Evangelio según San Lucas 24, 35-48
En aquel tiempo, contaban los discípulos
lo que les había acontecido en el camino y cómo reconocieron a Jesús en el
partir el pan. Mientras hablaban, se presentó Jesús en medio de sus discípulos
y les dijo: “Paz a vosotros”. Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un
fantasma. Él les dijo: “¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro
interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta
de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo”. Dicho
esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la
alegría, y seguían atónitos, les dijo: “¿Tenéis ahí algo que comer?” Ellos le
ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les
dijo: “Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo
escrito en la Ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí, tenía que
cumplirse”. Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras.
Y añadió: “Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los
muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de
los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén”. Vosotros sois
testigos de esto.
Jesucristo, Señor mío y Dios mío, como declaraba el Domingo pasado el
aparentemente incrédulo Tomás, en una de las expresiones más hermosas y
esenciales del Evangelio. Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Dios; Verbo
increado y Dios encarnado.
En el pasaje del Evangelio que leemos hoy, Jesús come delante
de los discípulos para que se den cuenta de que es Él mismo, para que Le
reconozcan, que es conocer de nuevo o conocer dos veces. Los seres humanos
necesitamos a menudo hacer las cosas dos veces, o muchas más, para
comprender, pues estamos distraídos, seducidos por los cantos de sirenas de
este mundo que pasa. Le ven comer con su cuerpo glorioso,
la maravilla que nos espera como explica el padre Carreira en el vídeo, al final del post.
La primera lectura (Hechos 3,13-15.17-19) nos recuerda cómo los que días antes cantaban
Aleluya y aclamaban a Jesús ante Pilato prefirieron el indulto de un asesino. Cuánto
de Barrabás hay en nosotros… Bar-abba,
que significa el hijo del padre… Y hemos de ser hijos del Padre.
Barrabás, la impostura ante el delito
flagrante, el que tenía que ser crucificado y se libra por la injusticia de los
hombres. Somos Barrabás cuando consentimos la injusticia dentro y fuera, cuando
aprovechamos la mentira, la trampa, ese ir escaqueándonos de nuestra propia
responsabilidad que hace que se nos escape la Verdad y la Vida.
Indulto de Barrabás, de La Pasión, de Mel Gibson
Puede que nos salvemos, por infinita
gracia y misericordia, como se salva el Barrabás que interpreta Anthony Quinn en la película homónima, pero, si no hemos convertido la miseria
en abono de virtudes, y mucho más: si no convertimos nuestras miserias en un
giro continuo, una conversión diaria para vivir en Cristo, desasidos
de todo, nuestra mediocridad podrá acaso alcanzar la misericordia divina
suficiente para salvarnos, pero no habremos tenido ni la vida en Cristo ni la
santidad a la que estábamos llamados, y, cuando llegue la hora, veremos lo que
debimos haber sido y no fuimos y lamentaremos haber vivido escabulléndonos, evitando afrontar la misión de cada uno.
Barrabás y tantos Barrabás se pueden
salvar, pero solo el que abraza la cruz puede llegar a la Gloria que Dios ha
destinado para él. Porque hay muchas moradas, muchos grados de cercanía a Dios.
Cuando hayamos atravesado el umbral, lo entenderemos realmente.
Solo asumiendo que Él vivió mi vida y
murió mi muerte puedo vivir Su vida y morir Su muerte y resurrección. La
segunda lectura (1 Juan, 2,1-5a) lo
confirma. Conocerle es ser en Él. El amor de Dios ha llegado en él a su
plenitud es una hermosa manera que tiene Juan, el discípulo que se sabe amado, de definir la Vida en Cristo, la vida divina
que hemos de vivir ya aquí como los resucitados que somos, por su amor
infinito. www.viaamoris.blogspot.com
Verbo increado y Dios encarnado… tanto amó Dios al mundo… En su cuerpo,
que camina por Galilea, que resucita y se aparece, que comulgamos; vemos,
tocamos y comemos el amor de Dios que anhelaba este encuentro desde toda la
eternidad, este intercambio prodigioso, esta correspondencia de amor que solo
era posible haciéndose uno de nosotros.
Verbo y Hombre; Palabra y Eucaristía…; hace
días que se me ha parado el reloj del salón, y lo sigo mirando, por inercia. Al
menos tres o cuatro veces al día, mi mirada se dirige hacia él, como se dirigía
cuando funcionaba. Me doy cuenta de que ese es uno de nuestros desvaríos: miramos relojes parados que nos confunden (o muertos que hablan o pantallas que
mienten o espejos que decepcionan), cuando podemos mirar al Autor del tiempo y de la eternidad.
Mirarle en Su Palabra, en la Eucaristía, en el propio corazón que, entregado,
aprende a latir en Su latido de Vida y Amor.
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