Evangelio de Mateo 22, 15-21
En aquel tiempo, los fariseos se retiraron y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: “Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no te fijas en las apariencias. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?” Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: “¡Hipócritas!, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.” Le presentaron un denario. Él les preguntó: “¿De quién es esta cara y esta inscripción?” Le respondieron: “Del César.” Entonces les replicó: “Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.”
El tributo al César, Massaccio |
¡Oh, Sadhu! Acaba con tus negocios materiales, deja ahí tus beneficios y tus pérdidas pues en el país adonde te encaminas no hay posibles mercados.
Kabir
Nos afanamos en acumular: bienes materiales, títulos, opiniones, seguridades, credenciales para el mundo del César..., porque tenemos un sentido de carencia muy acusado. Aún nos creemos que la realidad es solo lo que vemos. Pero hay realidades que los sentidos físicos no perciben. Saberlo puede ayudarnos a cambiar esa sensación de miseria, por consciencia de abundancia, de infinitos bienes a disposición de todo el que esté dispuesto a recibirlos. Podemos liberarnos de esa tendencia a controlar, asegurar, acumular “por si acaso”, para cuando vengan malos tiempos, esas vacas flacas que son fantasmas de nuestra imaginación pervertida y cobarde.
Si fuéramos conscientes –y no lo olvidáramos– de que en este mundo en el que estamos, pero del que no somos, hay dos bienes muy valiosos que solemos malgastar: el tiempo y la energía, no nos desviviríamos en afanes que ni siquiera son del César o del demonio, sino de la estupidez y la mediocridad. Grandes pecadores como San Agustín o San Francisco se convirtieron porque se dieron cuenta de errores muy evidentes. Pero esas miserias que nos roban la vida y el alma nos entretienen a un lado del camino, y se van los días de gracia, sin transformarnos en la "moneda de oro" que hemos de ser.
Descansa solo en Dios, alma mía, dice el Salmo 62. Si descansas en Él, si haces de Él el centro de tu vida, todo habrá tenido sentido, incluso largos años de distracciones y de dar al César de más, ¡ay, cuánto de más! Esta avidez que nos confunde y nos ciega, haciéndonos olvidar quiénes somos y hacia dónde vamos nace del miedo a la muerte. Pero si descansamos en Él y hacemos de Él el centro de todo, la decadencia y la muerte son disfraces efímeros de un presente eterno. Hasta los recuerdos y los proyectos se llenarán de Él, de su sentido y hermosura, de su paz y su poder. Seremos libres; no estaremos apegados a bienes materiales ni a seguridades o falsas creencias, que tienen que ver con el mundo del César. Y nada nos detendrá en el Camino de vuelta a Casa, Sión añorada, después de tanta distorsión.
Se acabó la confusión, el dejar muchas opciones abiertas, que descentran, falsifican y generan agotamiento. Si vives en el centro, vertical, sin opciones, en el “cómo” ( www.viaamoris.blogspot.com), no hay dispersión, sino concentración, luz, Vida verdadera.
Respira, detente, quieto, atento siempre al centro donde Eres, el Corazón de Jesús, de donde brota esa Vida Nueva en forma de sangre y agua que borran las falsas imágenes para que aparezca la auténtica. Muere a lo falso, resucita en Él. De la experiencia mundana a la vida en Cristo, tu Ser verdadero, la semejanza por fin recuperada como dice San Antonio de Padua en el texto de abajo.
Es hora de ser coherentes y dar a Dios lo Suyo, esto es, todo, a excepción de las migajas que damos al César para sobrevivir mientras estamos en el mundo. Hora de soltar la falsa moneda de las seguridades, comodidades y dependencias para apoyarnos solo en Él, adorarle solo a Él, depender solo de Él. Quien mantiene sus ojos fijos en Él no pierde nada, porque la perspectiva se amplía hasta lo infinito, y todo se va transfigurando, iluminando, realizando.
Estamos de nuevo ante el “camino del no soy” que tantas veces hemos contemplado: de la riqueza a la pobreza; del orgullo a la humildad; de la idolatría de los bienes del mundo y del César, a la desposesión, el dejar ir, la confianza esencial que hace posible la entrega a Dios.
De la misma
manera que esta moneda de plata lleva la imagen del César, igualmente nuestra
alma es imagen de la Santa Trinidad, según lo que se dice en el salmo: La luz de tu rostro está grabada en
nosotros, Señor: Señor, la luz de tu rostro, es decir, la luz de tu gracia
que establece en nosotros tu imagen y nos hace semejantes a ti, está grabada en
nosotros, es decir, en nuestra razón, que es el poder más alto de nuestra alma
y recibe esta luz de la misma manera que la cera recibe la marca del sello. El
rostro de Dios es nuestra razón; porque de la misma manera que se conoce a
alguien por su rostro, así conocemos a Dios por el espejo de la razón.
Toda la Trinidad ha hecho al hombre según su
semejanza. Por la memoria se asemeja al Padre; por la inteligencia se asemeja
al Hijo; por el amor se asemeja al Espíritu. En la creación el hombre fue hecho
a imagen y semejanza de Dios. Imagen en el conocimiento de la verdad; semejanza
en el amor de la virtud. La luz del rostro de Dios es, pues, la gracia que nos
justifica y que revela de nuevo la imagen creada. Esta luz constituye todo el
bien del hombre, su verdadero bien, y le marca igual que la imagen del
emperador está impresa en la moneda de plata. Por eso el Señor añade: Dad al
César lo que es del César. Como si dijera: De la misma manera que devolvéis al
César su imagen, así también devolved a Dios vuestra alma revestida y señalada
con la luz de su rostro.San Antonio de Padua
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