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sábado, 9 de julio de 2016

La humanidad herida


Evangelio de Lucas 10, 25-37

En aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” Él le dijo: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?” Él contestó: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”. Él le dijo: “Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.” Pero el maestro de la Ley, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?” Jesús dijo: “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo: “Cuida de él y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta.” ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?” Él contestó: “El que practicó la misericordia con él”. Jesús le dijo: “Anda, haz tú lo mismo”.



                                                     El buen samaritano, Giacomo Conti


Toda la humanidad yace herida en el borde del camino en la persona de ese hombre, a quien el diablo y sus ángeles han despojado.

                                                                                               San Agustín


Por su cualidad misma, el amor es la semejanza con Dios, en la medida en que le es permitido a los mortales. Por su energía, el amor es la embriaguez del alma. Por su naturaleza, el amor es la fuente de la fe, abismo de paciencia, mar de humildad.
                                                                                      San Juan Clímaco
                                                 El Buen Samaritano, Aimè Nicolas Morot


¿QUÍEN COMO ÉL?

La historia de mis desventuras comenzó un aciago día en que decidí, por capricho o por ceguera, bajar de Jerusalén, la ciudad de la gracia y la inocencia, a Jericó, la tierra del placer y del olvido.

Qué débil fue mi carne desde entonces, qué corto y despejado el descenso, qué amargo desengaño a cada paso. Soledad y hedonismo, tristeza y locura, siempre cerca del abismo, hasta dar con mis huesos en un valle de muerte. Caí en manos de oscuros malhechores sin rostro o con mil rostros. Ay, cómo se cebaron con mi cuerpo y mi alma.

No puede verlos bien; solo sé que sus sombras parecían la mía, y cada golpe recibido parecía a la vez asestado por mi propio brazo. Qué absurdo ser víctima y verdugo, hombre  herido y villano, inocente y agresor. ¿Quién, si no, inició ese combate de años entre mi lado bueno y mi lado perverso? ¿Quién decidió dejar Jerusalén, la bondad, la luz, la Vida, para caer en tierra de penumbra y confusión? Fui yo, no hay más culpable de mi tremendo descalabro. Fui yo, no hablemos más de culpa.

Luego vinieron ellos, levita y sacerdote, los encargados de unir y sanar, de velar y custodiar, y pasaron de largo, mientras me desangraba… Verían acaso la vergüenza reflejada en mi gesto de dolor. No les culpo tampoco a ellos, olvidemos la culpa de una vez. Yo hubiera hecho lo mismo; cualquiera pasaría, sin siquiera mirar a ese lado truculento y peligroso del camino. Cualquiera, sí, que nadie se compare con el Otro, el que vino después, cuando todo parecía perdido para siempre.

Nadie puede parecerse a Él hasta que logre mirar como aquel Hombre me miró, con los ojos anegados de misericordia. Nadie puede compararse a Él hasta que aprenda a tocar como Él, con esas manos que parecían alas, sin dejar de ser firmes y precisas. Que nadie se crea un buen discípulo Suyo hasta que levante con sus brazos a un despojo humano, un apaleado por la vida y por sí mismo, por el mundo, como era yo.

Nadie hubiera podido ser jamás como Él antes de Él. Pero ahora sí, podemos intentarlo, con todo el corazón, con toda el alma. Yo lo intento desde entonces, aunque a veces cuesta tanto que dan ganas de rendirse. Pero nunca me rindo, tengo el recuerdo demasiado vivo de aquel Hombre que salió a mi encuentro en el camino que baja de Jerusalén a Jericó, y no pasó de largo.

Me despertó de un sueño terrible, me curó, derramando vino y aceite, luz y vida, gracia y esperanza, amor en mis heridas. Luego me levantó en sus brazos, como si mi cuerpo quebrantado fuera el cofre roto de un tesoro invisible, y me llevó a una posada para que me siguieran cuidando; Él debía partir.

Que luego volvería, le dijo al posadero, esa es mi esperanza y mi alegría: que Él va a volver, que ya se acerca. Curadas las heridas de mi cuerpo y de mi alma, sigo aguardando a mi Salvador.



                                              Quién te separará de Mí, Hermana Glenda

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