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lunes, 7 de noviembre de 2011

Cementerios

 

            Cuando era niña íbamos al cementerio ciertas mañanas que recuerdo siempre soleadas. Eran paseos joviales y alegres. Me sentía cerca de aquellos abuelos a los que llevábamos flores, muy cerca de ellos y de los seres que evocaban las lápidas de aquel jardín encantado. Leía sus nombres, sus edades, tratando de memorizarlos para la próxima vez. Luego, nunca me acordaba de dónde estaba aquel niño de doce años, tan risueño en la foto, o aquella mujer de veintinueve, sin foto, que imaginaba guapísima, paseando entre las lápidas como una aparición de Bécquer, a quien ya leía con asombro y deleite.

            El sol y los muertos eran compatibles, no como ahora, que el olvido ha distorsionado la mirada y parecen dos conceptos lejanos, casi contradictorios. Pero si recupero aquella ingenuidad sabia, me doy cuenta de la cercanía entre la vida y la muerte, la joven etérea que camina evocando un amor malogrado, la niña que la evoca a ella y la mujer que evoca a las dos, mientras una figura sin contornos, puro sol, puro fuego, pura luz, inmensidad llena de sentido, observa detrás, leyendo atenta.


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