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sábado, 21 de mayo de 2022

Un Único Cristo


Evangelio según san Juan 14, 23-29

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado; pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz es doy; no os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.”

                                                    Descenso de Cristo a los infiernos, Theófanes de Creta
                                                   
   Que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos
              y tú en mí, para que sean completamente uno.
                                                                                                                                                                                                   Juan, 17, 22-23

                                                      Habrá un único Cristo amándose a Sí mismo.

                                                                                                           San Agustín

     En tan pocas líneas, la esencia de la enseñanza de Jesús. Parecería que al conocer lo cercano de Su Hora no quisiera que los apóstoles olviden nada y les deja un testamento, una síntesis que sirva de recordatorio para ellos y para nosotros.

     ¿Cómo no amar a un Dios que quiere morar en el corazón del hombre? Buscamos casas, lugares, afectos, refugios donde nos aislamos, que suelen convertirse en madrigueras de conejos asustados o, muchas veces, en guaridas de ladrones, pues guarecerse, aislarse, separarse es robar al Creador. Cuánto tiempo, esfuerzo, dinero  malgastamos en hacernos con casas que ni siquiera son hogares. Esos metros cuadrados de privacidad, seguridad, egoísmo y necedad, donde cada uno guarda sus cosas, su tranquilidad, tan alejada de la Paz de Cristo, su silencio, tan alejado del silencio esencial de los pobres de espíritu.

     Dejemos de esforzarnos por bagatelas, como tener una casa segura y confortable, con bonitos muebles y lo último en tecnología, y seamos audaces, queramos Todo, como Santa Teresita. Entonces recordaremos que el camino del cristiano consiste en convertirnos, cada uno, en morada de Dios.

     El Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, maravilla inexplicable del Dios trinitario, están deseando vivir en ti, en mí… ¿Cómo asimilar tal don? Con el corazón de carne que Él nos ha dado a cambio del corazón de piedra, inútil lastre para el que ya sabe que no pertenece al mundo (Juan 15, 19; 17, 14).

     El Padre está en Jesucristo; en Él Lo encontramos. Por eso la paz de Jesús se mantiene intacta en la tribulación; en los momentos aciagos revela especialmente su esencia divina. Paz dentro del corazón, en lo eterno que somos, en el Ser real, para que desde allí se extienda en abrazo universal, pues la paz es fruto del Amor. Si no hay amor, no hay paz, sino un simulacro mediocre y transitorio: tranquilidad, estabilidad, seguridad, siempre efímeras. 

     La paz de Jesucristo no es la del mundo egoísta y separado, sino la del reino del amor. No hablamos, claro, de un amor dulzón o sensiblero. ¿Cómo va a ser así el amor de Aquel que ha venido a traer la espada? (Mt 10, 34). Su paz es la del amor que llena todo y no se altera ni se agota, inmanente y trascendente a la vez, actual y eterno. Por eso la paz que nos da, para que la vivamos y custodiemos, crece y fructifica en lo agitado e inestable, en las tormentas cotidianas. 

     Porque la paz que deja a los apóstoles es la del combate interior y no la de la tranquilidad y la seguridad, es por lo que les pide valentía y entereza, inmediatamente después. El viejo mundo arde y pasa, queramos verlo o no, y el nuevo mundo que hemos de habitar supera nuestros conceptos y categorías mentales, porque Él lo hace todo nuevo con Su vida, Su muerte y Su resurrección. 

     Bendita Cruz, entonces, ese patíbulo que a tantos molesta y quisieran olvidar para hacerse un Jesús a su medida, sin sufrimiento, previsible y llevadero, que ofenda menos la sensibilidad de los tibios. Y es que el amor y la paz de Dios se manifiestan de modo privilegiado en esa Cruz, que hace posible que cicatrice lo que Cabodevilla expresa como “la llaga que es la vida”. Pues llaga, herida irremediablemente abierta, infectada y dolorosa, es la vida sin Su paz y sin Su amor. Así cobra sentido esta lira popular que conmovió a San Juan de la Cruz, al escucharla en el Convento de Carmelitas Descalzas de Beas del Segura: 

Quien no sabe de penas
en este valle lleno de dolores
no sabe cosas buenas,
ni ha gustado amores,
pues penas son el traje de amadores.

          ¿Somos dignos de esos dones, o nos dejamos llevar por la inercia de rutinas, costumbres y comodidades? Podemos sentir, escuchar, permanecer unidos a Cristo cada día, cada hora, siempre, si seguimos el consejo de María en las Bodas de Caná y escuchamos la Palabra de su hijo y hacemos lo que Él nos dice. Cada acto puede ser así un acto divino, porque no será nuestra voluntad la que se mueve, sino que daremos vida a la divina voluntad y una respiración, un parpadeo, un paso..., serán obra de Dios, con Sus atributos y Sus efectos poderosos e infinitos.

Siendo habitados por Dios, seremos capaces de amar como Jesús nos ama, recordábamos el domingo pasado, y seremos canal que difunde el amor, la sabiduría, la voluntad divina. Me recuerda a la oración silenciosa que practiqué antes de mi conversión definitiva. Con una gran diferencia: no son mi amor o mi consciencia de criatura, tan pobres y limitados, los que extiendo y ofrezco, sino los de Cristo en mí, el Hijo de Dios en mí, puro amor incondicional, pura inteligencia, puro poder, capaz de sanar todo, restaurar todo, renovar con su Espíritu la faz de la tierra.

     El cristianismo es Jesucristo: un hombre que también es Dios; un Dios que se ha hecho hombre. ¡Qué vértigo de gratitud y asombro! Y, además, bendita locura de amor, Él quiere integrarnos en esa unidad, hacernos uno con Él. Cuando se vislumbra la inmensidad de este Misterio, no tiene sentido perderse en disquisiciones teóricas que nos hagan considerarnos menos criaturas. ¿Quién querría dejar de ser hijo o hija amados de tal Padre? 

     Aprendemos una vez más de Jesús, tan libre que supera todas las aparentes contradicciones. Por eso puede hablar del Padre, como de ese Tú, ese Otro, al que se dirige para orar, para encomendarse y encomendarnos; y también puede afirmar que quien Lo ve a Él ve al Padre, que Él y el Padre son uno y que estamos destinados a ser uno con ellos. www.viaamoris.blogspot.com

     Cuando seamos capaces de vibrar en Su frecuencia de amor, paz y libertad, de unificarnos en su Querer, ya no habrá necesidad de espada, ni de hacernos violencia para conquistar el reino (Mateo 11, 12), pues el mismo Espíritu que nos guía y nos habita nos habrá transformado. Entonces, mirando a Dios cara a cara, sentiremos, sabremos que por Su amor somos en Él; semejanza al fin recuperada.


                               55 Diálogos Divinos, "Fundirse en la Divina Voluntad" 

Ahora somos hijos de Dios, aunque
aún no se ha manifestado lo que hemos de ser.
Sabemos que, cuando se manifieste, seremos 
semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es.

                                                                                            1 Juan 3, 2

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