Evangelio según san Mateo 10,37-42
En aquel tiempo, dijo
Jesús a sus apóstoles: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no
es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de
mí; y el que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su
vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará. El que os recibe
a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el
que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que
recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a beber,
aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo
porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.»
Fijos los ojos en el que
inició y completa nuestra fe, Jesús, quien, en lugar del gozo inmediato,
soportó la cruz, despreciando la ignominia.
Heb 12, 2
El abandono consiste en
librarse de las propias particularidades personales con la finalidad de crear
en sí el espacio para la presencia y la acción de Dios.
Edith Stein
Como nos recuerda el Salmo
89, Dios es nuestro refugio desde siempre. Por eso nos vamos desapegando de
todo, conscientes de que nuestros más elevados bienes nos vienen de lo alto y
que si ponemos el corazón en lo material, siempre efímero, lo perdemos todo.
Los lazos espirituales son infinitamente superiores a los
carnales Flm 9b-10.12-17. Porque la
libertad a la que nos guía la Sabiduría fortalece la fraternidad; escuchar a Cristo
y cumplir la voluntad del Padre es conectar con la verdadera familia (Lc 8, 21).
Seguir a Jesús, hacer todo con el verdadero Amor, esto es, por
Él, con Él, en Él y para Él nos da ya la vida eterna, plena y gloriosa. Quien
mantiene sus ojos fijos en Él no pierde nada, porque la perspectiva se amplía
hasta lo infinito, y todo se va transfigurando, iluminado por la luz de Jesucristo.
Estamos de nuevo ante el “camino del no soy”, que tantas veces
hemos contemplado: del orgullo a la humildad; de la idolatría de los bienes del
mundo, a la desposesión que hace posible la entrega total, del tener al Ser en
Cristo www.viaamoris.blogspot.com.
Hoy se mencionan los lazos familiares, los apegos humanos,
para muchos los más difíciles de soltar. Lo que se nos pide es renunciar a lo
que hay de egoísmo, de posesividad en esos afectos. Renuncio a mí mismo, pero
soy yo quien sigue a Cristo. Renuncio a padre y madre, hermanos, amigos, sin
abandonarles. Amándoles y sirviéndoles de un modo no exclusivo, codicioso o
dependiente, es como sigo al Maestro, que nos enseña a ser libres para amar de
verdad, sin la cizaña del apego y el egoísmo.
Renuncio al ego y al ap-ego para aprender a ser el “yo” que Él
quiere que sea, el que el Padre soñó antes incluso de que mi madre me
concibiera, antes aún de que ella naciera (Is 49, 1). Renuncio al ego que este
mundo, con sus condicionamientos, expectativas y prejuicios, ha ido
alimentando, para ser quien Jesucristo recreó en el Árbol de la Vida.
María Santísima es modelo de renuncia, pues para decir sí a la
increíble propuesta que Dios le hacía, no solo tuvo que renunciar a la lógica y
a la seguridad, sino también a los sueños y proyectos de cualquier adolescente
de la Galilea de entonces: entregarse a su marido, dar a luz varios hijos,
verlos crecer y hacerse adultos felices y respetados, confiar en que fueran su
apoyo en la vejez...
Ella es modelo y maestra para todos, porque Jesús no está
hablando solo para los apóstoles, ni siquiera para los discípulos más cercanos,
sino que nos lo está diciendo a todos. La renuncia radical a los apegos y
cargar con la propia cruz para seguirle son una consigna universal.
Otro modelo es Abraham, nuestro padre en la fe, que estaba
dispuesto a matar a su hijo Isaac, tan querido, para cumplir la voluntad de
Dios. Todos tenemos un “Isaac” en nuestras vidas, una persona, un proyecto, una
forma de vida, un anhelo, alguien o algo cuya pérdida nos rompería el corazón.
Pero solo un corazón roto, o dispuesto a ser destrozado por amor, puede ser un
corazón verdadero, ya no de piedra, ni cerrado o protegido para evitar el
sufrimiento, sino de carne, abierto y disponible para amar.
Jesús habla a Luisa Piccarreta, a a todos nosotros, en Libro
de Cielo sobre esta prueba que, como Abraham hemos de pasar:
En cambio a Abraham no le pedí un fruto por sacrificio, sino
que primero le pedí que fuera a tierra extraña donde no había nacido, y pronto
me obedeció. Después quise fiarme más de
él, lo abundé de Gracia y le pedí el sacrificio de su único hijo, al que amaba
más que a sí mismo, y él pronto me lo sacrificó. En esto lo conocí, por medio de la prueba,
que podía fiarme de él, que podía todo a él confiar. Se puede decir que fue el primer reparador al
cual venía confiado el cetro del futuro Mesías y por eso lo elevé a cabeza de
las generaciones con gran honor de Dios, de sí mismo y de los pueblos. (5) Así
sucede en todas las criaturas. Es mi
costumbre pedir pequeños sacrificios: El
privarse de un placer, de un deseo, de un pequeño interés, de una vanidad, el
desapegarse de una cosa que le parezca que no le pueda hacer daño. Estas pequeñas pruebas sirven como pequeños
apoyos para poner el gran capital de mi Gracia, para disponerlas a aceptar
sacrificios mayores. Y cuando el alma me
es fiel en las pequeñas pruebas, entonces Yo la abundo en mi Gracia y pido
sacrificios mayores para poder abundar más en el dar, y en ella hago los portentos
de santidad. Cuántas santidades tienen
principio por un pequeño sacrificio, y cuántas con haberme rechazado un pequeño
sacrificio, pareciendo a ellas que fuera cosa de nada, han permanecido
raquíticas en el bien, cretinas en el comprenderlo, débiles en caminar el
camino que conduce al Cielo. Pobrecitas, se ven arrastrar y lamer la tierra de
dar piedad; por eso hija mía se necesita más atención a los pequeños
sacrificios que a los grandes, porque los pequeños son la fuerza de los
grandes, disponen a Dios a dar la Gracia y al alma a recibirla”.
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