Gratis habéis recibido, dad gratis. Mateo, 10, 8










domingo, 21 de julio de 2024

La discípula

 

Evangelio según san Juan 20, 11-18

Fuera, junto al sepulcro, estaba María, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, del lugar donde había estado el cuerpo de Jesús. Ellos le preguntan: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Ella les contesta: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Dicho esto, da media vuelta y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dice: “Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?”. Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré”. Jesús le dice: “¡María!”. Ella se vuelve y le dice: “¡Raboní!”, que significa: “¡Maestro!”. Jesús le dice: “Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”.” María Magdalena fue y anunció a los discípulos: “He visto al Señor y ha dicho esto”. que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras.


                                        Noli me tangere, Fra Angelico

 

LA DISCÍPULA

                                                                             El ser humano es lo que es a los ojos de Dios.

                                                                                                                           Francisco de Asís

Muchos creerán que fui una prostituta a la que él perdonó los pecados y aceptó entre sus discípulos. Ignoran la fuerza que despertó en mí, la que me puso en disposición de seguirle para siempre. Por eso fui la primera en verle después de aquel terrible y memorable día. No habría podido ver su cuerpo glorioso, vencedor de la muerte, si él no me hubiera preparado para ello, mostrándome lo que hace falta para llegar a ser una discípula, con ojos que ven y oídos que oyen. No se puede ser discípulo suyo si no se renuncia. Soy María de Magdala, pecadora arrepentida, prostituta durante años, aunque no como el mundo cree, pero soy, sobre todo, María, la discípula. Una frase sencilla y directa y mi corazón se dispuso a abandonar un mundo de lujos y belleza aparente, de halagos hipócritas y poder mundano. Bastó oír su voz para empezar a romper las cadenas que yo misma había forjado.    

Ya creía saber de él; otro profeta, pensé, acaso más atractivo y enigmático. Recuerdo cuando le oí decir: el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Me pareció hermoso y sugerente, pero hacía falta algo más para que sus palabras poderosas empezaran a resonar y dar fruto en mi interior. Hacía falta tiempo, afrontar miedos y dudas, prejuicios, ideas falsas, resistencias, orgullo, egoísmo.

Yo había oído hablar de él, y él también había oído hablar de mí. Ahora sé que al verme ya me conocía mejor que nadie, mejor sin duda que yo misma. Por eso dijo: María, yo te amo, los demás no te aman. Y supe que no se refería a lo que confundimos con amor. Me amaba por mí, como un hermano, un padre, un hijo, un amigo fiel, y más, mucho más, infinitamente más, porque él está más allá de lo que limita y condiciona a los hombres. El me amaba, me ama, con su naturaleza divina e inmortal.

Él dijo: María, yo te amo, los demás no te aman, y todo se transformó dentro y fuera de mí. Ya no podía entregarme a ningún hombre, porque había comprendido que yo no era un cuerpo, una mente, una posición de privilegio en un mundo de ciegos y sordos. Empezaron a decir de mí que era una prostituta; aquellos a quienes antes ofrecía mis favores, sintiéndome aceptada y valorada, no pudieron soportar mi indiferencia. Fue el inicio de la leyenda que me acompaña desde entonces. Pero yo solo me había entregado a ellos a cambio de una ilusión, la ilusión de amar y ser amada. Y él me hizo ver que aquella ilusión era una trampa que me estaba robando la vida.

María, yo te amo, los demás no te aman, bastaron estas palabras en su voz profunda para que despertara y me viera a mí misma por vez primera. Fue duro aceptar la vida que había llevado, pero él había encendido una esperanza inmensa, y seguirle fue desde entonces mi destino. Si antes todo era ilusión, vanidad, mentira, en adelante, sería verdad y coherencia. Junto a él fui despojándome de lo accesorio, aquella personalidad que se había manejado con soltura en un mundo de sombras y artificios y se reveló como un lastre, un disfraz incómodo y estrecho. Él hizo nacer en mí una mujer nueva, libre y consciente. Una conciencia que a su lado fue creciendo y expandiéndose. Llegué a sentirme tan unida a él, tan entregada a su obra y su misión, que hasta sus silencios eran enseñanza. Mi alma se iba empapando de una sabiduría que la mente por sí sola es incapaz de concebir. Él hizo vibrar en mí, en perfecta armonía, cuerdas que nunca se habían oído.

Había conocido hombres notables, inteligentes, eruditos, sabios algunos, pensaba. Pero solo él era la fuente de toda sabiduría, por eso atravesó dudas y reservas y llegó hasta mi tristeza, alumbrando los rincones más oscuros. María, yo te amo, los demás no te aman. Era cuanto necesitaba para seguirle: el camino, la verdad, la vida auténtica a mi alcance, la llave de mi libertad.

Nunca dejé de mirarle y escucharle. Mirarle mirar fue una de las experiencias más reveladoras que recuerdo. Verle mirar a un niño, como si lo estuviera concibiendo en el vientre de un mundo nuevo. Mirarle mirar a su madre, iluminando su existencia, haciendo que en esa mirada confluyeran todas las madres, todos los hijos, la madre, el hijo. Verle mirarme, reconocerme en su mirada, el único espejo donde quiero reflejarme eternamente. Y contemplarle también cuando no sabía que le miraba, o eso parecía. Su pelo ondulado, movido por el viento, su belleza esencial, la fuerza hermanada con lo vulnerable, su caminar, tranquilo. 

Al principio me preguntaba cómo era posible que un hombre con una responsabilidad como la suya fuera capaz de expresar con su cuerpo tanta paz. Me sorprendió más porque yo estaba tensa incluso cuando aparentemente descansaba. Desde niña me acostumbré al cuello rígido, los puños cerrados, la mandíbula apretada como si me defendiera. Y empecé a pensar que alguien que tiene fe en Dios no puede mostrarse crispado, sería una contradicción, y fui entendiendo que creer en Dios y creer en él es lo mismo. Mi cuerpo empezó a hacerse flexible, mis puños se abrieron y en mi rostro fue apareciendo una expresión confiada. Por eso dicen que él me liberó de siete demonios, los demonios del miedo, la tristeza, la ira, el desencanto, el egoísmo, el orgullo, la impaciencia.

María, yo te amo, los demás no te aman… La primera cadena que se rompió fue la de necesitar ser nada para nadie. ¿Cómo desear ser nada para nadie cuando has logrado ser tanto para el que es todo? Qué absurdos aquellos afanes, qué triste aquella sed angustiosa y febril que nada podía saciar...

Pero las cadenas por romper y las prisiones por derribar eran muchas. Llegué a comprender, a un nivel al que el lenguaje no llega, que la salvación que prometía era para mí, para los que habían hecho posible mi nacimiento y para muchos más, para todo aquel que le abriera el corazón. Porque creer en él salva de un largo y doloroso aprendizaje. Son sus méritos los que, al aceptarlos, nos salvan y liberan definitivamente. En eso consiste el esfuerzo, en acoger, en dejar de resistir. Qué esfuerzo para algunos llegar a ese abandono total, esa pasividad aparente, donde todo se realiza.

Él lo dijo con claridad: Yo Soy la resurrección y la vida... Y dijo también: Yo Soy el camino, la verdad y la vida. Pero el hombre aún no está preparado para las palabras sencillas, está demasiado cómodo con su esclavitud, parece no querer liberarse de esa condena ancestral a la que ya se ha acostumbrado.

Él lo dijo con la transparencia del agua, pero advirtió también que no todos tienen oídos para oír. No está el hombre acostumbrado a la claridad... Son demasiados años, demasiados siglos engañándonos a nosotros mismos.

Le seguí hasta el final, hasta donde solo su madre y Juan le siguieron, hasta ese tremendo final que tres días después se transformó en un maravilloso principio del que fui primer testigo.

Y él se ha quedado, fiel a su promesa, junto a nosotros. No me hace falta verle para percibir su presencia, ni me hace falta escuchar su voz para saber que me ama con ese amor único que despierta y transforma, que salva y libera. Sigue diciéndome María, yo te amo, los demás no te aman. Una sola vez mis oídos lo oyeron, pero fue un momento decisivo, que hace que esas palabras perduren y sean pronunciadas también ahora, siempre.

Trabajamos, nos esforzamos, seguimos caminando mientras es de día, pero es un afán sereno, porque en el fondo ya hay poco que hacer en el mundo. Solo mirarle, escucharle, seguirle, hacer lo que nos dice: amar, perdonar, pero sobre todo, permitir que sea él quien ame, perdone, viva en nosotros. Lo demás viene, como él nos recuerda cada día, por añadidura.

Y tú, que me sueñas y evocas, sabes bien a qué me refiero, por eso te miras en mí. Al principio también surgió en mí cierta rebeldía. Yo ya "sabía" mucho, creía en realidad saber, porque conocía a los sabios persas y los filósofos griegos. ¿Quién era ese hombre que me hacía sentir como si nada de lo que hubiera estudiado o vivido tuviera algún valor? ¿Cómo se atrevía a cuestionar mi pasado y mi persona? Pero no tardé en aceptar que solo él podía cuestionarme o poner mi vida del revés, porque era cierto que solo él me amaba. Él tenía toda la autoridad, porque él es el amor. El amor que era, que es, que viene siempre.

María, yo te amo, los demás no te aman. Llevé esas palabras conmigo durante años. Las medité, evoqué la voz al pronunciarlas, me alimenté de ellas. Eran mucho más que una declaración. No despreciaban ni excluían el amor que puedan tener los demás, al contrario, lo engrandecían y dignificaban. Era una manera sencilla y directa de decir que su amor no es de este mundo de formas y apariencias, de nombres y egoísmos, sino de ese otro mundo, real y eterno, cuya puerta es su voz y sus silencios, sus ojos y sus manos, su vida, su muerte, su resurrección.

Solo él enciende el fuego que eleva y transforma, la llama de amor viva que ha de ser avivada, para que siga purificándonos, liberándonos de lo que no somos, ensanchando más y más nuestro horizonte.

A veces volvía a evocar su voz sin proponérmelo, María, yo te amo, los demás no te aman, como una invitación a contemplar ese misterio de amor, inagotable en su sencillez, atravesando los velos que solo aparentemente nos separan.

www.viaamoris.blogspot.com


                                         Consumación en el Amor desde la Divina Voluntad

lunes, 15 de julio de 2024

Stabat Mater

 

Evangelio según san Juan 19, 25-27

Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.

                                                   Ntra. Sra. del Carmen. Juan Carreño

El otro ladrón, el de la derecha, y que casi a sus pies tiene a María a quien mira más que a Jesús, que hace unos cuantos momentos ha estado diciendo en voz baja: “La madre”, añade: “Cállate. ¿No temes a Dios ni siquiera ahora que sufres esto? ¿Por qué insultas a quien es bueno? Está en un suplicio mayor que el nuestro. Él no ha hecho nada malo”. (…)

Los judíos arrojados más allá de la plazoleta, no dejan de insultar, y el ladrón impenitente se hace eco. El otro, que mira con mayor compasión a la Virgen, llora y le reprocha duramente cuando oye que también ella es insultada. “Cállate. Acuérdate que naciste de mujer. Piensa que nuestras madres han llorado por nosotros. Y fueron lágrimas que la vergüenza les arrancó… porque somos unos criminales. Nuestras madres ya murieron… Quisiera pedirle perdón… ¿Lo podré? ¡Era una santa!… la maté con los dolores que le produje… Soy un pecador… ¿Quién me perdona? Madre, en nombre de tu Hijo que agoniza, ruega por mí”.

María levanta por un momento su rostro desgarrado, mira a este malvado que, a través del recuerdo de su madre, y de verla a Ella, se encamina hacia el arrepentimiento, y parece como si lo acariciara con su mirada de paloma. Dimas llora recio, lo que provoca mucho más las befas de la plebe y de su compañero. Aquellos aúllan gritando: “¡Bravo, bravo! Tómatela por Madre. ¡Así tiene dos hijos criminales!” El otro por su parte: Te ama porque eres un retrato de su amado”. Jesús habla por primera vez: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Esta súplica vence los temores que le quedaban a Dimas. Se atreve a mirar a Jesús y le dice: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. Es justo que yo sufra. Compadécete de mí y dame la paz en la otra vida. Te oí hablar una vez; y, necio, rechacé tus palabras. Ahora me arrepiento de ello, de mis pecados delante de Ti, Hijo del Altísimo. Creo que has venido de parte de Dios. Creo en tu poder. En tu misericordia. Jesús, perdóname en nombre de tu Madre y de tu Padre Santísimo”.

Jesús se vuelve y lo mira con gran compasión. Una sonrisa bellísima se dibuja en su pobre boca. Responde: “Te digo esto: Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

El ladrón arrepentido se tranquiliza; y, habiendo olvidado las plegarias que había aprendido, se pone a repetir como jaculatoria: “Jesús Nazareno, rey de los judíos, ten piedad de mí; Jesús Nazareno, rey de los judíos, espero en Ti; Jesús Nazareno, rey de los judíos, creo en tu Divinidad”.

                                                    María Valtorta, El Evangelio como me ha sido revelado


Finalmente lo seguí al Calvario, donde en medio de penas inauditas y espasmos horribles fue crucificado y levantado en la cruz, y sólo entonces me fue concedido quedarme a los pies de la cruz, para recibir de sus labios agonizantes el don de todos mis hijos y el derecho y sello de mi maternidad sobre todas las criaturas. Y poco después, entre espasmos inauditos expiró. Toda la naturaleza se vistió de luto y lloró la muerte de su Creador. Lloró el sol, obscureciéndose y retirándose horrorizado de la faz de la tierra. Lloró la tierra con un fuerte temblor, desgarrándose en varios puntos por el dolor de la muerte de su Creador. Todos lloraron, las sepulturas abriéndose, los muertos resucitando, y también el velo del templo lloró de dolor rompiéndose. Todos perdieron el ánimo y sintieron terror y espanto. Hija mía, y tu Mamá está petrificada por el dolor, esperándolo en mis brazos para ponerlo en el sepulcro.

Ahora escúchame, en mi intenso dolor quiero hablarte con las penas de mi Hijo de los graves males de tu voluntad humana. Míralo en mis brazos dolientes, cómo está desfigurado, es el verdadero retrato de los males que el querer humano hace a las pobres criaturas, y mi querido Hijo quiso sufrir tantas penas para levantar nuevamente esta voluntad caída en lo bajo de todas las miserias, y en cada pena de Jesús y en cada dolor mío la llamaban a resurgir en la Voluntad Divina. Fue tanto nuestro amor, que para poner al seguro esta voluntad humana la llenamos de nuestras penas, hasta ahogarla, y la encerramos dentro de los mares inmensos de mis dolores y de los de mi amado Hijo. Por eso, en este día de dolores para tu Madre dolorosa, y todo por ti, dame por correspondencia en mis manos tu voluntad, para que la encierre en las llagas sangrantes de Jesús, como la más bella victoria de su pasión y muerte, y como triunfo de mis acerbísimos dolores.

                                                                                         Luisa Piccarreta, Reina del Cielo

www.viaamoris.blogspot.com



sábado, 13 de julio de 2024

Sus pasos señalan el camino

 

Evangelio según san Marcos 6, 7-13 

En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto. Y añadió: «Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa.» Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.


Resultado de imagen de santiago y san andrés  monasterio el escorial
Santiago y San Andrés, Navarrete, el Mudo


Llamó Jesús a los Doce y los fue enviando… Él nos llama hoy a nosotros, los Suyos, Sus Doce, Sus setenta y dos, Sus dos… Nos llama para que salgamos de nuestras miserias y esclavitudes y nos envía a dar testimonio de la Buena Noticia: que Él está entre nosotros y nos salva, nos sana, nos libera hoy.

Somos llamados y enviados con poder para vencer a los espíritus inmundos que acosan al ser humano dentro y fuera de él. Cuántos demonios interiores son expulsados…: los “yo quiero”, “yo controlo”, “yo tengo razón”, "yo logro", "yo valgo", "me gusta", "me apetece"… 

Expulsamos demonios y sanamos las enfermedades con la autoridad que nos da el Maestro, aprendiendo a vivir como Él, ligeros, libres, sin prevenciones ni reservas. Porque para poder predicar la conversión, hemos sido convertidos y, por la fe, marcados con el sello del Espíritu Santo.

Como vemos en www.viaamoris.blogspot.com, vivir apoyados en Cristo, el único “bastón”, mirándole solo a Él, sin esperar ser acogidos o aceptados por el mundo, nos libera de la queja y nos endereza el alma, que ya no se dobla hacia la tierra, sino que se alza para mirar a Aquel que nos ha enviado y verle en todo, verle en los demás, sentirle dentro.  

Cuando uno se mira a sí mismo, fijándose solo en los estados de ánimo propios o ajenos,  dependiendo de las reacciones de los demás, no puede ver y escuchar al Señor de la misericordia y la fidelidad, la justicia y la paz, que canta el Salmo 84 y contempla San Agustín en el texto de abajo.

Pero si vivimos con la mirada y el corazón puestos en Jesucristo, Vida nuestra, soltamos el lastre de siglos y empezamos a caminar ligeros y libres. Porque malvivir con la voluntad humana, desconfiando, creyendo hacer, lograr, controlar, es vivir con el alma encorvada hacia la tierra, con la atención capturada por las cosas del mundo. Y vivir en la Voluntad del que nos envía, atentos, despiertos, erguidos, es vivir el cielo en la tierra.

Así lo expresa Luisa Piccarreta en los escritos de Libro de Cielo: “los apoyos humanos son resbaladizos. El medio más seguro es caminar casi volando, queriendo vivir en la Divina Voluntad sin mirar a los demás. Un ojo en Jesús, el otro en lo que yo hago.” Entonces, como dice el Salmo: sus pasos señalarán el camino

La gente vive absorbida por lo poco, lo nada, lo que pasa, aferrándose a ello. Vivamos estrenando la eternidad, con la serenidad del que sabe que el instante es perfecto si Dios lo quiere, libres del pasado, libres del futuro. En lugar de buscar aliados para luchar por triunfos de mosquito, busquemos aliados para el Reino, reconociendo a los adversarios, esos "siete demonios" de los que Jesús nos libera.

Deja que Él te libere de nuevo y reconoce a Sus aliados, que son los tuyos. Mira el cielo abierto y deja de mirar a los ciegos que guían a ciegos, ni siquiera a los que te prometen versiones sublimes de algo temporal.



                                                      God be in my head, Sir Henry Walford

 La fidelidad brota de la tierra y la justicia mira desde el cielo.  

Despiértate: Dios se ha hecho hombre por ti. Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz. Por ti precisamente, Dios se ha hecho hombre.

Hubieses muerto para siempre si él no hubiera nacido en el tiempo. Nunca te hubieses visto libre de la carne del pecado, si él no hubiera aceptado la semejanza de la carne del pecado. Una inacabable miseria se hubiera apoderado de ti, si no se hubiera llevado a cabo esta misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si él no hubiera venido al encuentro de tu muerte. Te hubieras derrumbado, si no te hubiera ayudado. Hubieras perecido, si Él no hubiera venido.

Celebremos con alegría el advenimiento de nuestra salvación y redención. Celebremos el día afortunado en el que quien era el inmenso y eterno día, que procedía del inmenso y eterno día, descendió hasta este día nuestro, tan breve y temporal. Este se convirtió para nosotros en justicia, santificación y redención: y así -como dice la Escritura-: El que se gloríe, que se gloríe en el Señor.

Pues la verdad brota de la tierra: Cristo, que dijo: Yo soy la verdad, nació de una virgen. Y la justicia mira desde el cielo: puesto que, al creer en el que ha nacido, el hombre no se ha encontrado justificado por sí mismo, sino por Dios.

La verdad brota de la tierra: porque la Palabra se hizo carne. Y la justicia mira desde el cielo: porque todo beneficio y todo don perfecto viene de arriba. La verdad brota de la tierra: la carne, de María. Y la justicia mira desde el cielo: porque el hombre no puede recibir nada, si no se lo dan desde el cielo.

Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, porque la justicia y la paz se besan. Por medio de nuestro Señor Jesucristo, porque la verdad brota de la tierra. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos: y nos gloriamos apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios. No dice: “Nuestra gloria”, sino: La gloria de Dios; porque la justicia no procede de nosotros, sino que mira desde el cielo. Por tanto, el que se gloríe, que se gloríe en el Señor, y no en sí mismo.

Por eso, después que la Virgen dio a luz al Señor, el pregón de las voces angélicas fue así “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. ¿Por qué la paz en la tierra, sino porque la verdad brota de la tierra, o sea, Cristo ha nacido de la carne? Y él es nuestra paz; él ha hecho de los dos pueblos una sola cosa: para que fuésemos hombres que ama el Señor, unidos suavemente con vínculos de unidad.

Alegrémonos, por tanto, con esta gracia, para que el testimonio de nuestra conciencia constituya nuestra gloria: y no nos gloriemos en nosotros mismos, sino en Dios. Por eso se ha dicho: Tú eres mi gloria, tú mantienes alto mi cabeza. ¿Pues qué gracia de Dios pudo brillar más intensamente para nosotros que esta: teniendo un Hijo unigénito, hacerlo hijo del hombre, para, a su vez, hacer al hijo del hombre hijo de Dios? Busca méritos, busca justicia, busca motivos; y a ver si encuentras algo que no sea gracia.

                                                                                          San Agustín. Sermón 185


sábado, 6 de julio de 2024

No somos nada


Evangelio según san Marcos 6, 1-6

En aquel tiempo, Jesús se dirigió a su ciudad y lo seguían sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: “¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?”. Y se escandalizaban a cuenta de él. Les decía: “No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando. 

                                         Jesús en la SinagogaGerbrand van den Eeckhout

El dolor insiste en ser atendido. Dios nos susurra en nuestros placeres, nos habla en nuestra conciencia, pero grita en nuestro dolor; el dolor es su megáfono para despertar a un mundo sordo.

                                                                                              C. S. Lewis


En la segunda lectura (2 Corintios 7b-10), Pablo nos recuerda lo que le decía Jesús cuando el apóstol de los gentiles pedía ser librado de su “espina”, ese emisario de Satanás que le humillaba. “Te basta mi gracia, pues la fuerza se realiza en la debilidad”, le respondía el Señor, y nos lo dice a cada uno de nosotros, todos acosados por espinas diferentes, todos expuestos a desprecios y humillaciones por seguirle. 

Por eso, también como Pablo, nos gloriamos en nuestra debilidad, y no permitimos que nuestras carencias y mediocridades nos frenen. Nos ponemos en camino como si ya fuéramos libres y capaces de todo, sufriendo “el desprecio de los orgullosos” (Salmo 122), con la mirada puesta en el Señor, que lo sufrió antes, esperando Su misericordia, porque Él es la fuente de nuestra libertad y nuestra fuerza. 
www.viaamoris.blogspot.com  

Sin Él n
o somos nada..., nuestro único mérito es la adhesión a Cristo, que es, como dijo el anciano Simeón, bandera discutida, signo de contradicción. Seremos perseguidos, sufriremos desprecios, insultos, privaciones y dificultades, pero lo que cuenta es la criatura nueva llamada a ser como el Maestro, con Sus marcas de amor ilimitado en nuestro cuerpo, y el nuevo nombre con que Él nos une a Sí para siempre. 

En el Padrenuestro decimos hágase Tu voluntad. Pero cómo nos cuesta asumirlo en nuestros pequeños dramas cotidianos... Así nos forja, nos modela el divino alfarero. Amar la Pasión…, como exclama Rafael Arnaiz en el texto que cierra el post… Empiezo a saber lo que es conocer, meditar, amar la Pasión de Cristo, más allá de palabras y teorías. De Su costado, brota sangre y agua que purifica y transforma al que Le mira y acepta ser salvado por tan tremenda locura de amor. 

Nosotros predicamos a Cristo crucificado, fuerza de Dios y sabiduría de Dios, seguimos citando a San Pablo. Por eso aprendemos a aceptar nuestras cruces, viendo en ellas un instrumento de transformación y purificación. El sufrimiento, aceptado y vivido por amor, eleva, transforma y dignifica, pero no tiene nada que ver con lo que el mundo entiende por dignidad. 

La falsa dignidad del mundo consiste en competir, destacar, asegurar, acaparar honores vanos y efímeros, recibir el aplauso y el reconocimiento de muertos vivientes. Son esos estribillos absurdos que, aun sin ser pronunciados, flotan en el aire y marcan nuestras actitudes y nuestros modos: “¿quién te crees que eres?” o “¡usted no sabe con quién está hablando!”. 

Lo sabio, lo acertado sería decir, pensar, sentir que no somos nada y, en coherencia, no pretender sino ocupar el último puesto. Y como descubrió Charles de Foucauld, entonces, nueva paradoja de un Dios que se hace hombre y muere por amor, comprenderemos que ninguno de nosotros puede ser el último, porque en ese puesto siempre encontraremos a Jesucristo, enseñándonos a amar la cruz, el camino descendente. 

Por la cruz a la Luz...; los desprecios, humillaciones, abandonos, sufrimientos y traiciones forman parte del camino descendente que Él recorrió y hemos de seguir sus discípulos. Todas las adversidades tienen “peso de eternidad”; son  cruces dolorosas que, aceptadas, vividas con consciencia y mansedumbre, nos unen a la Cruz salvadora de Cristo y nos transforman, nos hacen libres, dignos de la vida eterna por ser Hijos de Dios, filiación divina que el Amor de Cristo nos devuelve. 


                                        Himno de los Templarios - Non nobis Domine


Bendito Jesús, ¿qué me enseñarán los hombres, que no enseñes tú desde la Cruz? Ayer vi claramente que solamente acudiendo a ti se aprende; que solo tú das fuerzas en las pruebas y tentaciones y que solamente a los pies de tu cruz, viéndote clavado en ella, se aprende a perdonar, se aprende humildad, caridad y mansedumbre. No me olvides, Señor… Mírame postrado a tus pies y accede a lo que te pido. Vengan luego desprecios, vengan humillaciones, vengan azotes de parte de las criaturas. ¡Qué me importa! Contigo a mi lado lo puedo todo. La portentosa, la admirable, la inenarrable lección que tú me enseñas desde tu cruz, me da fuerzas para todo. A ti te escupieron, te insultaron, te azotaron, te clavaron en un madero, y siendo Dios, perdonabas humilde, callabas y aún te ofrecías… ¡Qué podré decir yo de tu pasión!… Más vale que nada diga y que allá dentro de mi corazón medite esas cosas que el hombre no puede llegar jamás a comprender. Conténteme con amar profundamente, apasionadamente el misterio de tu pasión. ¡Qué dulce es la cruz de Jesús! ¡Qué dulce sufrir perdonando! ¡Cómo no volverme loco! Me enseña su corazón abierto a los hombres, y despreciado… ¡Dónde se ha visto ni quién ha soñado dolor semejante! ¡Qué bien se vive en el corazón de Cristo!
                                                                                               San Rafael Arnaiz Barón