Evangelio según san Juan 19, 25-27
Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.
El otro ladrón, el de la derecha, y que casi a sus pies tiene a María a quien mira más que a Jesús, que hace unos cuantos momentos ha estado diciendo en voz baja: “La madre”, añade: “Cállate. ¿No temes a Dios ni siquiera ahora que sufres esto? ¿Por qué insultas a quien es bueno? Está en un suplicio mayor que el nuestro. Él no ha hecho nada malo”. (…)
Los judíos arrojados más allá de la plazoleta, no dejan de insultar, y el ladrón impenitente se hace eco. El otro, que mira con mayor compasión a la Virgen, llora y le reprocha duramente cuando oye que también ella es insultada. “Cállate. Acuérdate que naciste de mujer. Piensa que nuestras madres han llorado por nosotros. Y fueron lágrimas que la vergüenza les arrancó… porque somos unos criminales. Nuestras madres ya murieron… Quisiera pedirle perdón… ¿Lo podré? ¡Era una santa!… la maté con los dolores que le produje… Soy un pecador… ¿Quién me perdona? Madre, en nombre de tu Hijo que agoniza, ruega por mí”.
María levanta por un momento su rostro desgarrado, mira a este malvado que, a través del recuerdo de su madre, y de verla a Ella, se encamina hacia el arrepentimiento, y parece como si lo acariciara con su mirada de paloma. Dimas llora recio, lo que provoca mucho más las befas de la plebe y de su compañero. Aquellos aúllan gritando: “¡Bravo, bravo! Tómatela por Madre. ¡Así tiene dos hijos criminales!” El otro por su parte: Te ama porque eres un retrato de su amado”. Jesús habla por primera vez: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Esta súplica vence los temores que le quedaban a Dimas. Se atreve a mirar a Jesús y le dice: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. Es justo que yo sufra. Compadécete de mí y dame la paz en la otra vida. Te oí hablar una vez; y, necio, rechacé tus palabras. Ahora me arrepiento de ello, de mis pecados delante de Ti, Hijo del Altísimo. Creo que has venido de parte de Dios. Creo en tu poder. En tu misericordia. Jesús, perdóname en nombre de tu Madre y de tu Padre Santísimo”.
Jesús se vuelve y lo mira con gran compasión. Una sonrisa bellísima se dibuja en su pobre boca. Responde: “Te digo esto: Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
El ladrón arrepentido se tranquiliza; y, habiendo olvidado las plegarias que había aprendido, se pone a repetir como jaculatoria: “Jesús Nazareno, rey de los judíos, ten piedad de mí; Jesús Nazareno, rey de los judíos, espero en Ti; Jesús Nazareno, rey de los judíos, creo en tu Divinidad”.
Finalmente lo seguí al Calvario, donde en medio de penas inauditas y espasmos horribles fue crucificado y levantado en la cruz, y sólo entonces me fue concedido quedarme a los pies de la cruz, para recibir de sus labios agonizantes el don de todos mis hijos y el derecho y sello de mi maternidad sobre todas las criaturas. Y poco después, entre espasmos inauditos expiró. Toda la naturaleza se vistió de luto y lloró la muerte de su Creador. Lloró el sol, obscureciéndose y retirándose horrorizado de la faz de la tierra. Lloró la tierra con un fuerte temblor, desgarrándose en varios puntos por el dolor de la muerte de su Creador. Todos lloraron, las sepulturas abriéndose, los muertos resucitando, y también el velo del templo lloró de dolor rompiéndose. Todos perdieron el ánimo y sintieron terror y espanto. Hija mía, y tu Mamá está petrificada por el dolor, esperándolo en mis brazos para ponerlo en el sepulcro.
Ahora escúchame, en mi intenso dolor quiero hablarte con las penas de mi Hijo de los graves males de tu voluntad humana. Míralo en mis brazos dolientes, cómo está desfigurado, es el verdadero retrato de los males que el querer humano hace a las pobres criaturas, y mi querido Hijo quiso sufrir tantas penas para levantar nuevamente esta voluntad caída en lo bajo de todas las miserias, y en cada pena de Jesús y en cada dolor mío la llamaban a resurgir en la Voluntad Divina. Fue tanto nuestro amor, que para poner al seguro esta voluntad humana la llenamos de nuestras penas, hasta ahogarla, y la encerramos dentro de los mares inmensos de mis dolores y de los de mi amado Hijo. Por eso, en este día de dolores para tu Madre dolorosa, y todo por ti, dame por correspondencia en mis manos tu voluntad, para que la encierre en las llagas sangrantes de Jesús, como la más bella victoria de su pasión y muerte, y como triunfo de mis acerbísimos dolores.
Luisa Piccarreta, Reina del Cielo
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