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sábado, 23 de diciembre de 2017

Gracia tras gracia


Evangelio según san Juan 1, 1-18

En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este era de quien yo dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado. 


El nacimiento de Jesús, B. Murillo
                                       

      Aunque Cristo naciera mil veces en Belén
      y no dentro de ti, tu alma estará perdida.
     Mirarás en vano la Cruz del Gólgota 
     hasta que se eleve de nuevo en tu interior.

                                                                                                        Angelus Silesius

Para que nosotros, seres relativos, podamos volver al Absoluto, es preciso que el Absoluto descienda y nos tome. Ese descenso es justamente la encarnación del Verbo; ese tomarnos es Jesucristo, el Hijo único de Dios. He aquí el Evangelio.
                                                                                                                         Paul Sédir

           Ya sabemos que la Navidad no es un tiempo de vacaciones, comidas familiares, regalos, luces y jolgorio. Tampoco es tiempo de nostalgia, tristeza y amargura por los días que pasaron o por los que ya no están. Los que la viven así no conocen su verdadero sentido, no entran en la Navidad. Pero ¿la comprenden realmente los que parecen darle una dimensión cristiana? Si logramos soltar todo lo que no es la Navidad, podemos profundizar en el gran Misterio, el gran Milagro, que es el Nacimiento del Hijo de Dios como uno de nosotros.

Hace falta silencio para experimentar la verdadera Navidad, porque el Verbo nace en el silencio de la noche. Si queremos que Él nazca en nosotros, hemos de callar y vaciarnos, liberarnos de tanto ruido, palabras vanas, imágenes, distracciones, actividad innecesaria, todos esos ídolos, a veces aparentemente santos, que se oponen al Nacimiento eterno. Liberémonos de todo lo que amenaza ese silencio, lo que impide que encarne y nazca en nosotros la Palabra que nos hace capaces del verdadero nacimiento, que es nacer de Dios.

Así lo expresa San Atanasio: "Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios". Frithjof Schuon insiste en que la venida de Cristo es "el Absoluto hecho relatividad, a fin de que lo relativo se haga Absoluto". Bendita relatividad, bendita multiplicidad, entonces, contemplada desde la esencia integral y unificante que nuestra condición restaurada de Hijos nos otorga.

Celebramos el Amor; Él nos ama tanto que hace que su Hijo nazca hombre. Si no fuera por el misterio del Amor, que solo en el silencio podemos experimentar y vislumbrar, el verdadero significado de la Navidad sería visto desde fuera como una locura. Que Cristo encarne en un niño, que Dios se haga hombre, esa locura maravillosa, nos da una dignidad que nada ni nadie puede quitarnos. Y también nos enseña a ser humildes, contemplando al mismo Dios, desvalido y envuelto en pañales, en un pesebre.

Estamos conmemorando la segunda Creación. No hay amor más grande, no hay alegría mayor; podemos entrar en comunión con el Amor a cada instante, en ese eterno presente donde ya somos uno con Él. ¿Cómo no reconocer que Él es nuestro amor, nuestra luz, nuestra alegría?

Ese Amor encarnado, el resplandor de la naturaleza humana divinizada, enciende una chispa en el corazón del que está atento y disponible. El destino de esa chispa es crecer hasta que se convierta en un fuego purificador que nos transforme y queme lo que queda de hombre viejo, de viejo mundo, en nosotros. He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! (Lucas 12, 49), nos dirá Jesús, treinta años después de su primera venida. 

            En Belén se inicia el camino que nos permite recuperar la inocencia primordial, esa dimensión sin espacio ni tiempo ni coordenadas, en la que todas las cosas y todos los seres mueren para renacer en la Unidad, en un presente eterno, un único latido que trasciende las formas y los nombres, ante el único Nombre, que siempre está viniendo.

 Si desde el principio de los tiempos, el Verbo ha estado iluminando a todos los que nacen en el mundo, desde la primera Navidad, hace ya más de dos milenios, estamos íntimamente unidos al Jesús del pesebre, al que anduvo por el mar de Galilea y que murió en la cruz, al tiempo que creemos por la fe que el mismo Jesús, glorificado, se le revela a todos los hombres y mujeres que han existido o existirán. Ésta es la grandeza de la unión mística con Cristo, el Verbo encarnado.

Para que Él pueda llevar a cabo su obra y nacer en nosotros sin ningún obstáculo, hemos de vaciarnos de todo lo falso y accesorio… Por eso san Agustín nos dice: “Vacíate para que puedas ser llenado; sal para poder entrar”. Vaciándonos y guardando silencio, la Palabra podrá ser pronunciada en cada corazón y podremos escucharla. Vacíos, seremos llenados; callados, Él hablará. 
    
Jesús, el Verbo encarnado, Dios y hombre: Dios que nos creó, Dios-Hombre que nos recrea. En Él vemos la imagen de Dios que el conocimiento humano puede captar y asumir. De su mano caminamos hacia la Visión plena y definitiva. Porque, si la creación del mundo es expresión del poder de Dios, la encarnación del Verbo es expresión de Su amor infinito.

En Él, la naturaleza humana es elevada de su estado condicionado y abocado a la muerte, para enraizarse en el Yo del Verbo, una ya con Él. Es la encarnación; la posibilidad de levantarnos gracias a Su venida. Somos Hijos si queremos, con un destino glorioso para los que se abren a esta luminosa “propuesta”.
Él se encarnó por nosotros, pero ya antes era y, después de subir al Padre, siguió siendo. Nos llama a nosotros a esa vida de plenitud y eternidad que integra todo, incluidas las formas y los nombres. Qué misterio asombroso es que Él se haya abajado, siendo lo único Real, a tocar en la puerta de nuestros dormidos corazones, para que pueda encarnar en nosotros la Vida.
En su tratado Sobre la encarnación del Verbo, San Atanasio afirma que el Verbo de Dios se hizo hombre para que nosotros llegáramos a ser Dios; se hizo visible corporalmente para que nosotros tuviéramos una idea del Padre invisible, y soportó la violencia de los hombres hasta la Cruz, para que nosotros heredáramos la vida eterna. 

Jesucristo, Señor del Tiempo, se insertó en la historia, se hizo uno de nosotros, limitándose a Sí mismo (kénosis: vaciamiento). Vivió cronológicamente, como un hombre mortal, para hacernos inmortales. Se adentró en el tiempo para hacerlo estallar y disolverlo con su triunfo sobre la muerte.

Desde entonces, no hay nada que hacer, según lo que el mundo entiende por "hacer", sino Ser. Solo Ser lo que se Es en Él. Porque nos ha abierto las  puertas a una eternidad donde seguir siendo. Dios se acerca, se abaja, se hace uno de nosotros. El Verbo increado encarna y nace como un hombre. Lo ilimitado se hace limitado, lo absoluto, concreto; lo eterno se hace temporal, el Todopoderoso se vuelve vulnerable por amor. 



                                         Puer natus in Bethlehem, J. S.Bach

Recibimos la Luz que viene con un corazón sencillo, como el de un niño, con la inocencia que permite reconocer el Misterio y aceptarlo. Él encarnó por amor; dejemos que encarne en nosotros para amar sin medida, como Él. No hay un gozo mayor que el que nos brinda el Amor que podemos vivir a cada instante, en ese presente eterno donde somos uno con Él.
        José Miguel Ibáñez Langlois canta con claridad y belleza el tesoro escondido de estos días: que Cristo no es un maestro más ni un avatar, que Él es la Fuente de la Vida, el Camino, la Luz, el Hijo de Dios que viene a liberarnos.

Él no es un iluminado porque Él es la Luz.
Él no ha buscado la verdad porque es la Verdad.
No es un héroe del verbo porque es el Verbo.
Él no se ha descubierto ni a sí mismo.
Jesús de Nazaret, qué diantres,
con la voz de la infinita humildad,
simplemente susurra antes de morir:
yo soy la resurrección y la vida,
yo soy la luz del mundo,
Yo Soy El Que Soy,
Yo Soy.

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