Evangelio según san Lucas 1,57-66.80
A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo. Al enterarse sus vecinos y parientes de la gran misericordia con que Dios la había tratado, se alegraban con ella. A los ocho días, vinieron para circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero la madre dijo: "¡No! Se va a llamar Juan". Ellos le decían: "No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre". Entonces preguntaron por señas al padre cómo quería que se llamase. Él pidió una tablilla y escribió: "Su nombre es Juan". Todos quedaron admirados. Y en ese mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios. Los vecinos quedaron sobrecogidos, y se comentaban todos estos hechos por toda la montaña de Judea. Todos los que se enteraron guardaban este recuerdo en su corazón y se decían: "¿Qué llegará a ser este niño?". Porque la mano del Señor estaba con él. El niño iba creciendo y se fortalecía en el espíritu, y vivió en lugares desiertos hasta el día en que se manifestó a Israel.
No es solamente en aquel tiempo que «los caminos fueron allanados
y enderezados los senderos» sino que todavía hoy el espíritu y la
fuerza de Juan preceden la venida del Señor y Salvador.
Orígenes
Vosotros mismos sois testigos de que yo dije: “Yo no soy
el Mesías, sino que he sido enviado delante de Él.”
(…) Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar.
Juan 3, 28, 30
La Iglesia celebra el nacimiento de Juan como algo sagrado, por eso es Solemnidad. Este año se celebra un día antes porque ha de ceder su puesto a la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. San Juan Bautista es el único de los santos cuyo nacimiento se festeja. Celebramos el nacimiento de Juan, el de la Santísima Virgen y el Nacimiento de Jesús. Juan nace de una anciana estéril; María de un matrimonio de castidad ejemplar, Jesús de una joven Virgen. Zacarías no creyó el anuncio de Gabriel y se quedó mudo; la Virgen creyó, y su “Fiat” concibió a Jesús por el Espíritu Santo.
Poco antes de morir, Chesterton afirmó: "El asunto está claro ahora: entre la luz y las sombras, cada uno debe elegir de qué lado está." La Luz es Jesucristo, que nació en el solsticio de invierno, cuando los días empiezan a ganar tiempo a la noche. San Juan Bautista, el heraldo de la Luz, nace en el solsticio de verano, a partir del cual los días comienzan a disminuir, para recordarnos que hemos de dar paso a la Luz en el mundo y en nuestras vidas.
Es necesario que Juan, el hombre, disminuya, para que el Hijo de Dios crezca. Disminuimos con el gozo del que sabe que, muriendo a sí mismo, se acerca a la verdadera grandeza, su condición de hijo de Dios, su naturaleza restaurada. Lo humano es así la antesala de lo divino, lo temporal, de lo eterno, la condición de hijos de mujer, frágiles y terrenales, precede a la condición de ciudadanos del Reino de los Cielos.
Es el sentido de la conversión que predica Juan, con la aspereza y rigor de su temperamento de asceta, necesario en aquel momento para el pueblo judío, que aún no conocía el poder transformador del amor que Jesús vino a predicar. Juan predicaba la conversión, dejar de mirar solo las realidades perecederas del mundo y mirar hacia la realidades eternas.
El mayor de los nacidos de mujer (Mateo 11,11), la voz que clama en el desierto (Juan 1, 23), Juan el Bautista, el último de los profetas de la Antigua Alianza y el Precursor de Jesucristo, la Nueva Alianza de Dios con la humanidad. Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar…, dirá Juan. ¿Qué debe menguar y qué debe crecer en nosotros para dejar de ser ciudadanos del mundo, hijos de mujer, y comportarnos como los ciudadanos del Reino de los Cielos, que somos por el Bautismo?
Que mengüe lo que no somos, el ego, las máscaras, los frutos de la soberbia, y crezca nuestra verdadera realidad de hijos en el Hijo. Cada día, cada instante, podemos escoger entre ser solo hijos de mujer, de los que Juan el Bautista es el mayor, o ciudadanos del Reino, seguidores de Cristo y, por la gracia de su amor infinito, hijos de la Luz, imagen de Dios y, por fin, semejanza restaurada.
Desde el seno de mi madre me llamaste, cantamos con el Salmo de hoy. Dios nos soñó antes aún de que fuéramos concebidos. Nos conoce y nos ama desde siempre y nos llama por un nombre que aún no conocemos y que no es el nombre que nos dieron nuestros padres biológicos.
Juan es su nombre, dijo Zacarías a sus parientes, tras recuperar el habla. Es el nombre que Dios mismo, a través de su ángel, había escogido, que en hebreo significa "favor de Dios" y también “fiel a Dios”. San Juan Bautista, favorecido por Dios desde el seno materno, es modelo de fe; abandona lo mundano y se retira al desierto a preparar el camino del Señor. Es modelo de humildad; renuncia a sus discípulos para que sigan al único Maestro. Y es también modelo de fidelidad y coherencia hasta la entrega de su vida por la Verdad, de la que es testigo y mensajero.
El mismo Jesús afirma que la ley y los profetas llegaron hasta Juan, símbolo de lo antiguo que anuncia lo nuevo. Por ser el último eslabón de lo antiguo, nació de un matrimonio de ancianos. Y por ser el heraldo de lo nuevo, fue santificado en el seno de su madre, la anciana Isabel, por Jesús desde el seno de Su Madre, la Virgen María. Y la gracia recibida le hizo saltar de alegría en el vientre materno www.viaamoris.blogspot.com
El silencio de Zacarías es mucho más que un castigo por su incredulidad. Es un signo de que, en esta transición misteriosa entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, el sentido de las profecías quedaba en “suspenso”, velado, latente hasta el Nacimiento del que da cumplimiento a todas las profecías y todas las promesas, Jesucristo, nuestro Señor. Cuando nace Juan y recibe el nombre que Dios le ha dado, la voz del que clama en el desierto está lista para anunciar al Salvador, y Zacarías recupera el habla. Porque Juan era la voz y Jesús es la Palabra eterna que en el principio ya existía (Juan 1, 1).
TEMOR Y TEMBLOR
Temor y temblor en el regazo oscuro
cuando la luz atraviesa
el útero como un rayo
para mostrarme el Camino.
Dos embriones se encuentran;
uno, de hombre,
otro, divino,
acostumbrándose a la sangre,
haciéndose carne para poder tocar,
acariciar, derribar mesas de cambistas,
bendecir, sanar, resucitar a los muertos,
resucitar, Él Mismo, al tercer día.
¡Y ya lo veo!
Cómo no saltar en el seno de mi madre,
Isabel, Isha bethel, que significa:
mujer, casa de Dios;
cómo no agitarme
viendo, presintiendo mi latido de non nato
el drama, entero, consumándose
más allá del tiempo y del espacio…
Gigantesco Jesús,
inmenso desde el seno virginal,
deja que mengüe,
que disminuya desde ahora,
aunque mi cuerpo siga creciendo
para ser el asceta rudo
que se va formando desde el vientre
tan cercano al más puro
que te gestó, gesta, gestará infinitamente.
Es mi madre también,
más que ninguna después de la tuya,
Isha Bethel, mujer, casa de Dios.
Dioses sois recordará el Maestro,
yo lo seré, si Tú quieres,
en Ti, por Ti, contigo,
en ese reino de Hijos que vienes a anunciar.
Pero deja que antes disminuya, que mengüe,
que descienda, que desande,
me desnude de formas y ritos,
desaprenda los dulces pasatiempos,
renuncie a los goces de la carne,
que se forma en el seno de mi madre,
sorprendida de ver en el rostro de su prima,
la luz dulcísima, la belleza infinita
y eterna de la madre de Dios,
y madre nuestra.
Benedictus, 2 Cellos, Karl Jenkins
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