Evangelio según san
Lucas 2, 41-52
Los padres de Jesús
solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. Cuando cumplió doce
años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron;
pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Estos,
creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se
pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se
volvieron a Jerusalén buscándolo. Y sucedió que, a los tres días, lo
encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y
haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento
y de las respuestas que daba. Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su
madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos
angustiados». Él les contestó: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía
estar en las cosas de mi Padre?» Pero ellos no comprendieron lo que les dijo.
Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Su madre conservaba
todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en
gracia ante Dios y ante los hombres.
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Aquel “conservaba
todas las Palabras en su corazón”
significa que las vivía. María era totalmente
la Palabra, solo la Palabra.
Chiara
Lubich
He escogido como imagen
para este post, la única imagen de María no pintada por mano humana, la que quedó en
la tilma de Juan Diego, en el cerro del Tepeyac, en 1531. De todas las
apariciones marianas, es en esta donde María nos ofrece el mensaje más consolador,
el más acorde con su misericordioso e Inmaculado Corazón, que late al unísono
con el Sagrado Corazón de Jesús, su hijo, nuestro hermano, pues desde la Cruz
nos la dio por madre, para guiarnos hacia el Reino de la Divina Voluntad, cuya Ley es el Amor.
Escojo un extracto de ese mensaje, que deberíamos imprimir en el corazón para afrontar estos tiempos recios y extraños con confianza. Nos sirve este mensaje maravilloso para contemplar el Evangelio del Domingo (Mateo 10, 26-33). Como dice San Pablo en Romanos 8, 38, nada ni nadie nos puede apartar del amor de Dios. Ni la muerte, ni la vida, ni potestades, ni pandemias, ni la locura de quienes quieren imponer una dictadura del miedo y la mentira nos pueden apartar del amor de Dios manifestado en Su Hijo Jesucristo, y en María Santísima, que nos mantiene unidos a Sus Sagrados Corazones con vínculos eternos, como solo una Madre puede hacer.
“Juanito: el más
pequeño de mis hijos, yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios,
por quien se vive. Deseo vivamente que se me construya aquí un templo, para en
él mostrar y prodigar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa a todos los
moradores de esta tierra y a todos los que me invoquen y en Mí confíen.
(…) No temas esa
enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu
Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en
mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa…”
El Evangelio de hoy, 20
de junio, Fiesta del Inmaculado Corazón de María, inseparable del Sagrado
Corazón de Jesús www.viaamoris.blogspot.com, nos relata el episodio en que
Jesús, Niño de doce años, se "perdió", cuando peregrinó a Jerusalén
con María y José.
María Santísima nos transmite en Reina del Cielo, libro dictado por
ella misma a Luisa Piccarreta, cómo vivió aquellos tres días en que perdió a su
Hijo y lo encontró en el Templo, enseñando a los doctores. Tres días, como los
que estuvo en el sepulcro, como los que aguarda a que Le encontremos dentro de
cada uno, nuestro amado, nuestro Dios, Verbo eterno, capaz de todo para que
aceptemos Su Amor.
“Cual no fue mi asombro
e inquietud que sentí cuando llegados al punto donde nos debíamos reunir y no
lo vi a su lado. Sin saber lo que había sucedido, sentimos tal espanto y tal
dolor que nos quedamos mudos los dos. Quebrantados por el dolor regresamos
apresuradamente, preguntando con ansia a cuantos encontrábamos: “¡Ah! díganos
si habéis visto a Jesús, nuestro Hijo, porque no podemos vivir sin Él” Y
llorando lo describíamos: “Él es todo amable, sus bellos ojos azules
resplandecen de luz y hablan al corazón; su mirada golpea, rapta, encadena; su
frente es majestuosa, su rostro es bello, de una belleza encantadora; su voz
dulcísima desciende hasta el corazón y endulza todas las amarguras; sus
cabellos rizados, y como de oro finísimo lo hacen hermoso, gracioso; todo es
majestad, dignidad, santidad en Él; Él es el más bello entre los hijos de los
hombres.” Sin embargo, a pesar de nuestra búsqueda ninguno nos supo decir nada,
el dolor que Yo sentía se recrudecía en modo tal, que me hacía llorar
amargamente y abría a cada instante en mi alma heridas profundas, las cuales me
provocaban verdaderos espasmos de muerte.
Hija querida, si Jesús
era mi Hijo, Él era también mi Dios, por eso mi dolor fue todo en el orden
divino, se puede decir, tan potente e inmenso, de superar todos los otros posibles
dolores juntos. Si el Fiat que Yo poseía no me hubiera sostenido continuamente
con su fuerza divina, Yo habría muerto de espanto.
Viendo que ninguno nos
sabía dar noticias, ansiosa interrogaba a los ángeles que me rodeaban:
“Díganme, ¿dónde está mi querido Jesús? ¿Adónde debo dirigir mis pasos para
poderlo encontrar? ¡Ah! díganle que no puedo más, tráiganmelo sobre vuestras
alas a mis brazos. ¡Ángeles míos, tengan piedad de mis lágrimas, socórranme,
tráiganme a Jesús.”
En tanto, habiendo
resultado vana toda búsqueda, regresamos a Jerusalén, después de tres días de
amarguísimos suspiros, de lágrimas, de ansias y de temores, entramos al templo,
Yo era toda ojos y buscaba por todos lados, cuando de repente, finalmente, con
gozo descubrí a mi Hijo que estaba en medio de los doctores de la ley, Él
hablaba con tal sabiduría y majestad, que cuantos lo escuchaban permanecían
raptados y sorprendidos; al sólo verlo sentí que me regresaba la vida y rápido
comprendí la oculta razón de su extravío.”
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