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sábado, 13 de noviembre de 2021

Cielo y tierra pasarán


Evangelio de Marcos 13, 24-32

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “En aquellos días, después de una gran tribulación, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los ejércitos celestes temblarán. Entonces verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, del extremo de la tierra al extremo del cielo. Aprended lo que os enseña la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, sabéis que la primavera está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. El día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, solo el Padre”.

                                               La Virgen del Apocalipsis, Miguel Cabrera


Cuando quiero saber las últimas noticias, leo el Apocalipsis.
Léon Bloy

                               Y dijo el que estaba sentado en el trono: "Mira, todo lo hago nuevo". 
                                                                                                             Apocalipsis 21, 5                                                                                                                         
El domingo pasado nos mirábamos en la viuda que lo da todo y se da por entero. Aprendimos de ella que la verdadera ofrenda es darse uno mismo, esa continua muerte a lo falso para nacer a la Vida. Valiente y libre nos parecía esa mujer anónima, porque la verdadera libertad es vivir sin miedo. Sabia y lúcida al mostrarnos que el anonadamiento lleva a la plenitud, y el desprendimiento a la verdadera abundancia.

Desde la más absoluta humildad, la entrega absoluta, se llega a la meta, y en ese camino, raudo como un relámpago, todo se transforma y todo se recibe, porque se es vaso vacío. De la nada al Todo, camino de retorno que, a la vez que lo recorremos, ya lo hemos recorrido. Miro la Eucaristía y me doy cuenta de que es más adorable que el Cristo triunfal que imaginamos al pensar en la Parusía. 

Lo entendí de otro modo (lo mismo, siempre nuevo) hace tiempo en una Misa con el Réquiem de Fauré. Nosotros, embargados por la belleza de la música, y Él, el único Real, desde la humildad y el anonadamiento del Sagrario, atrayendo y adelgazando todas las músicas de todos los tiempos en la única Nota, la intemporal, Verbo Increado, Origen esencial al que volvemos. Desde ese trono invisible para los ojos, Él nos sigue diciendo: “Ánimo, soy Yo, no tengáis miedo”. Y contemplé la Jerusalén eterna en una iglesia llena de ancianos, hermosos como ángeles.

La viuda que da todo, desapego, valentía, confianza, símbolo de lo que somos y hemos olvidado. El final de la renuncia es soltar también la vida como experiencia cronológica, las posibilidades que nos seducen. Proyectos, expectativas, futuros falsos que nunca son como imaginábamos y nos hacen perder la Vida que solo está en el presente, ventana a la eternidad. Creemos coleccionar proyectos, cosas, ideas, experiencias hermosas, éxitos, viajes, títulos, medallitas del mundo…, y coleccionamos muerte, porque están en un tiempo de entropía y destrucción, ese tiempo que, como dice el Evangelio de hoy, acabará con angustia para los que creen en el mundo y se creen del mundo. Pero no somos del mundo, ni del tiempo ni de la muerte… Cuando lo ves, sabes que solo ahora, en este “hoy” que nos presenta una y otra vez el Evangelio, puedes vivir y salvarte o darte cuenta de que ya estás a salvo.www.viaamoris.blogspot.com 

El coraje de la viuda y del que con su desapego puede afrontar ese cataclismo aparente del tiempo que colapsa y los mundos que agonizan consiste en saberse amado. El miedo no existe en quien se sabe amado. Es el fondo de la oración verdadera: dejarse mirar, sentirse amado, para escuchar te amo, en lugar de temo.

Libres, desapegados, pobres de espíritu en el camino de retorno, desde el exilio al Paraíso, a nuestra esencia original. Desprendimiento, abajamiento total, que es la condición necesaria para encontrar ese punto de conexión con la Verdad, la puerta estrecha, la Puerta.

Él se hace esencial y real en la Eucaristía, y yo me realizo cuando Le miro y me olvido de mí. Esa es la “cosa” que le faltaba al pobre rico y nos suele faltar a todos, la única opción ya: soltar todo, sotarse, ojo de aguja que atravesamos cuando morimos a nosotros mismos, a lo que no somos y accedemos al Sí mismo, Comunión.

Profecía es advertencia, no certeza, porque el profeta se sitúa más allá de las circunstancias o dimensiones espacio-temporales donde los soberbios no llegan. El Reino no es lo espectacular o grandioso; es la hora de los humildes, los sencillos, como la viuda pobre, los que viven su día a día con ojos despiertos, ven el milagro de lo cotidiano y sueltan lo falso, lo que pesa y detiene, esa nada de sombra, disfrazada de todo.

La profecía siempre señala hacia el Origen y hacia la única elección que puede llevarnos allí;  lo que vaticina es para aquellos que no escojan esa única opción. Solo nos toca interpretar esa parte de la obra, para no eternizarnos en ensayos agotadores. Si el final es perfecto y ya es, ¿por qué no representar el papel que nos ha tocado con el corazón y la mirada puestos en ese final que es el Inicio?

Miramos a Cristo, soltamos todo y ese todo, que es nada ante el Todo, se transforma en "combustible" para el mejor de los futuros. Entonces, renunciamos incluso al futuro, porque decidimos volver a ese Presente intemporal en que ya somos con Él y en Él, la plenitud del Ser eterno.

Puede que esa sea la diferencia entre los llamados y los elegidos. Es elegido, y se elige a sí mismo, el que sin miedo ni reservas, mira al Ser y suelta todo lo demás, el que, como la viuda, se queda sin nada y por eso tiene Todo. El elegido sabe, además, que las profecías verdaderas, de ayer, de hoy, de siempre, tienen que ver con cada uno de nosotros, si sabemos verlo y vivirlo. El sol que se hace tinieblas, la luna que se apaga, las estrellas que caen del cielo, los ejércitos celestes que tiemblan…Todo dentro. Y llegarán los nuevos cielos y la nueva tierra, si volvemos a nacer, de agua y espíritu.

Vendrá, vino, viene cuando menos lo esperamos, como un relámpago, como un ladrón en la noche, como la muerte, siempre a destiempo, siempre de improviso. Vivimos como si el mundo fuera a durar para siempre. Si fuéramos realmente conscientes de la impermanencia de este mundo de formas y de nombres, no seguiríamos, como veíamos en el Evangelio del viernes, comiendo, bebiendo, casándonos, fabricando, comprando, vendiendo, edificando sobre arenas movedizas (Lc 17, 26-37).

Entonces, ¿no hay que hacer nada? Sí y no, no y sí, pero, como dice San Pablo, sin apego, sin expectativas, sin poner el corazón en lo efímero: “que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran, los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él. Porque la representación de este mundo se termina” (1 Co 7, 29-31).

Apocalipsis significa revelación, es decir, luz, conocimiento, nada que inspire miedo o aprensión. El miedo se combate con la fe y la esperanza, pero podemos ir más allá, porque la fe y la esperanza dejan de ser necesarias cuando alcanzamos la Visión definitiva y solo queda el Amor. Apoyemos nuestra vigilia en Su Palabra, que no pasa aunque cielo y tierra pasen, y así nos liberaremos del miedo. “Ánimo, soy Yo, no tengáis miedo”, nos sigue diciendo ahora.

Estar despiertos, vivir ya en la Presencia, conscientes del Reino que palpita en el interior, realizando los nuevos cielos y la nueva tierra. Plenitud y libertad a nuestro alcance ya, ahora, porque Él siempre viene; Él siempre está. Elevarnos a lo trascendente pasando por lo inmanente; sigámosle hacia la Unidad, atravesando la ilusión de lo múltiple, apariencia de separación, figura de un mundo que ya pasa. 

Requiem, Mozart 

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