Evangelio según san Lucas 17, 5-10
En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor contestó: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería. Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: “En seguida, ven y ponte a la mesa”? ¿No le diréis: “Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo; y después comerás y beberás tú”? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: “Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”.”
La morera, Vincent van Gogh
Todas las virtudes pueden reducirse a la caridad o amor, porque la fe no es otra cosa que el amor que cree; la esperanza, el amor que aguarda; la paciencia, el amor que sufre; la prudencia, el amor que reflexiona; la justicia, el amor que da a cada uno lo que es suyo; y la fortaleza, el amor generoso y valiente que vence.
San Agustín
Si tuvierais fe como un granito de mostaza… ¿Es que no la tenemos? Nosotros, tan orgullosos de nuestras creencias… Ahí están dos de los obstáculos de la fe: el orgullo y las creencias. Una cosa es la fe, que hemos de encontrar a través del amor, como dice San Agustín, y algo muy diferente, casi antagónico, las creencias.
La humildad permite amar y tener fe, amor que cree; el orgulloso solo se ama a sí mismo. Las creencias son propias de los soberbios, los que se bastan a sí mismos y confían en sus criterios, los ricos de espíritu, las “almas hinchadas” de las que habla la primera lectura (Habacuc 1, 2-3; 2, 2-4).
Los apóstoles piden a Jesús que les aumente la fe, porque ellos ya saben que la fe es un don que reciben los pobres de espíritu. La disponibilidad, el corazón abierto, el “vaso” vacío, preparado para recibir, nos hace merecedores de tal don. La “visión”, de la que también habla la segunda lectura (2 Timoteo 1,6-8.13-14), que abre, ablanda el corazón y lo dispone para amar y creer, se nos da en su momento; Dios sabe cuándo a cada uno.
La humildad permite amar y tener fe, amor que cree; el orgulloso solo se ama a sí mismo. Las creencias son propias de los soberbios, los que se bastan a sí mismos y confían en sus criterios, los ricos de espíritu, las “almas hinchadas” de las que habla la primera lectura (Habacuc 1, 2-3; 2, 2-4).
Los apóstoles piden a Jesús que les aumente la fe, porque ellos ya saben que la fe es un don que reciben los pobres de espíritu. La disponibilidad, el corazón abierto, el “vaso” vacío, preparado para recibir, nos hace merecedores de tal don. La “visión”, de la que también habla la segunda lectura (2 Timoteo 1,6-8.13-14), que abre, ablanda el corazón y lo dispone para amar y creer, se nos da en su momento; Dios sabe cuándo a cada uno.
Somos siervos que hacen lo que tienen que hacer, sin exigir, solo dando, con paciencia y humildad. Reconocemos nuestra incapacidad, nuestra nada, para fundirnos con Jesús. Sabemos que sin Él no somos nada ni podemos nada, mientras que con Él lo somos todo y podemos todo.
Dice San Juan de la Cruz: “Para que dos se unan, tiene que haber semejanza entre ellos y por eso, por ser Dios simple y puro, el alma tiene que volverse también simple y pura y no atada a ningún conocimiento particular.” Simpleza y pureza como las de Dios, para unirnos de tal modo que sea Él quien actúe en nosotros (Isaías 26, 12).
La fe verdadera que trasciende las creencias nos hace dar un salto valiente y confiado. Nos desapegamos, saltamos al vacío por amor, y entonces llega la visión, y sabemos que Él es Dios (Salmo 46, 11) y vemos, reconocemos Su presencia en nosotros. Ya no hacen falta creencias, “cajoncitos” mentales, seguridades vanas, porque amando, viendo, creyendo, somos capaces de todo, pues es Cristo que vive en nosotros (Gálatas 2, 20).
Unidos a Jesús, comprendemos que Su Reino es perfecto, infinito e ilimitado. Cuando pensamos, sentimos y obramos así, podemos mover montañas o hacer que una morera nos obedezca. Aunque entonces no necesitaremos ni nos preocupará mover montañas o la obediencia de nada ni de nadie, porque habremos encontrado el manantial inagotable de donde fluyen la Vida y la libertad. ¿Quién necesita signos, símbolos o milagros cuando se ha unido con la Sustancia, la Esencia, lo Real?
Ya no se trata de pensar, sino de sentir, creer con el corazón, que es más que creer, es saber. Si vivimos unidos a Dios, trascendemos los límites y realizamos la armonía, la verdad, las potencias que él depositó en nosotros. Allí donde ya somos reales y plenos, en Cristo, es donde hemos de encontrar la fuerza capaz de mover montañas, pero, a ese no-lugar infinito, solo se accede por el camino estrecho, por el ojo de aguja del desapego y la humildad. Para ser grandes, hemos de ser pequeños, para ser primeros y poder mirar el rostro de Dios, hemos de ser últimos, para ser herederos del Reino hemos de ser siervos que hacen lo que han de hacer.
El pasaje de hoy tiene lugar después de ese otro en el que se nos cuenta el fracaso de los apóstoles al tratar de sanar al niño lunático (Lc 9, 38-43). No lo consiguieron por su falta fe, en cantidad y, sobre todo, en calidad. Porque la verdadera y profunda fe proviene de haber nacido de lo alto, ese segundo nacimiento que permite ver el reino de los cielos, con todas sus potencialidades, dentro de uno mismo.
Justo antes de la liberación del niño, había tenido lugar el episodio del Tabor. Han visto con sus propios ojos la gloria del Hijo de Dios y aun así no acaban de asimilarlo. Les falta la gracia inspiradora del Espíritu, que despierte sus potencias escondidas y les transforme en hombres valientes, capaces y libres. Solo después de Pentecostés serán realmente conscientes de ese hombre interior, espiritual, que Cristo despierta y conforma en cada uno, hombre nuevo, yo real que es capaz de hacer posible lo imposible.
Si tener verdadera fe en Jesucristo supone estar unido a Él, crecer en fe consistiría entonces en mantenerse unido a Cristo y hacerlo todo en Su nombre. Porque hay dos tipos o niveles de fe. El primero no supera el nivel del entendimiento. La mente es capaz de concebir la existencia de Dios, de integrar esa creencia en la vida cotidiana, disertar sobre ella compartirla… Es a este nivel inferior de fe al que pueden llevar los signos y los milagros.
Y luego está otro nivel superior de fe, la que Jesús quiere despertar en nosotros. Y esta no necesita evidencias sensibles, porque se instala en el centro del ser. Ahí se siente la presencia de Dios en el corazón, y la unión se realiza. Ya no es la mente, el intelecto, el que cree, ni falta que hace, porque el conocimiento se hace existencial, viviente, sin los filtros de las creencias y los conceptos. Todo se hace secundario ante el inmenso tesoro de vivir unido a Cristo (1 Juan 1, 3; 1 Corintios 6, 17).
No es algo estático sino un proceso dinámico, una relación continua que nos hace ir progresando, creciendo en fe, esto es, en amor, en unión e intimidad con Aquel que hace posible todo, y que ha abrazado al pobre siervo que somos, con un amor tan grande que lo ha transformado en Sí mismo.
Esa es la verdadera fe que mueve montañas vivir en comunión con Él. Ruysbroeck llamaba esta experiencia la “vida viviente”. Ninguna catequesis, ningún doctorado en teología, ninguna brillante carrera eclesial puede otorgar esta experiencia. Solo pueden ayudarnos: el amor que nace de un corazón que se ha vaciado de sí mismo, la pureza y la humildad, la renuncia consciente a la propia voluntad, el abandono total a la Voluntad de Dios, fuente de la que renacemos.
Si la fe verdadera nace del verdadero amor, creciendo en amor, nuestra fe será aumentada sin límite. Libres del ego, que no puede creer porque no puede amar ni conocer, somos llenados de Verdad y Vida, para que todo nos vaya siendo revelado.
Es la entrega a Cristo lo que nos permite unirnos a Él y que sea Él quien piense, sienta, haga en nosotros. Y cuando es Cristo quien vive en ti, en mí, somos capaces de hacer las obras que Él hizo e incluso mayores (Juan 14, 12). Pero lo importante no son las obras, los milagros, los imposibles realizados, sino la comunión con Aquel que nos guía hacia el Padre.
Por eso nos declaramos siervos inútiles, porque nos miramos en el primer Siervo y no queremos otra cosa que ser como Él, almas ligeras, sin pasado, sin futuro, pura Vida que brota de Aquel que hace nuevas todas las cosas. Y lo vivimos con asombro y gratitud cada día, cada instante, compartiendo esta certeza, a veces en silencio, a veces con palabras que evocan la Palabra, como en www.viaamoris.blogspot.com .
Hacemos nuestro una vez más el canto y el lema de los templarios (Non nobis, Domine), orden injustamente difamada, cuyo nombre original es Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón. No eran herejes, sino pobres siervos, como hemos de ser todos.
Non nobis, Domine
Himno inspirado por el Salmo 113:9 .
San Bernardo de Claraval, primer padre espiritual de
la Orden de los Caballeros Templarios, se lo impuso como lema.
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