Evangelio según san Lucas.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola: «¿Acaso puede un
ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo
sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro.
¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga
que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que
te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo?
¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar
la mota del ojo de tu hermano. Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni
árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto;
porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los
espinos. El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien,
y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón
habla la boca».
No es por ser menos pecadores por lo que os salvamos, sino por permanecer unidos a Cristo. Los tibios no son para el Reino, como recuerda contundente el Apocalipsis (Ap. 3, 16). Por eso, vale más un gran pecador que se convierte, que un pecador mediocre que sigue enredado en su cobarde, baldía mediocridad.
Es la entrega total la que hace posible la Unión. En la lógica del Reino, no se pierde lo que se da, al contrario, todo lo que se entrega, se recibe. Se entrega uno mismo, y se recibe al Sí mismo, se renuncia a la identidad y se encuentra la Esencia, se pierde la vida y se gana la Vida.
El Evangelio de hoy nos invita a la sinceridad y la
transparencia, para liberarnos de la hipocresía que impide ver- Se trata de
escoger si queremos vivir para lo ilusorio y efímero, o para lo esencial, lo
verdadero. No queremos ver nuestras miserias, mientras juzgamos las de los
demás.
Por eso no damos buen fruto, no nos damos, porque estamos casi
siempre dormidos, alienados, a merced de la inercia y las vanidades. Nos
encadenamos a lo material, lo transitorio, y perdemos de vista lo que vale de
veras, lo eterno. Buscamos necesidades absurdas y quienes nos las satisfagan
desde fuera. Traicionamos nuestra misión y nuestra verdad interior,
y luego nos engañamos a nosotros mismos para poder soportar esa traición que
nos condena.
Es una elección continua; cada día, cada hora, cada instante
hemos de optar entre vivir despiertos o dormidos, entre la luz y las tinieblas, la verdad o la mentira, vivir para lo Real o
para lo falso, ser estériles o dar fruto.
El próximo miércoles, Miércoles de Ceniza comienza la
Cuaresma, tiempo de conversión. Convertirse es mirar de otra forma, con ojos
misericordiosos. Nosotros, ciegos guiados por ciegos, miramos con el egoísmo de
nuestras seguridades, comodidades, parcelitas de control; Jesús mira rebosando
amor, con un corazón palpitante, que no se cansa de derramar dones, gracias y
bendiciones. El que solo se preocupa por controlar y asegurar “sus” cosas,
“sus” costumbres, “sus” inercias, “sus” apegos vive en tinieblas.
La mejor conversión es dejar que la misericordia nos impregne
hasta ser capaces de mirar y ver, de discernir el camino y a Aquel que nos
guía. de amar como Jesucristo ama. Cada día su propio afán, siempre el mismo:
ser o no ser, saberse y vivirse en Él, o seguir durmiendo hasta que Su voz nos
despierte.
Permanecer, menein, mutua inmanencia, una de las palabras que más aparece en el Evangelio de San Juan. Permanecer en Cristo, indisolublemente unidos a Él nos hace ver que sin Él somos nada y con Él podemos ser Todo. Con Él como guía, seremos fértiles, capaces de dar buen fruto, cumplirnos, entregarnos, con un amor que está a salvo del desgaste y la entropía. Un amor que crece y se expande sin cesar, continuamente revitalizado, siempre el mismo y siempre nuevo.
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