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viernes, 31 de octubre de 2025

Comunión de los Santos

   

Evangelio según san Mateo 5, 1-12a

En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos. Y él se puso a hablar enseñándoles: “Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán “los hijos de Dios”. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten, y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”.


                                           Políptico del Cordero Místico, Hermanos Van Eyck 

   Sólo tenemos una vida, hemos de ser santos.

                             San Maximiliano María Kolbe.

De acuerdo, Maximiliano, hombre generoso y valiente. Ser santo es imitar y seguir a Jesús desde la gran tribulación, este mundo de división, lucha, conflicto, separación, muerte y entropía que ya pasa. A Su presencia nos dirigimos, como el grupo que aparece en la primera lectura de hoy (Apocalipsis 7, 2-4.9-14), unidos, en este viaje de vuelta al Origen del que venimos. Con las vestiduras lavadas y blanqueadas en la Sangre del Cordero, habiendo renunciado al hombre viejo y habiendo optado por la Vida que somos en Cristo.

Las vestiduras blancas son la individualidad que conservaremos, después de que Él haya borrado de ellas toda mancha de egoísmo y falsedad. El agua y la Sangre que brotan del Corazón de la Divina Misericordia nos lavan hasta lograr un blanco deslumbrante (Marcos 9, 3). Es también el nombre que encontraremos en la piedrecita blanca que se nos dará (Apocalipsis 2, 17), nuestro nombre verdadero, el que hemos venido a reencontrar, para abandonar esta matrix de mentiras y sueño.

Aún no se ha manifestado lo que seremos, porque aún  no somos conscientes de dónde venimos y adónde vamos, ni de la chispa divina que late dentro. Porque todo el que tiene esperanza en él, se purifica a sí mismo, como él es puro (1 Juan 3, 1-3). 

Al Origen regresamos, y no podemos perdernos, porque tenemos las Bienaventuranzas, que nos recuerda el Evangelio de hoy, una verdadera guía para el cristiano, un canto al amor, la confianza y la unidad. Bienaventuranzas, sabiduría y fidelidad, camino de regreso para valientes, tras las huellas del Cordero-Pastor. 

En la lógica del mundo, divergente, separadora, que valida el conflicto y la pérdida, el 1 de noviembre parece sombrío. Por eso nos hemos inventado un Halloween de t-error que subraya la distorsión, el miedo al miedo… En la lógica de Jesús, la lógica del amor y la unidad, es la Fiesta de las fiestas, la celebración de la unidad y de la alegría, la conmemoración de la Meta, del destino en el que ya somos, la Comunión de los Santos, la Unidad.

Ser santo es ser lo que eres realmente, más allá de los disfraces que te has ido poniendo a lo largo de tu vida. Recuerda el proyecto de Dios para ti y acógelo de nuevo con alegría y verdad, aquí y ahora, sin huidas ni excusas, sin imaginar ni ensoñar… Vuelve a ser lo que eras, serás, eres, pues para Dios no hay tiempo (1 Pedro 3, 8), recuérdate y verás cómo la angustia, la impaciencia, la dispersión de toda una vida en un sueño equivocado se convierte en combustible para el viaje de vuelta a Casa, donde nos esperan todos los santos, la Santa Compañía que convirtieron en algo espantoso, otro error de la distorsión, otro “te amo” convertido en “temo”, ese Halloween desquiciado que es una parodia, porque todos regresamos, libres y serenos.

Holy win, y no Halloween, los santos que somos por el Bautismo regresamos victoriosos al encuentro del Cordero cuya Sangre nos limpia y nos transforma. Comunión de los Santos, Vida verdadera que estalla en alborozo, dicha eterna. Un solo anhelo vertical nos une, una muerte para la Vida, un regreso de todos a la Casa del Padre, sin vuelta atrás.


                            95. Diálogos Divinos. La muerte desde la Divina Voluntad

Algunos aforismos sobre la muerte como Dies Natalis (día del nacimiento):

Lo difícil no es aceptar que un día vamos a morir. Lo realmente difícil es atreverse a morir cada vez que sea necesario.

Aprende a ver la muerte como comienzo, trampolín desde el que zambullirnos en la eternidad.

La muerte es un verdadero rito de iniciación para el que todos debemos prepararnos.

Si un hombre lograra pensar de verdad, sin estrategias de huida, en su propia muerte, sería capaz de despertar y emprender el camino que conduce hacia la libertad.

La muerte es la entrada en una vida más real, una vida que no se agota, sino que mana incesante y transparente.

Imagina que mueres ahora. ¿Sientes paz y aceptación? Si no es así, trata de descubrir qué debes cambiar para que cuando llegue el momento puedas afrontarlo con paz.

Las personas conscientes miran su vida sin dejar de mirar también a su muerte. Eso les da una perspectiva completa y todo cobra su verdadera dimensión.

Pensar en la muerte no es vivir menos, no es ir claudicando o rindiéndose, no es renunciar a la vida; al contrario, es vivir con coherencia y valentía.

Soltar, abandonar, disolver, deshacer, desatar... ¡Liberar! Y el tiempo que nos quede, que sea un paseo luminoso.

Ser consciente de nuestra mortalidad es una actitud lúcida y liberadora, un reloj de arena que lleva entre sus granos muchas piedras preciosas, diminutas e inmensas.

Gran tesoro es ser conscientes de que estamos muriéndonos desde que nacemos. Vivamos velando, despiertos, para no olvidarlo y así reconocer esa otra cara de la moneda: nuestra dimensión eterna.

Hemos sido esclavos del sueño y la ilusión demasiado tiempo; es hora de volver a lo Real, donde somos eternos y libres.

sábado, 25 de octubre de 2025

La oración del corazón

 

Evangelio según san Lucas 18, 9-14

En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola. “Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.”

"El Señor es excelso y dirige su mirada a los humildes, pero a los orgullosos los conoce desde lejos" (Sal. 138, 6)

La prolijidad en la oración a menudo llena el espíritu de imágenes y lo disipa, mientras que a menudo una sola palabra tiene por efecto recogerlo.
               San Juan Clímaco

Las oraciones deberían ser como fuentes espontáneas que brotan de nuestro amor y de nuestro desamparo.
                                                                                                                     Paul Sedir

Desde hace siglos, en la oración de los cristianos ortodoxos, es frecuente la plegaria de Jesús, también llamada oración del corazón, que se basa en la parábola que hoy leemos y dice: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador. Se une en ella la petición de gracia y perdón a la conciencia de sí como pecador.

El obispo Teófano decía que la fuerza de esta plegaria no reside en sus palabras, que, además, tienen muchas variantes, sino en la constatación de nuestro estado caído frente a Dios en Su estado de perfección.

El fariseo se ha quedado apegado en su falsa autoimagen, como vemos en el blog hermano, Via Amoris. El republicano, en cambio, es consciente de su condición, de sus limitaciones, pecados y miserias,  y esa consciencia y su entrega confiada de sí mismo, pobre y necesitado, a Dios, logra transformarlo, justificarlo, santificarlo.

No basta con mirar hacia arriba para ser elevados. Hace falta la humildad de mirar a lo más bajo de uno mismo (humildad, de humus, tierra), hay que descender a los infiernos con Cristo, para con Él, recoger todo, reasumir todo, si queremos, por El, resucitar. Felix culpa, decimos entonces con San Agustín, feliz culpa que nos ha merecido tal Salvador. Porque, si bien es cierto que somos nada, miseria, limitación, por Cristo, con Él y en Él, como repite la liturgia, somos todo, hijos y coherederos del Reino. Es el Milagro de Amor.

El gesto de Dimas, el buen ladrón, capaz de robar el cielo al mismo Dios con una sola plegaria lo tiene el publicano que vemos hoy. Un solo gesto, una sola oración de entrega total y confianza plena, para la que hay que prepararse mucho, pero en un sentido contrario a lo que el mundo entiende por preparación. Prepararse, formarse para un gesto, una actitud… Formación muy exigente pero no para acumular conocimientos o práctica, sino para desnudarse, soltar, dejar ir, llegar a ser verdaderos pobres de espíritu frente a los soberbios y prepotentes…

La vida por sí sola ya nos da esa enseñanza, nos va quitando todo… Pero podemos aprenderlo de una sola vez si somos humildes y valientes. Mira tu miseria con valor, sin miedo a espantarte de ti mismo, sin paños calientes, sin mirar de reojo. Mira tu tiniebla y podrás ver la luz con que Él te mira. Entonces volverás a ser hijo de la luz, por Su infinita misericordia. Maravíllate y reconoce de Quién te viene tanta gracia. No te apropies de nada, no te atribuyas nada… No lo necesitas porque, por Él ya lo tienes todo…  Dice Isaac de Nínive: ¿Qué es entonces la oración espiritual? Es el símbolo de nuestra condición futura.

Acuérdate de mí, cuando llegues a tu Reino, dijo Dimas, y podemos decir siempre… Pero, añadamos…: Tú ya estás en tu Reino, y el Reino en mí… Acuérdate…, recuérdame que te recuerde y recuerde que tú completas todo, integras todo, lo elevas y transformas todo…

Invocando Su nombre y Su misericordia (miseri /cordis), para que Él lleve nuestra miseria a Su Corazón y la disuelva, vamos llegando a niveles más sutiles de verdadera Comunión. Así lo expresa William Johnston: “Les sucede algo similar a quienes recitan la “oración de Jesús”. Puede que empiecen rezándole al Jesús de Nazaret histórico, que anduvo sobre las aguas del Mar de Galilea; pero a menudo que trascurre el tiempo, dejan atrás las imágenes, pues su vista está ahora fija en el Verbo que nos ilumina a todos, en el Hijo que está de pie a la diestra del Padre, en la Segunda persona de la Santísima Trinidad. A través de la unión con el Hijo, se ven divinizados. Haciéndose “partícipes de la naturaleza divina” se dirigen al Padre en el Espíritu. Su oración se vuelve, pues, trinitaria.”
                                                 
                                           Jesús, tú mi alfarero, Hermana Glenda

La verdadera religión no es más que un intercambio entre el espíritu del hombre y el espíritu divino. Si el templo de Dios es el cuerpo cósmico del Verbo, el corazón de Jesucristo es el altar de dicho templo. Cualquier obra buena, cualquier petición o cualquier agradecimiento va del corazón del hombre al de Jesucristo y allí es aceptado por el Padre porque Dios no admite nada que no haya pasado antes por el corazón de Su Hijo para ser allí purificado, sublimado por los tiernos cuidados de nuestro eterno Amigo.
Todo lo que el hombre pueda obtener de lo más bello y de lo más limpio, lo minimiza en cuanto lo toca. Todo aquello que a nosotros nos gusta llamar como nuestros méritos, debe pasar por las manos del gran Alquimista para que lo transmute en la preciosa Quintaesencia, para que puedan resistir al Espíritu Santo, si no, serían reducidos a cenizas. Esto es lo que se llama santificar una cosa, transformarla, trasplantarla de lo natural a lo sobrenatural, de lo local a lo universal, del tiempo a la eternidad, de la muerte a la vida. Y el único que lo puede hacer es el Alquimista que bajo a la Tierra y se hizo hombre para liberarnos: Jesucristo.
De tal modo que el discípulo se repetirá sin cesar que él no es nada, que todo aquello que haga bien no es él sino Cristo quien lo hace en él y por él, porque desea su pobre corazón enfermo más de lo que nosotros podamos desear el más bello de los tesoros. Que es de Cristo del que puede esperar todo, todo en inteligencia, todo en amor, todo en fuerza y que gracias a la maravillosa locura que es el amor, ese pobre hombre, de aspiraciones tan pequeñas, tan miserable en sus idolatría, tan versátil en sus voluntades, este pobre esbozo de hombre puede ser recibido por el Verbo pudiendo convertirse en una parte de su esplendor, en un rayo de ese sol.
                                                                                                                           Paul Sedir

sábado, 18 de octubre de 2025

Orar siempre

 

Evangelio según san Lucas 18, 1-8

En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: “Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: «Hazme justicia frente a mi adversario». Por algún tiempo se negó; pero después se dijo: «Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara».” Y el Señor añadió: “Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”.

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La Creación (detalle), Miguel Ángel

    Pedid y se os dará; buscad y hallaréis, llamad, y se os abrirá.

             Lucas 11, 9

Después de enseñar el Padrenuestro a sus discípulos, Jesús subraya la necesidad de perseverar en la oración, con otra parábola muy semejante a la que leemos hoy, la del amigo inoportuno (Lc 11, 5-13). En la parábola que leemos hoy, la actitud del juez hacia la viuda es la contrapuesta a las entrañas de misericordia del Padre. Con estas dos parábolas, Jesús nos muestra cómo funcionamos en el mundo, para que comprendamos que el Reino no tiene nada que ver con nuestros afanes mezquinos y egoístas.

Los Evangelios nos ofrecen muchos ejemplos personales de esa insistencia necesaria, como la cananea, modelo de fe, perseverancia y humildad. (Mt, 15, 28); o como el centurión, claro y directo en su petición y en la expresión de fe que la sostiene (Lc 7, 1-10). El sentido más profundo de esa constancia no es que Dios sea reticente o indiferente. El sentido tiene que ver contigo y conmigo. Si tenemos en cuenta solo a Dios, las súplicas que Le dirigimos no tendrían ninguna razón de ser porque Él sabe lo que necesitamos mejor que nosotros mismos (Mt 6, 8), y porque no podemos sobornarlo, manipularlo o transformar Su voluntad.

Si soy capaz de confiar a Dios todo lo que me inquieta o anhelo, lo estoy ya transformando en mí, porque lo que pido, siento, espero, lo pongo en comunicación con lo Verdadero, donde germina la respuesta ante la mirada misericordiosa del Padre, que es todo lo contrario del juez de la parábola.

La oración perseverante no es útil o necesaria para Dios, pero sí para el ser humano. Es ponernos bajo Su voluntad y entregar la nuestra, tan pobre e inútil. Añadir: “no se haga mi voluntad, sino la Tuya” (Lc 22, 42), como nos enseña Jesús, legitima cualquier petición sincera, confiada y humilde.

La insistencia en la oración no se refiere, por tanto, a repetir una y mil veces las peticiones, como si Dios fuera sordo o indiferente a nuestras necesidades, sino a la necesidad de orar siempre, vivir en estado de oración, esto es, de comunión continua con Dios. Esa es la meta, vivir en oración, vigilantes, con la mano en alto, como vemos que hace Moisés en la primera lectura (Éx 17, 8-13). Con la oración continua, acabas convirtiéndote en lo que oras, como en el precioso relato de El Peregrino ruso.

Cuando se llega a la unión total, si es necesaria una oración de petición (por uno mismo, como hemos visto, no por Dios), bastaría decirlo una vez, porque se está en la Palabra. Entonces, si basta pedirlo una vez con absoluta confianza, sinceridad y pureza, ¿para qué insistir? Porque llevamos tesoros en vasijas de barro y, aunque a veces consigamos esa plenitud que solo puede dar la unión con Dios, volvemos a caer. Nos lastran el mundo y sus reclamos y tantas sombras interiores que aún no hemos logrado iluminar permanentemente. De ahí la importancia de ser fieles y constantes, orar siempre, hacer de la vida oración, intentando permanecer en ese estado de Comunión.

       El que es consciente de esa Comunión, ¿qué va a pedir? Todo lo considera pérdida o basura, con tal de ganar a Cristo (Filp 3, 3-8). Porque lo mejor, lo que da el Padre, lo que hay que pedir es el Espíritu Santo (Lc 11, 11-13).  Todo ruego ha de vincularse a este bien supremo. Primero el Reino, que es Él viviendo en nosotros y lo demás siempre vendrá por añadidura, porque todo lo bueno y necesario viene de Su amor.

Existe un nivel superior de oración, que Jesucristo no podía enseñar a todos con las parábolas, que enseñó a los apóstoles, y que Juan, recostado en su pecho, comprendió como ninguno (Jn 16, 23-27). Solo desde ese amor integrado se puede realmente pedir en Su Nombre, porque se vive en Él, y Él mora en el corazón del verdadero discípulo. Los que viven en esta oración de comunión, de amor perfecto, no conciben otra petición que el fiat, hágase en mí Tu voluntad y si, como el mismo Jesús, a veces piden por aquellos que aman (Jn 17, 9, 24), es en el marco de esta sumisión voluntaria y gozosa a la voluntad del Padre.

Que las peticiones son escuchadas queda bien subrayado en los evangelios (Mt 21, 21, Lc 17, 6, Mc 11, 24, Mc 9, 23, Jn 15, 7). ¿Cómo pedir para recibir? ¿Cómo llamar para que nos abran? ¿Cómo buscar para hallar? (Lc 11, 9) ¿Con qué actitud? ¿Desde dónde? ¿En qué estado? Sosiégate y sabe que Yo soy Dios (Salmo 46, 11). Cuando logras que el significado de esta frase se haga vida en tu interior, permites que Él se exprese en ti y en tu vida, que actúe a través de tiSin embargo, cuando tratamos de manipular o utilizar a Dios, no estamos hablando con Él, sino con uno de esos ídolos que nos alejan de Su gracia.

Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno (Dt 6, 4). Es el hombre el que tiene que prestar atención, vigilar y escuchar, mantenerse siempre atento y receptivo, consciente de Dios, evitando las dispersiones, los cantos de sirena del Adversario, que está siempre dispuesto a confundirnos y distraernos de lo esencial. Por eso es necesario orar siempre, perseverar en la oración, no para que Dios capte nuestro mensaje y nos dé "acuse de recibo" de nuestra solicitud, sino para que nos mantengamos en guardia frente a lo que nos aparta de Él, verticales, con la mirada y el corazón hacia la meta, que es la Unión definitiva.

Porque toda oración de petición sincera acaba desembocando en la única petición necesaria: que se haga en mí Su voluntad, que yo sea capaz de permitirle hacer Su obra en mí, sin interferencias, sin deseos mundanos, sin reservas ni búsquedas que no sean la única búsqueda legítima, como diría Tauler, la búsqueda pura y simple de Dios. Que mi vida sea Su Divina Voluntad obrante, para poder decir con San Pablo: es Cristo, que vive en mí. Y más aún, poder decir: "soy otro Cristo, porque el Amor infinito de Dios así lo quiere, y yo digo Fiat".

        28 Diálogos Divinos, "La Oración"

¿Qué derecho tenemos nosotras a ser escuchadas? Nuestro deseo de paz es, sin duda, auténtico y sincero. Pero, ¿nace de un corazón totalmente purificado? ¿Hemos rezado verdaderamente “en el nombre de Jesús”, es decir, no solo con el nombre de Jesús en la boca, sino en el espíritu y en el sentir de Jesús, buscando la gloria del Padre y no la propia? El día en que Dios tenga poder ilimitado sobre nuestro corazón, tendremos también nosotras poder ilimitado sobre el suyo.
                                                                                              Edith Stein

sábado, 11 de octubre de 2025

Volver al corazón. Se salva el que recuerda

 

Evangelio según san Lucas 17, 11-19

Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”. Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?” Y le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.


                Jesús cura a un leproso, Icono bizantino, Duomo de Monreale, Sicilia

Uno puede frecuentar a los leprosos sin coger la lepra o a los apestados sin contagiarse, pero ¿se puede frecuentar a los mediocres y a los muertos sin morir?
                                                                                               Louis Cattiaux

            Dios mío, si Te he adorado por miedo al Infierno, quémame en su fuego. Si es por deseo del Paraíso, prohíbemelo. Pero si Te he adorado solo por Ti, entonces no me prohíbas ver Tu rostro.
Rabi’a al’Adawiyya

La curación de los leprosos tiene lugar mientras Jesús y los apóstoles van camino de Jerusalén; hacia su destino de cruz, sacrificio y salvación. Entre Samaría y Galilea, territorio de nadie, territorio de todos, nuestro territorio, porque Jesucristo ya está en todo lugar y en todo tiempo. 

Son diez leprosos, no uno como en Mateo (Mt 8, 1-4), en Marcos (Mc 1, 40-45), o también en otro pasaje de Lucas (Lc 5, 12-16), sino diez: la totalidad de lo caído, lo perdido, lo abocado a la corrupción y a la muerte, lo impuro, lo sucio, lo rechazado. Se paran a lo lejos y piden compasión a gritos. Los diez cumplen la ley, manteniéndose a distancia, y adoptan una actitud de petición, de súplica, de oración.

Id a presentaros a los sacerdotes, es lo que les encomienda Jesús, según estipula la ley para ser readmitidos en la sociedad. Porque Él no viene a abolir la ley sino a darle plenitud (Mt 5, 17). Es necesario a veces pasar por alto la ley para llegar a la Ley del amor, que trasciende, completa, perfecciona toda ley. 

Mientras están en camino, cumpliendo la ley, su fe y la palabra de Jesús los sana, los limpia corporalmente. Pero solo uno siente un profundo agradecimiento y necesita expresarlo. Precisamente el no judío, el rechazado, el aparentemente infiel, es modelo de fidelidad y gratitud. Como Naamán el Sirio, de la primera lectura (2 Reyes 5, 14-17), al ser curado de la lepra por el profeta Eliseo.

Los diez supieron realizar impecablemente la oración de petición. Al siguiente nivel, que es la oración de acción de gracias y alabanza, solo llega el samaritano. E intuyo que, una vez salvado por Jesús en cuerpo, alma y espíritu, será capaz de llegar al nivel superior, que es la oración de comunión, de unidad, de puro amor. Por eso, no solo quedó limpio, sanado en el cuerpo, sino también elevado (levántate), libre (vete) y salvado por su fe verdadera, cualitativamente muy superior a la fe interesada de los nueve judíos que no volvieron. 

Estos son soberbios y desagradecidos, como el hijo mayor de la parábola del Hijo pródigo. Los nueve se rigen por la ley, fría e implacable. El décimo se deja enamorar por la Palabra que sana y salva, que se compadece y se da por completo, sin condiciones, porque, como dice San Pablo en la segunda lectura (2 Tim 2, 8-13), la palabra de Dios no está encadenada. Ni siquiera sabemos si luego fue hasta los sacerdotes, que es lo que exigía la ley, pero eso no importa. Lo esencial es que se volvió a medio camino, porque lo importante era el reencuentro con el Salvador, al que ha reconocido. ¿Lo reconocemos?

                                              Los diez leprosos, Autor desconocido

 Lo importante no es ser curado en lo físico, recibir bienes en el mundo y luego cumplir los rituales externos, con el fin de asegurarse el cielo, como si Dios fuera un negociante que lleva la contabilidad de lo que cumplimos y lo que no. Lo esencial, la mejor parte que no nos será quitada (Lc 10, 42), es esa relación íntima con Jesucristo, a Quien reconocemos como el Hijo de Dios, capaz de sanarnos completamente, de salvarnos y de transformarlo todo.  Es la experiencia de amor, que nos mantiene vivos, con el corazón encendido, aunque estemos rodeados de muertos vivientes. 

El mismo Jesús les ha pedido que vayan a dar testimonio a los sacerdotes. En teoría, los nueve están cumpliendo su deber, están haciendo lo que "tienen que" hacer, impecablemente. Pero es que el amor, la Ley verdadera y definitiva, no entiende de reglamentos vacíos de contenido, de correcciones externas, de "las cosas como es debido"… El verdadero amor tiene ese matiz de locura que te saca de lo adecuado, lo normal, lo correcto, lo establecido…, valores de este mundo, representación o figura que ya está pasando (1 Cor 7, 25).

La Ley del amor siempre es desbordante, no calcula ni mide, no negocia, y te conecta con lo que está más allá de la figura, del símbolo. Te lleva a lo real, te sitúa en el mismo nivel del Amado, digno al fin de Él, y te confiere su capacidad de hacer posible lo imposible, de crear y recrear, de hacer, con Él y en Él, nuevas todas las cosas (Ap 21, 5), porque ya has sido regenerado por la Palabra que vibra en ti, resuena en ti, se pronuncia en ti y te atrae hacia Sí.

El samaritano no tiene que cumplir con la ley de los judíos. Al sentirse libre de los “corsés” externos, puede brotar en él la gratitud y la necesidad de cumplir la Ley verdadera, la que completa y perfecciona la ley. Él no tiene el corazón cerrado por el cumplimiento, tantas veces pura inercia.

Lo esencial, la única cosa importante, es volver siempre hacia Cristo, cada día, cada momento; porque su acción salvadora hacia nosotros es incesante, y así han de ser nuestra gratitud y nuestro reconocimiento, inagotables; pues la nueva creación se realiza desde aquel Sacrificio único, una y otra vez hacia el infinito. 

Volver es recordar (de "cordis", volver al corazón) y escoger la mejor parte, lo duradero, la Palabra de vida eterna, que no solo sana el cuerpo, sino que salva a todo el ser. Volver es vivir con alegría las renuncias a lo efímero, y, con esa actitud, dejar todo, el resto, la añadidura. Volver es hacerse discípulo y entregar la vida para ganar el alma. Volver es orar y ad-orar, en ese tercer nivel de oración al que pocos llegan, el de la Comunión, la fusión en Aquel que nos sana ahora, siempre ahora...

Es el reencuentro en la libertad. El primer encuentro del pasaje de hoy no era libre, estaba condicionado por la necesidad, era interesado. Por eso, los nueve solo recuperan la salud del cuerpo, mientras que el samaritano, que ha sabido ir más allá del interés y ha entrado en la dinámica de la gratuidad recíproca que lleva a la unidad, es, además, sanado en su alma y su espíritu, salvado por su fe, libremente, creativamente expresada en agradecimiento y alabanza. Bendita incorrección, bendito discernimiento el que le hace posponer la ley por la Ley del amor.

No basta tener fe para ser salvado, o no basta cualquier fe, pues los diez demostraron tenerla, pero solo uno tenía esa calidad de fe que abre el corazón y permite reconocer de dónde, de Quién procede la sanación. Los nueve, incapaces de reconocerlo, sanaron el cuerpo, lo que se quemará (1 Corintios 3, 13-15), solo se curaron temporalmente, no para la eternidad. Otra mirada sobre este pasaje en el blog hermano Via Amoris.

El samaritano agradecido es, además, una metáfora de todos nosotros. Cuántas vidas pudriéndose pueden limpiarse y liberarse, solo por entrar en contacto con la Vida que es Cristo. Cuánta marca, mancha e impureza nos ha de ir limpiando aún, una vez entregados a Él. Pero también tenemos que vernos reflejados en los nueve desagradecidos, de fe superficial, porque a menudo seguimos llenos de personajes tibios, egoístas, interesados, capaces de querer reducir el Misterio, lo Sagrado, a un intercambio, un negocio, el gran negocio, como decía San Ignacio de Loyola.

Así es como hemos de leer las Sagradas Escrituras. Buscándonos, viéndonos en todos y cada uno de los personajes, incluso en los más detestables, hasta que integrando la propia sombra, terrible a veces, logremos reconocernos en los personajes más dignos, valientes, generosos, y, un día, en la Persona de Jesucristo, vida nuestra.  

Antiguo y Nuevo Testamento, no son novela, discurso ni ensayo, son Palabra de Dios y, como Dios está más allá del tiempo, su Palabra también, y el que la lee entra en una dimensión capaz de trascender el tiempo y el espacio. Es como ajustar una lente o un binóculo: a veces basta un pequeño gesto o movimiento, otras veces, hace falta un gran esfuerzo interior. Asomarse a la Palabra, ponerse en situación de leerla, es ya todo un trabajo interior. Como dice San Ignacio de Antioquia: “Me acerco al Evangelio como a la carne de Cristo”.

Me acerco a la Fuente de toda energía e inspiración, me acerco al alimento, me acerco a cuanto de digno, real y duradero hay en el mundo y en mí. Porque sin Él todo estaría condenado, sería enfermedad, podredumbre, lepra, muerte en potencia. Solo con Él es posible vivir, sanos y libres, y vivir para siempre.

     
                                                            Me basta con saber que estás aquí