Gratis habéis recibido, dad gratis. Mateo, 10, 8










sábado, 22 de febrero de 2025

Amor incondicional

 

Evangelio según san Lucas 6, 27-38 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros.»

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  El Sermón de la Montaña, Cosimo Rosselli

Creo tener la certeza de que no lograré la claridad y la sinceridad interiores, a menos que empiece a actuar consecuentemente con el Sermón de la Montaña. Y es que hay cosas por las que merece la pena comprometerse del todo. Y me parece que la paz y la justicia, o sea Cristo, lo merecen.
Dietrich Bonhoeffer

En el Libro del Levítico, ya estaba recogido el Mandamiento del Amor. Con Jesús, todo será nuevo porque Él encarna la Ley. La Verdad y la Justicia se manifiestan en una Persona pero con una evidente continuidad.

Somos templo del Espíritu de Dios, por eso no podemos caer en el odio o la venganza. El pasaje del Evangelio de hoy nos exhorta a ser misericordiosos como el Padre. Es la gran novedad: Cristo nos restaura la Filiación, somos Hijos y, desde Él, por Él, tenemos la capacidad de ser como nuestro Padre. 

La implacable “Ley del Talión” se recogía así en el Antiguo Testamento: “Si alguno causa una lesión a su prójimo, como él hizo, así se le hará: fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente; se le hará la misma lesión que él haya causado a otro” (Levítico 24,19-20).

            Pero la enseñanza de Jesús no se basa en los parámetros del mundo, que instan a la compensación, la autodefensa, la supervivencia y la revancha, sino que se cimenta en la comprensión, la misericordia y el perdón. Desde esa nueva lógica del amor, aprendemos a mirar a los demás con los ojos misericordiosos de Dios, capaces de pasar por alto cualquier agravio, porque toda ofensa y todo conflicto nacen de la ignorancia, del “no saber lo que se hace”. 

            La violencia engendra violencia, el amor engendra amor, misericordia, compasión y unidad. Por eso Lucas no nos exhortará a ser perfectos, como hace Mateo al recoger estas enseñanzas (Mateo 5, 38-48), sino a ser misericordiosos. Los dos Evangelistas nos llevan a la misma conclusión, porque para Dios la perfección no es la del mundo, sino la del Reino y se basa en el amor misericordioso que toma nuestras miserias y las pasa por el corazón.

El adjetivo “perfecto” en Mateo, además, no tendría nada que ver con el concepto de perfección dualista, que conduce a la obsesión del perfeccionismo y la competitividad, sino con una perfección en actitud e intención, que lleva a ser íntegros, buscando la propia unificación que lleva a la Unidad.

            Nunca nos hemos separado del amor del Padre, aunque nos hayamos vivido o soñado lejos de Él durante años. Incluso en ese sueño de separación y desamor, siempre quedaba un leve recuerdo más o menos consciente de nuestra verdadera identidad. Parecía que nuestros conflictos eran con otros seres humanos y en realidad eran siempre con uno mismo y con Dios, como Jacob en su combate con el ángel (Génesis 32, 22-30). Cuando nos cansemos del fruto, al final siempre amargo, del Árbol del Bien y del Mal, aparecerá ante nosotros, en nosotros, el Árbol de la Vida, y no habrá más conflicto ni separación, solo amor, real y eterno.

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El combate de Jacob, Delacroix

Ama y haz lo que quieras, dice San Agustín, no como rebeldía o provocación, sino porque en el amor a Dios y al prójimo se sostienen toda la ley y los profetas (Mateo 22, 40). El amor es más fuerte que el miedo y la muerte, más que las leyes y los dogmas, más fuerte que todo. Las normas, reglamentos, prohibiciones..., son necesarios para los que no han llegado, todavía, al amor y se rigen por la frialdad de la ley, la amenaza y el temor. Los que han dado el gran salto están en la plenitud de la ley (Romanos 13, 10) y viven libres, confiados en Dios, abiertos al mandamiento del amor, que contiene y sostiene todo y a todos. En ese amor esencial que brota del alma del verdadero discípulo, que se reconoce amado y se reconoce como amor, encontramos el terreno fértil para el entendimiento, la armonía y la unidad.

Aquellos que han sentido con más intensidad y verdad la presencia amorosa de Dios coinciden en señalar la pureza de ese amor sin condiciones, que va más allá de lo “razonable”. Porque cuando uno encuentra a Dios en su corazón, se encuentra también consigo mismo, su auténtico Sí mismo, y con los otros. Descubre, como Dostoievsky, que el infierno es el tormento de la imposibilidad de amar

        Amor sin condiciones que se asienta en la reconciliación y permite perdonar siempre, setenta veces siete. Perdonarse también y en primer lugar a uno mismo, cada día, haciendo del pasado un “combustible” para el camino de regreso a la casa del Padre.

Si ya estamos reconciliados con Dios y no lo vemos como un juez implacable o un enemigo, queda reconciliarnos entre nosotros y, lo que resulta más difícil, cada uno consigo mismo; porque ahí radica, nunca mejor dicho, la raíz del mal, en esa división interior que se refleja dramáticamente en el exterior.

La más sublime manifestación del perdón la contemplamos en la Pasión de Jesucristo, vendido, negado, traicionado, abandonado por sus propios discípulos y amigos. Su primer mensaje, la primera Palabra desde la Cruz, es la oración del perdón: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacenLos verdaderos discípulos imitan al Maestro en el perdón, que es consecuencia del amor desbordante e incondicionado que solo las almas espiritualmente maduras son capaces de sentir.

El centro de la enseñanza de Jesús es el amor (1 Juan 4, 16). Un amor que no busca recompensa ni intercambio, que nos transforma y nos restaura, nos devuelve la semejanza perdida, nos libera del egoísmo y de las ataduras de lo material, lo perecedero, y nos eleva a la dignidad nueva y antigua de Hijos de un Padre que es Amor.

Con ese amor sin condiciones se puede amar a los enemigos. Si Cristo nos ha reconciliado con el Padre, hemos de hacer lo mismo con los demás y con nosotros mismos, para que todo lo que hagamos, digamos, pensemos, lo haga en nosotros Su amor. Solo así podemos seguir amando hasta el final como Él nos enseñó, libres y serenos, entregados y humildes, como niños que no se quedan en el juego de ayer, porque siempre hay nuevos juegos que iniciar.

                                      2 Diálogos Divinos. Destellos de santidad divina

sábado, 15 de febrero de 2025

Bienaventurados

 

Evangelio según san Lucas 6,17.20-26

En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en una llanura, con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: «Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis. ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas.»


                                                 El Sermón del Monte, Rudolf Yelin

Jesús iba a convocar a los que consintieran, para que intentasen con Él la más grande aventura que jamás se hubiera propuesto a los hombres: implantar sobre la tierra el Reino de Dios.
                                                                                                  Georges Chevrot

Jesucristo es Camino, Verdad y Vida. Nada, de lo verdadero que hay en otras enseñanzas o tradiciones, falta en el Camino de Jesucristo. En el Sermón de la Montaña, Jesús nos presenta un itinerario de santidad que nos introduce en el Reino de Dios. Porque la santidad no es un modo excepcional de vivir, sino que es, o debería ser, la forma normal de ser cristianos. Si nos dejamos transformar por el Evangelio, haremos realidad el Reino de Dios. Por eso la pobreza de espíritu es la primera bienaventuranza y la esencia de todas las demás: solo quien se desprende de sí mismo y se hace un ser totalmente disponible es capaz de dejarse penetrar totalmente por el Reino de Dios.
La pobreza de espíritu no tiene nada que ver con la no posesión de bienes materiales. Un verdadero pobre de espíritu es la persona que ha conquistado la humildad y el desapego; alguien que ya conoce dónde se encuentran los verdaderos tesoros, los valora y los protege. 
El corazón del ser humano reconoce esos tesoros que no consisten en ganar, lograr, coger, sino en soltar, dejar, vaciar, abandonarse en Dios... Ya está todo dicho en el Sermón de la Montaña; las bienaventuranzas explican dónde están la meta. Es fácil reconocer esta verdad intelectualmente: que la finalidad de la vida es realizar el Reino y que los bienes del mundo son solo un medio. Sin embargo, no actuamos en consecuencia, el corazón apegado y temeroso se resiste, es demasiado fuerte a veces la inercia, el hábito de hallar placer o seguridad o control en lo inmediato. El trabajo pasa entonces por crear, con fe, esperanza y amor, un nuevo hábito de hallar alegría y plenitud en el Camino, Verdad y Vida que es Cristo.
El auténtico y bienaventurado pobre de espíritu ha de estar dispuesto a negarse a sí mismo, a vencerse y transformarse, renunciando a lo que impide ser discípulo, para poder decir como San Pablo: "vivo, pero no soy yo, sino Cristo que vive en mí" (Gálatas 2, 20). 
Primero el Reino, que es Él, su amor infinito que nos llena, nos transforma y nos salva. Primero el Reino, y lo demás siempre vendrá por añadidura, porque todo lo bueno y necesario viene de Su amor.
Sat Cit Ananda (Ser, Conciencia, Bienaventuranza), se dice en sánscrito, uno de los idiomas más antiguos. Pero la dicha a la que estamos llamados es más, infinitamente más de lo que se pueda decir con palabras de cualquier idioma. Ni ojo vio, ni oido oyó. Que venga a nosotros Su Reino, ahora, en este mundo con el que cada vez nos identificamos menos cuando logramos vivir en Su Voluntad.
Casi nada de lo que los ojos ven y la mente piensa o recuerda, nada de lo que el ser humano ambiciona es real, porque no es duradero, sino una grandiosa proyección, con los días contados, la representación de un mundo que ya pasa. Nada es real…, o acaso sí haya algo real en este torbellino de sombras efímeras que juegan a ser reales. Es real la consciencia que hemos puesto y la luz que Cristo nos regala para completar nuestra conciencia, tan limitada. Es real el amor recibido y ofrecido con el corazón abierto, un amor que no es el sentimiento al que estamos habituados, sino un darse por completo, como Él. Es real esa luz de los momentos vividos en Él, fundidos en Su Querer, que es plenitud eterna, sumo Bien, momentos en los que ponemos todo nuestro ser, y Dios quiera que se conviertan en Vida, fusión permanente con Él, porque entonces no los perderemos, y habrán ido aumentando nuestro “oro espiritual” para la morada que Jesucristo nos ha preparado, tan cerca de Él, que parecerá mentira haber podido estar siquiera un día siquiera alejados de Su Presencia. 

                                                       Vuele bajo, Facundo Cabral

sábado, 8 de febrero de 2025

Rema mar adentro

 

Evangelio según san Lucas 5, 1-11

En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la Palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret. Vio dos barcas que estaban junto a la orilla; los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: “Rema mar adentro, y echad las redes para pescar”. Simón contestó: “Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos sacado nada; pero, por tu palabra, echaré las redes”.Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”. Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: “No temas; desde ahora, serás pescador de hombres”. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron. 


                                        La pesca milagrosa, Duccio di Buoninsegna

Las lecturas de este domingo nos remiten a tres llamadas, tres vocaciones: la de Isaías, la de Pablo y la de los primeros apóstoles. En las tres aparece ese descenso necesario a lo más profundo del alma para experimentar el contraste entre nuestras sombras, limitaciones e incapacidades, nuestra fragilidad, y la luminosa, omnipotente presencia divina, que irrumpe en la vida de aquel que es escogido y llamado para una misión.

La vocación de los apóstoles es, como la de Isaías que narra la primera lectura, una teofanía fulgurante (Is 6, 1-2a.3-8), un ejemplo de disponibilidad. El profeta siente temor ante el Señor, como Pablo lo sintió al caer del caballo. También siente ese santo temor Pedro, después del signo prodigioso de la pesca, al ser consciente de su pequeñez ante la grandeza de Dios, al que ya puede ver en Jesucristo. Por eso pasa, de dirigirse a Él como Maestro, a invocarlo como Señor. Los tres sintieron la indignidad del pecador, que es la puerta a la verdadera dignidad. Por eso son llamados y enviados. Y dicen sí porque reciben el don de la fe, que los hace hombres nuevos, valientes y libres. 

     El pasaje del Evangelio de Lucas marca claramente tres momentos en la vocación de todo discípulo, a veces simultáneos, aunque casi siempre sucesivos:
-          La escucha de la enseñanza, la palabra sembrada en el corazón.
-          El asombro y la admiración por los signos exteriores o interiores.
-          La decisión de aceptar la vocación. Entrega y seguimiento incondicionales.

   En Nazaret, sus paisanos habían intentado despeñarlo por un barranco; en el lago de Genesaret, las multitudes se agolpan para escucharlo. El mensaje es el mismo, y también el mensajero, el mismo que hoy nos sigue hablando, enseñando, mostrando signos prodigiosos y llamando a cada uno por nuestro nombre. 

    No hay mejor manera de compartir el camino del cristiano que remitirnos a Jesús y Su Palabra, abandonando prejuicios y consideraciones, como hace Pedro. El Mensaje desnudo es el crisol que nos transforma y nos prepara para seguirlo e imitarlo. Porque el Evangelio, la buena nueva de Cristo resucitado, es el Camino, como recuerda Pablo en la segunda lectura (1 Cor 15, 1-11).

          Los apóstoles ya conocían a Jesús, lo sabemos por Juan (Jn 1, 37-38). Primero lo conocieron Andrés y el propio Juan, discípulos del Bautista. Jesús les preguntó: “¿Qué buscáis?” Ellos respondieron: “Maestro, ¿dónde vives?” Y Él les dijo: “Venid y veréis”. Qué diálogo tan profundo en su aparente sencillez, qué riqueza de significados para el alma del discípulo. No se puede decir más con menos palabras. Luego vino esa larga e íntima conversación que el Evangelio esboza, conciso y sutil (Jn 1, 39). Después, como en una danza de alegre generosidad, fue aumentando el grupo de los escogidos para seguir a Jesús. Andrés y Juan (siempre discreto cuando habla de sí mismo) se lo dijeron a sus respectivos hermanos mayores: Simón y Santiago (Jn 1, 40-42). Luego vino Felipe (Jn 1, 43), Natanael (1,47) y, más tarde, los demás.

En la escena que hoy leemos en Lucas, podemos suponer que ya habían tenido tiempo para madurar la decisión, pues era necesario un cambio total. Por eso, cuando Jesús los invita a seguirlo y compartir su misión, no preguntan nada, dejan todo y lo siguen, porque la semilla ya estaba creciendo en su corazón desde el primer encuentro.

     La metáfora de la pesca aparece a menudo en el Evangelio (Mt 4, 18-22; Mc 1, 16-20) y también en el Antiguo Testamento (Ezeq 47, 10; Hab 1, 14-15). El símbolo del pez, usado por los primeros cristianos para reconocerse, contiene la esencia de la Revelación. Las letras de la palabra pez en griego, Ichthys, como vemos abajo, son las letras iniciales de la frase: "Jesús, el Cristo, Hijo de Dios, Salvador". 
                                           

        Pescadores, hombres sencillos y humildes, escogidos para seguir a Jesús, el Cristo, el Mesías, y ayudarle a extender la buena nueva. Dejan todo por Él, a cambio de una promesa de paz y de amor para todos. Como dice Giovanni Papini, “el pescador es el hombre que sabe esperar, el hombre paciente que no tiene prisa, que echa su red y confía en Dios.” Humildad y paciencia, generosidad, pobreza de espíritu y confianza, virtudes que hoy escasean y debemos adquirir para ser fieles a la vocación aceptada. Ellos son capaces de soltar las redes: todo lo que separa, aísla y diferencia, y cambiarlo por la entrega, el servicio, el amor. Un discípulo está dispuesto a soltar cuanto lo mantiene apegado a su egoísmo, liberarse del lastre y caminar sin  mirar atrás. Porque "nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios" (Lc 9, 62).

            "Te basta mi gracia, pues la fuerza se realiza en la debilidad" (2 Cor 12, 9), le decía el Señor a Pablo cada vez que su voluntad flaqueaba. Nos basta su gracia también hoy. Aunque nuestras fuerzas vacilen y las dudas nos quebranten, confiamos en una voluntad infinitamente superior, la de Jesucristo. Su Palabra es nuestra luz y nuestra entereza, la fuente de toda abundancia, siempre mucho más allá de lo esperado o lo previsible.

Rema mar adentro, intérnate en lo más profundo de tu ser, en esos espacios abisales de peligro y oscuridad, de inseguridad y desvalimiento. Rema mar adentro, adéntrate en tu alma, no te quedes junto a la orilla, donde todo resulta familiar y hacemos pie. La misión es para valientes, para los que se atreven a explorar sus propias profundidades, habitadas por monstruos y demonios, entidades malignas y sirenas perversas que siempre acechan, atrapan y esclavizan al que se deja engañar porque no está atento, o no está en su centro, abrazado al mástil de la Verdad. 

 "Y ¿qué es la Verdad?" (Jn 18, 38), dirá Pilato. La Verdad no es una idea o un concepto, ni siquiera un estado o nivel de conciencia que haya que buscar, encontrar o alcanzar. La Verdad es una Persona, Jesucristo, que te llama, te busca y te encuentra.

sábado, 1 de febrero de 2025

Nunc dimittis

 

Evangelio según san Lucas 2, 22-40

Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo primogénito varón será consagrado al Señor”, y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”. Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. Su padre y su madre estaban admirados por todo lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: “Mira, este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma”. Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret, El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.

                                    Presentación del Niño Jesús, Ludovico Carracci

La perfección se llama Jesucristo; el camino de la perfección es Jesucristo; la fuerza para seguir este camino es Jesucristo. Singular unidad, innombrable multiplicidad, sueño inconcebible, realidad indestructible. He aquí el objetivo del Universo, he ahí el propósito de mi existencia. 
                                                                                     Paul Sedir 

El Evangelio de hoy nos presenta a dos santos Ancianos: Simeón y Ana, patronos de la Vida Ascendente. En Ana de Fanuel vemos la constancia, la esperanza, la fidelidad, la coherencia, el servicio, la entrega generosa y entusiasta. Cuántas virtudes nos transmite Lucas, en apenas cinco líneas… Fe y confianza, sin ellas no podríamos avanzar en el Camino. Simeón y Ana son nombres simbólicos: Simeón, “el señor ha escuchado” y, Ana, “regalo”. Dos profetas ancianos, sencillos y fieles, que se han preparado para poder reconocer la Luz y recibirla, que esperan y confían. Queda claro que en ese momento de revelación y anuncio, acaba el tiempo de la ley y comienza el tiempo del Espíritu, que les ha inspirado e impulsado.

La trayectoria y la actitud de Ana y Simeón nos recuerdan que, por nosotros mismos, podemos hacer muy poco, pero, si contamos con la luz y el apoyo de Dios, somos capaces de todo. Jesús es nuestro guía hacia la más íntima fusión con la propia esencia divina. Caminamos de su mano, junto a Él, enamorado de cada alma individual, hacia la Unidad.

Jesús, el Salvador, la Luz del mundo es bandera discutida, como dice Simeón, porque la entrega a Él no admite medias tintas o ambigüedades: lo aceptamos o lo rechazamos; estamos con él o contra él. La claridad y contundencia de su mensaje y su misión nos pide ser coherentes también en las opciones. 

José y María cumplen con la ley y regresan a su casa, su trabajo, su vida cotidiana, en la que el Niño irá “creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.” Jesús, en Su Humanidad, ha de desarrollarse, vive un proceso de crecimiento exterior e interior. Es la gracia de Dios, Su propia gracia, la que acompaña al Hombre que también es, y le permite desarrollarse en todos los sentidos hasta llegar a Su plenitud, y mostrarnos el Camino que lleva a la plenitud.

 Como Jesús, el Salvador, es Luz de las naciones, también la entrega fiel y coherente de los consagrados a Dios y a los hermanos es luz, signo de la Presencia de Cristo en el mundo. Puede parecer a primera vista que el que opta por consagrarse totalmente al Señor, renunciando a los amores “exclusivos”, pasa a ser uno más entre miles. Todo lo contrario: Él es el único que busca, llama y quiere a cada uno por su nombre; te busca, te llama, te quiere a ti, y a mí

La que se entrega a Él es el alma; por eso, en ese acto de entrega, de autodonación consciente, “recreamos” el alma. Vida consagrada es la manera de vivir del que ha soltado todos los apegos del mundo. Como dice San Bernardo: “Dios es amor y nada creado puede colmar a la criatura hecha a imagen de Dios, sino Dios-Amor; solo él es más grande que el amor.” 

En realidad, ese amor total es la Meta para todos, no solo los consagrados oficialmente, y así lo subraya Edith Stein: “Sponsa Christi no solo es la virgen consagrada a Dios, sino también toda la Iglesia y toda alma cristiana, como María es el modelo de la Iglesia y de todos los redimidos.” Solo que no todos estamos preparados para aceptarlo de inmediato y vivirlo (Mt 19, 12; 1 Cor 7, 7-9).

La Candelaria, procesión de velas que el dos de febrero se realiza en muchas iglesias, simboliza la venida y el paso de Cristo, la Luz que alumbra a las naciones e ilumina la historia, y la luz que enciende en los corazones de aquellos que deciden entregarse a Él con una decisión valiente y definitiva. 

A la Virgen María, la mujer consagrada por excelencia, la espada del dolor le traspasó el alma, como vaticina hoy Simeón. Ese dolor, que no sufrió en el parto del Hijo, y sí en el parto espiritual de nosotros, también sus hijos, la hizo corredentora. Todo sufrimiento asumido con la mirada en esa Meta de Amor y de Sacrificio Supremo, nos permite colaborar también en la obra de la Redención y ser luz del mundo, presencia de Dios.

Nunc dimittis, Arvo Pärt