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sábado, 12 de octubre de 2019

Volver al corazón. Se salva el que recuerda


Evangelio según san Lucas 17, 11-19

Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?” Y le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.



                     Jesús cura a un leproso, Icono bizantino, Duomo de Monreale, Sicilia

Uno puede frecuentar a los leprosos sin coger la lepra o a los apestados sin contagiarse, pero ¿se puede frecuentar a los mediocres y a los muertos sin morir?

                                                                                               Louis Cattiaux

            Dios mío, si Te he adorado por miedo al Infierno, quémame en su fuego. Si es por deseo del Paraíso, prohíbemelo. Pero si Te he adorado solo por Ti, entonces no me prohíbas ver Tu rostro.
Rabi’a al’Adawiyya

La curación de los leprosos tiene lugar mientras Jesús y los apóstoles van camino de Jerusalén; hacia su destino de cruz, sacrificio y salvación. Entre Samaría y Galilea, territorio de nadie, territorio de todos, nuestro territorio, porque Jesucristo ya está en todo lugar y en todo tiempo. 

Son diez leprosos, no uno como en Mateo (Mt 8, 1-4), en Marcos (Mc 1, 40-45), o también en otro pasaje de Lucas (Lc 5, 12-16), sino diez: la totalidad de lo caído, lo perdido, lo abocado a la corrupción y a la muerte, lo impuro, lo sucio, lo rechazado. Se paran a lo lejos y piden compasión a gritos. Los diez cumplen la ley, manteniéndose a distancia, y adoptan una actitud de petición, de súplica, de oración.

Id a presentaros a los sacerdotes, es lo que les encomienda Jesús, según estipula la ley para ser readmitidos en la sociedad. Porque Él no viene a abolir la ley sino a darle plenitud (Mt 5, 17). Es necesario a veces pasar por alto la ley para llegar a la Ley del amor, que trasciende, completa, perfecciona toda ley. 

Mientras están en camino, cumpliendo la ley, su fe y la palabra de Jesús los sana, los limpia corporalmente. Pero solo uno siente un profundo agradecimiento y necesita expresarlo. Precisamente el no judío, el rechazado, el aparentemente infiel, es modelo de fidelidad y gratitud. Como Naamán el Sirio, de la primera lectura (2 Reyes 5, 14-17), al ser curado de la lepra por el profeta Eliseo.

Los diez supieron realizar impecablemente la oración de petición. Al siguiente nivel, que es la oración de acción de gracias y alabanza, solo llega el samaritano. E intuyo que, una vez salvado por Jesús en cuerpo, alma y espíritu, será capaz de llegar al nivel superior, que es la oración de comunión, de unidad, de puro amor. Por eso, no solo quedó limpio, sanado en el cuerpo, sino también elevado (levántate), libre (vete) y salvado por su fe verdadera, cualitativamente muy superior a la fe interesada de los nueve judíos que no volvieron. 

Estos son soberbios y desagradecidos, como el hijo mayor de la parábola del Hijo pródigo. Los nueve se rigen por la ley, fría e implacable. El décimo se deja enamorar por la Palabra que sana y salva, que se compadece y se da por completo, sin condiciones, porque, como dice San Pablo en la segunda lectura (2 Tim 2, 8-13), la palabra de Dios no está encadenada. Ni siquiera sabemos si luego fue hasta los sacerdotes, que es lo que exigía la ley, pero eso no importa. Lo esencial es que se volvió a medio camino, porque lo importante era el reencuentro con el Salvador, al que ha reconocido. ¿Lo reconocemos?

                                              Los diez leprosos, Autor desconocido

 Lo importante no es ser curado en lo físico, recibir bienes en el mundo y luego cumplir los rituales externos con el fin de asegurarse el cielo, como si Dios fuera un negociante que lleva la contabilidad de lo que cumplimos y lo que no. Lo esencial, la mejor parte que no nos será quitada (Lc 10, 42), es esa relación íntima con Jesucristo, a Quien reconocemos como el Hijo de Dios, capaz de sanarnos completamente, de salvarnos y de transformarlo todo.  Es la experiencia de amor, que nos mantiene vivos, con el corazón encendido, aunque estemos rodeados de muertos vivientes. 

El mismo Jesús les ha pedido que vayan a dar testimonio a los sacerdotes. En teoría, los nueve están cumpliendo su deber, están haciendo lo que "tienen que" hacer, impecablemente. Pero es que el amor, la Ley verdadera y definitiva, no entiende de reglamentos vacíos de contenido, de correcciones externas, de "las cosas como es debido"… El verdadero amor tiene ese matiz de locura que te saca de lo adecuado, lo normal, lo correcto, lo establecido…, valores de este mundo, representación o figura que ya está pasando (1 Cor 7, 25).

La Ley del amor siempre es desbordante, no calcula ni mide, no negocia, y te conecta con lo que está más allá de la figura, del símbolo. Te lleva a lo real, te sitúa en el mismo nivel del Amado, digno al fin de Él, y te confiere su capacidad de hacer posible lo imposible, de crear y recrear, de hacer, con Él y en Él, nuevas todas las cosas (Ap 21, 5), porque ya has sido regenerado por la Palabra que vibra en ti, resuena en ti, se pronuncia en ti y te atrae hacia Sí.

El samaritano no tiene que cumplir con la ley de los judíos. Al sentirse libre de los “corsés” externos, puede brotar en él la gratitud y la necesidad de cumplir la Ley verdadera, la que completa y perfecciona la ley. Él no tiene el corazón cerrado por el cumplimiento, tantas veces pura inercia.

Lo esencial, la única cosa importante, es volver siempre hacia Cristo, cada día, cada momento; porque su acción salvadora hacia nosotros es incesante, y así han de ser nuestra gratitud y nuestro reconocimiento, inagotables; pues la nueva creación se realiza desde aquel Sacrificio único, una y otra vez hacia el infinito. 

Volver es recordar (de "cordis", volver al corazón) y escoger la mejor parte, lo duradero, la Palabra de vida eterna, que no solo sana el cuerpo, sino que salva a todo el ser. Volver es vivir con alegría las renuncias a lo efímero, y, con esa actitud, dejar todo, el resto, la añadidura. Volver es hacerse discípulo y entregar la vida para ganar el alma. Volver es orar y ad-orar, en ese tercer nivel de oración al que pocos llegan, el de la Comunión, la fusión en Aquel que nos sana ahora, siempre ahora...

Es el reencuentro en la libertad. El primer encuentro del pasaje de hoy no era libre, estaba condicionado por la necesidad, era interesado. Por eso, los nueve solo recuperan la salud del cuerpo, mientras que el samaritano, que ha sabido ir más allá del interés y ha entrado en la dinámica de la gratuidad recíproca que lleva a la unidad, es, además, sanado en su alma y su espíritu, salvado por su fe, libremente, creativamente expresada en agradecimiento y alabanza. Bendita incorrección, bendito discernimiento el que le hace posponer la ley por la Ley del amor.

No basta tener fe para ser salvado, o no basta cualquier fe, pues los diez demostraron tenerla, pero solo uno tenía esa calidad de fe que abre el corazón y permite reconocer de dónde, de Quién procede la sanación. Los nueve, incapaces de reconocerlo, sanaron el cuerpo, lo que se quemará (1 Corintios 3, 13-15), solo se curaron temporalmente, no para la eternidad. Otra mirada sobre este pasaje en www.viaamoris.blogspot.com .

El samaritano agradecido es, además, una metáfora de todos nosotros. Cuántas vidas pudriéndose pueden limpiarse y liberarse, solo por entrar en contacto con la Vida que es Cristo. Cuánta marca, mancha e impureza nos ha de ir limpiando aún, una vez entregados a Él. Pero también tenemos que vernos reflejados en los nueve desagradecidos, de fe superficial, porque a menudo seguimos llenos de personajes tibios, egoístas, interesados, capaces de querer reducir el Misterio, lo Sagrado, a un intercambio, un negocio, el gran negocio, como decía San Ignacio de Loyola.

            Así es como hemos de leer las Sagradas Escrituras. Buscándonos, viéndonos en todos y cada uno de los personajes, incluso en los más detestables, hasta que integrando la propia sombra, terrible a veces, logremos reconocernos en los personajes más dignos, valientes, generosos, y, un día, en la Persona de Jesucristo, vida nuestra.  

Antiguo y Nuevo Testamento, no son novela, discurso ni ensayo, son Palabra de Dios y, como Dios está más allá del tiempo, su Palabra también, y el que la lee entra en una dimensión capaz de trascender el tiempo y el espacio. Es como ajustar una lente o un binóculo: a veces basta un pequeño gesto o movimiento, otras veces, hace falta un gran esfuerzo interior. Asomarse a la Palabra, ponerse en situación de leerla, es ya todo un trabajo interior. Como dice San Ignacio de Antioquia: “Me acerco al Evangelio como a la carne de Cristo”.

Me acerco a la Fuente de toda energía e inspiración, me acerco al alimento, me acerco a cuanto de digno, real y duradero hay en el mundo y en mí. Porque sin Él todo estaría condenado, sería enfermedad, podredumbre, lepra, muerte en potencia. Solo con Él es posible vivir, sanos y libres, y vivir para siempre.


     
                                                        Me basta con saber que estás aquí

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