En el metro, viene una de esas ideas que hay que acoger cuanto antes porque sabes que, si no, se pierden y su eco de fantasma te perseguirá varios días. Saco el cuaderno del bolso y me pongo a escribir, apoyada en la barra, el vagón está muy lleno. Una señora de unos setenta años se dirige a mí, diciéndome: siéntate y escribe sentada, que yo me bajo pronto.
La primera vez que me ceden el asiento y lo hace una mujer mayor, elegante, con huellas en el rostro de una honda tristeza o un largo cansancio, mucho más largo sin duda que el mío. Pero no puedo decirle: no gracias, señora, siga usted sentada; y no porque me cueste escribir de pie, sino porque sus palabras son irrebatibles: siéntate y escribe sentada, que yo me bajo pronto.
Se lo prometo, señora providencial, escribiré sentada, incluso cuando esté de pie o caminando; siempre sentada, hasta que también me baje. Usted y yo, su cansancio y el mío, usted y yo nos entendemos.
La primera vez que me ceden el asiento y lo hace una mujer mayor, elegante, con huellas en el rostro de una honda tristeza o un largo cansancio, mucho más largo sin duda que el mío. Pero no puedo decirle: no gracias, señora, siga usted sentada; y no porque me cueste escribir de pie, sino porque sus palabras son irrebatibles: siéntate y escribe sentada, que yo me bajo pronto.
Se lo prometo, señora providencial, escribiré sentada, incluso cuando esté de pie o caminando; siempre sentada, hasta que también me baje. Usted y yo, su cansancio y el mío, usted y yo nos entendemos.
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