y me inspira, un tesoro que el óxido no corroe ni los ladrones roban. Es la perla de gran valor que las sirenas que fracasaron contra Ulises quieren que olvide, y por eso me acosan y me envuelven; ayer, con poemas de amor humano, hoy, de nuevo, con el luctuoso y sugerente canto:
 
              Canta, oh musa, la cólera del Pélida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves; cumplíase la voluntad de Zeus desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.
                                                                                       ***
              En ese momento Zeus padre desplegó su balanza de oro. Colocó dos partes de la muerte que siega todo, una para los troyanos, domadores de caballos, otra para los griegos, acorazados de bronce.
              La tomó por el medio; fue cuando bajó el día fatal para los griegos.




                                         Escena final de Troya, de Wolfgang Petersen


Qué intenso y poético será vivir si sigo vibrando así, susurra con voz de sirena la soñadora romántica que llevo dentro.

            Por la noche, antes de la oración, leo el Evangelio; es el capítulo 17 de Juan, la Oración sacerdotal.

              Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos (Jn 17, 22-26).
 

Qué hermoso y real será vivir si vibro así…; ya no al ritmo que marca Homero, no en la frecuencia de su latido épico; tampoco en la del latido de Machado, melancólico y solitario, sino en la de Juan y su Evangelio.
            Su latido, cierto y fiel, claro e inmortal, su tono, su ritmo, serán mi inspiración, mi música de fondo, la banda sonora del resto de mi vida.
 



                                               Escenas de La Pasión, de Mel Gibson

 
              Es tal la fuerza del mensaje de Jesús que, si además lo escuchamos en arameo, no hace falta leer los subtítulos para que el corazón comprenda, aunque la mente se entretenga en lo anecdótico, o quiera recordarnos que estamos viendo una película.

              Recomiendo vivamente la lectura de El arameo en sus labios, de Abdelmumin Aya, en la editorial Fragmenta.
              Gracias a mi buen amigo Antonio Alcaide por sus sugerencias y recomendaciones, siempre tan acertadas e inspiradoras.


Si conservas y custodias la Palabra
de modo que descienda a lo profundo de tu alma
y se transforme en tus afectos y en tus costumbres,
no cabe duda de que tú también serás conservado por ella.

                                                                                                      San Bernardo

 

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