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sábado, 13 de abril de 2019

Hacia la Nueva Creación


Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 22,14–23,56

En aquel tiempo, los ancianos del pueblo, con los jefes de los sacerdotes y los escribas llevaron a Jesús a presencia de Pilato.
No encuentro ninguna culpa en este hombre
C. Y se pusieron a acusarlo diciendo
S. «Hemos encontrado que este anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos
al César, y diciendo que él es el Mesías rey».
C. Pilatos le preguntó:
S. «¿Eres tú el rey de los judíos?».
C. Él le responde:
+ «Tú lo dices».
C. Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente:
S. «No encuentro ninguna culpa en este hombre».
C. Toda la muchedumbre que había concurrido a este espectáculo, al ver las cosas que habían ocurrido, se volvía dándose golpes de pecho.
Todos sus conocidos y las mujeres que lo habían seguido desde Galilea se mantenían a distancia, viendo todo esto.
C. Pero ellos insistían con más fuerza, diciendo:
S. «Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde que comenzó en Galilea hasta llegar aquí».
C. Pilato, al oírlo, preguntó si el hombre era galileo; y, al enterarse de que era de la jurisdicción de Herodes,
que estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días, se lo remitió.
Herodes, con sus soldados, lo trató con desprecio
C. Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento, pues hacía bastante tiempo que deseaba verlo, porque oía hablar de él y esperaba verle hacer algún milagro. Le hacía muchas preguntas con abundante verborrea; pero él no le contestó nada.
Estaban allí los sumos sacerdotes y los escribas acusándolo con ahínco.
Herodes, con sus soldados, lo trató con desprecio y, después de burlarse de él, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos entre sí Herodes y Pilato, porque antes estaban enemistados entre si.
Pilato entregó a Jesús a su voluntad
C. Pilato, después de convocar a los sumos sacerdotes, a los magistrados y al pueblo, les dijo:
S. «Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo; y resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas de que lo acusáis; pero tampoco Herodes, porque nos lo ha devuelto: ya veis que no ha hecho nada digno de muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».
C. Ellos vociferaron en masa:
S. «¡Quita de en medio a ese! Suéltanos a Barrabás».
C. Este había sido metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio.
Pilato volvió a dirigirles la palabra queriendo soltar a Jesús, pero ellos seguían gritando:
S. «¡Crucifícalo, crucifícalo!».
C. Por tercera vez les dijo:
S. «Pues ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».
C. Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío.
Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad.
Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí.
C. Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús.
Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él.
Jesús se volvió hacia ellas y les dijo:
+ «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que vienen días en los que dirán: "Bienaventuradas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado". Entonces empezarán a decirles a los montes: "Caed sobre nosotros", y a las colinas: "Cubridnos"; porque, si esto hacen con el leño verde, ¿que harán con el seco?».
C. Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él.
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen
C. Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Jesús decía:
+ «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
C. Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte.
Este es el rey de los judíos
C. El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas diciendo:
S. «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».
C. Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo:
S. «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
C. Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos».
Hoy estarás conmigo en el paraíso
C. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:
S. «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
C. Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía:
S. «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada».
C. Y decía:
S. «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».
C. Jesús le dijo:
+ «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».
Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu
C. Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo:
+ «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu».
C. Y, dicho esto, expiró.
Todos se arrodillan, y se hace una pausa
C. El centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria a Dios diciendo:
S. «Realmente, este hombre era justo».

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Entrada de Jesús en Jerusalén, Hippolyte Flandrin


Hoy comenzamos la Semana Santa, días para recordar que de un fracaso tremendo para el mundo, la crucifixión del Mesías como un delincuente, un malhechor, surge la auténtica y definitiva victoria, la resurrección gloriosa, el triunfo sobre ese fracaso universal que es la muerte.

Días de gracia, como siempre y como nunca, para aprender de Jesús a aceptar derrotas, traiciones, pérdidas, injusticias y sufrimientos que vengan de este mundo, en el que estamos y del que no somos, pues nuestro destino es seguirle también en la victoria frente al mundo.

Así nos anima a imitarle Santo Tomás de Aquino:
“Si buscas un ejemplo de humildad, mira al crucificado: él, que era Dios, quiso ser juzgado bajo el poder de Poncio Pilato y morir.
(…) Si buscas un ejemplo de desprecio de las cosas terrenales, imita a aquel que es Rey de reyes y Señor de señores, en quien están encerrados todos los tesoros del saber y el conocer, desnudo en la cruz, burlado, escupido, flagelado, coronado de espinas, a quien finalmente dieron a beber hiel y vinagre.
No te aficiones a vestidos y riquezas, ya que se repartieron mis ropas; ni a los hombres, ya que él experimentó las burlas y azotes, ni a las dignidades, ya que le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado, ni a los placeres, ya que para mi sed me dieron vinagre.”

Dios no exige la muerte del Hijo, sino que el Hijo abraza esa muerte como gesto de amor infinito, revistiéndose de todo nuestro pecado, nuestro dolor, nuestra mortalidad. Por eso no es lo material de los tormentos lo que nos salva (ha habido muchos seres humanos terriblemente torturados a lo largo de la historia), sino la aceptación voluntaria de Jesús de todos esos padecimientos extremos, por amor y con voluntad salvífica. Así, después de una aparente derrota para el mundo, Cristo vence a la muerte, el mayor enemigo de Sus amigos. www.viaamoris.blogspot.com

Fray Juan de los Ángeles expresa así la magnitud del fracaso, que será proporcional a la grandeza del fruto del Árbol de la Cruz, victoria absoluta y definitiva sobre la muerte:
“Vuelve los ojos a los males que padece, y cuéntalos, si sabes de cuentas, y añade números a números, y ceros a ceros, que no hay aritmética que no sea manca y corta para contarlos. Padece cárceles y cadenas como débil, siendo todopoderoso; padece escarnios y afrentas como necio, siendo sabiduría del Padre; padece y sufre bofetadas y salivas como blasfemo y vil, siendo la misma bondad; sufre azotes y muerte de cruz como malhechor, siendo justísimo Dios. Llamóle Isaías varón de dolores y que sabía de enfermedad, porque verdaderamente no hubo dolor que no se registrase en Él.
(…) Y lo que es más de consideración, que en medio de tantos y tan graves dolores, ningún género de alivio tuvo, ni sobre qué reclinar su cabeza lastimada, ni sobre qué descansar aquel sacratísimo cuerpo, que de solo tres clavos estuvo colgado y apegado a la tierra, secándose con los dolores; todo rodeado de los brazos de la muerte; en lo de fuera abatido y despreciado, y en lo de dentro desconsolado.”


Ave Crux, Spes unica


Jesús guarda silencio durante la mayor parte de la Pasión. Y cuando habla, lo hace en voz baja y clara, como las pocas palabras que pronuncia ante Pilato, las que dirige a las mujeres de Jerusalén, camino del Calvario, o las siete Palabras desde la cruz. El Verbo increado, la Palabra encarnada no necesita vociferar. Muere como ha vivido, en voz baja, con voz clara, diciendo sí, cuando es sí, y no, cuando es no. 

Muere como ha vivido y resucita como ha muerto: sin aspavientos, sin bullicio, sin grandilocuencia, con un sepulcro vacío, unos lienzos tendidos y un sudario enrollado. Como dice Bruckberger: “Al tercer día resucitó como había dicho. Él es quien tiene la última palabra. Pero esta última palabra la pronuncia tan bajo, como verdadero poeta, que solo la oye quien tenga buenos oídos para oír.”

Ayer, estaba crucificado con Cristo,
hoy, soy glorificado con él.
Ayer, estaba muerto con él,
hoy, estoy vivo con él.
Ayer, fui sepultado con él,
hoy, he resucitado con él.

                                                                                    San Gregorio Nacianceno

                                                    Diálogos Divinos, Pasión de Jesús


            "En una ocasión nuestro Señor me dijo: “Todo irá bien”; en otra ocasión dijo: “Y tú misma verás que todo acabará bien”. Y de esto el alma obtuvo dos enseñanzas diferentes. Una era ésta: que él quiere que nosotros sepamos que presta atención no solo a las cosas grandes y nobles, sino también a todas aquellas que son pequeñas y humildes, a los hombres simples y humildes, a este y a aquella. Y esto es lo que quiere decir con estas palabras: “Todo acabará bien”. Pues quiere que sepamos que ni la cosa más pequeña será olvidada.
            Otro sentido es el siguiente: que hay muchas acciones que están mal hechas a nuestros ojos y llevan a males tan grandes que nos parece imposible que alguna vez pueda salir algo bueno de ellas. Y las contemplamos y nos entristecemos y lamentamos por ellas, de manera que no podemos descansar en la santa contemplación de Dios, como debemos hacer. Y la causa es ésta: que la razón que ahora utilizamos es tan ciega, tan abyecta y estúpida, que no puede reconocer la elevada y maravillosa sabiduría de Dios, ni el poder y la bondad de la santísima Trinidad. Y ésta es su intención cuando dice: “Y tú misma verás que todas las cosas acabará bien”, como diciendo: “Acéptalo ahora en fe y confianza, y al final lo verás realmente en la plenitud de la alegría”.
            Hay una obra que la santísima Trinidad realizará el último día, según yo lo vi. Pero qué será esta obra y cómo será realizada es algo desconocido para toda criatura inferior a Cristo, y así será hasta que la obra se lleve a cabo… Y quiere que lo sepamos porque quiere que nuestras almas estén sosegadas y en paz en el amor, sin hacer caso de ninguna preocupación que pudiera impedir nuestra verdadera alegría en él.
            Esta es la gran obra ordenada por Dios desde antes del principio, tesoro profundamente escondido en su seno bendito, conocido sólo por él, obra por la que hará que todo termine bien. Pues así como la santísima Trinidad creó todas las cosas de la nada, así la misma santísima Trinidad hará buenas todas las cosas que no lo son. Quedé profundamente maravillada en esta visión, y contemplaba nuestra fe con esto en la mente: “Nuestra fe se fundamenta en la palabra de Dios, y pertenece a nuestra fe que creamos que la palabra de Dios será preservada en todas las cosas”."

                                                                                  Juliana de Norwich,
                                                                         Revelaciones del amor divino

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